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La reina del queer gótico victoriano

Periodista:
Mariana Enriquez
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Víctor Victoria

 

Si un lector empezara a leer a Sarah Waters a partir de su último libro, se encontraría con una sorpresa, pero no se daría cuenta en qué consiste. Es que El ocupante (Anagrama) es una novela ambientada en la posguerra en Inglaterra, donde se narra, a través de la historia de una casa, la decadencia de una familia, una clase y una sensibilidad. La sorpresa consiste en que no hay personajes lésbicos como en todos y cada uno de los anteriores libros de una autora que popularizó el amor entre mujeres en la literatura contemporánea, con títulos como El lustre de la perla y Afinidad. Aquí, un retrato de Sarah Waters, la reina del queer gótico victoriano, y un comentario de su último y más inquietante libro.

 

Por Mariana Enriquez, para Radar Libros

 

La nueva novela de Sarah Waters ha sido traducida como El ocupante, pero su título original en inglés es mucho más inquietante y típico de la autora: se llama The Little Stranger, “el pequeño extraño”, una frase de “slang” victoriano, eufemismo para referirse a un niño que no ha nacido, a un bebé perdido, un infante muerto. No es la primera vez que Waters usa el slang de la Inglaterra del siglo XIX para titular una de sus novelas; es la primera vez, eso sí, que ninguna de las mujeres de su novela es lesbiana. Cuando tomó la decisión tuvo miedo de decepcionar a sus fans, admite. Pero de ninguna manera cree que El ocupante marque un nuevo rumbo. “Se ha especulado con que quiero salir del nicho queer, pero no es así”, dijo en una entrevista con Scotsman. “Sencillamente me gustó esta historia y cuando me di cuenta de que ningún personaje era gay no me importó, porque estaba entusiasmada.”

 

 

No le molesta, y nunca le molestó, que se la etiquete como escritora lesbiana: “Creo que es importante la visibilidad. Mis novelas tienen una clara agenda lésbica, la cuestión está en el corazón de los libros. Soy lesbiana, está en mi vida, ¿sobre qué otra cosa, o desde qué otro punto e vista, podría escribir?”

 

Sarah Waters, claro, escribe sobre el amor entre mujeres, pero no escribe solamente sobre eso. Desde que debutó en 1998 con El lustre de la perla (Tipping The Velvet) se convirtió en la escritora más popular de ficción histórica del Reino Unido, la gran propulsora del “neovictoriano”, la recuperación de la novela del siglo XIX escrita con sensibilidad contemporánea. Académica de carrera –estudió en Kent, Lancaster y la Universidad de Londres–, su tesis de doctorado fue una investigación sobre la ficción histórica gay-lésbica de 1870 al presente, y también se especializó en literatura erótica de la Inglaterra del siglo XIX. De ese material se nutrieron sus primeras ficciones, especialmente la virtual trilogía El lustre de la perla, Afinidad y Falsa identidad. En las tres Waters juega con el género (literario) y el género como identidad sexual: allí donde la novela victoriana originaria sólo podía insinuar, Sarah Waters es explícita; y también toma los géneros populares –la picaresca, el realismo social, el gótico– y los lleva al terreno de la novela masiva, ampliando la ambición literaria y sin renunciar al entretenimiento. El novelista Philip Hensher decía: “Waters encuentra la gran ligazón entre el secretismo de la sexualidad queer y los secretos y revelaciones de la tradición gótica y de las novelas de misterio victorianas”. Ella, sin embargo, prefiere no abundar en las políticas que cimentan su proceso creativo. “Lo que busco es escribir novelas atrapantes que tengan algo detrás”, le decía en 2009 a The Guardian, y a continuación se reía de su negación a la jerga y la capilla, de su elección por lecturas más amigables.

 

 

De hecho, mucha de la inspiración de El lustre de la perla viene de su propia biografía. Nacida en Gales, hija de una familia de clase trabajadora, confiesa que tuvo una infancia idílica y una adolescencia alegre. A los 19 años, cuando entró en la Universidad de Kent, conoció a su primera novia, Kate, con quien compartió cama y habitación en una pensión de Whitstable, durante un romántico invierno. Estuvieron juntas seis años. Ese romance es el espíritu detrás de, sobre todo, El lustre de la perla. Tipping The Velvet, el título original, es nuevamente slang victoriano: así llamaban, en el ambiente lésbico de Londres al cunnilingus. La novela comienza justamente en Whitstable –punto de partida de la educación sentimental de Waters– y cuenta la historia de Nancy, una adolescente vendedora de ostras que se enamora perdidamente de Kitty, hermosa y ambigua artista de variedades que canta travestida de varón. El lustre de la perla es, sobre todo, una novela erótica. Así le enseña Nancy a comer ostras a Kitty, su futura amante: “...Luego coges el cuchillo y lo introduces, no entre las dos valvas, sino en esta abertura. Y luego la sujetas y la abres. Hay que mantenerla derecha, porque está llena de jugo y no se te tiene que caer ni una gota, porque es la parte más sabrosa. –El pequeño molusco descansaba en mi palma dentro de su baño de jugo, desnudo y resbaloso–. Luego tienes que sacar la ostra y ya puedes comértela”.

 

Más tarde, cuando las chicas dejan el pueblo costero por Londres, para trabajar juntas en un show de variedades, comienza la verdadera educación sentimental de Nancy: el desengaño cuando Kitty se asusta de la parte pública de la relación porque no quiere ser llamada “marimacho” y necesita cuidar su carrera, luego un alucinante juego de identidades, travestismos y máscaras cuando la joven Nancy, deprimida y desesperada, se lance a la calle a vender sexo en los callejones junto a los gays de Londres, travestida de joven efebo –aquí Waters, además, traza un mapa urbano y una taxonomía del deseo clandestino victoriano–, luego conoce a una viuda rica que la adopta como su puta privada y, finalmente, la novela cierra haciendo explícito el componente latente durante sus 500 páginas: la cuestión de clase. La última pareja de Nancy es Florence, una militante socialista que, en un mitin, espera ansiosamente la llegada de Eleanor Marx. Clase, identidad, género: aquella primera y exitosa novela de aprendizaje, una Bildungsroman lésbica, tenía ingredientes actuales, relevantes y, además, era divertidísima de leer. Para la comunidad LGTB fue un hito: la escena con un dildo vintage, que roza la pornografía, es probablemente el momento lésbico más leído de la literatura contemporánea. Cuatro años después, la BBC llevó la novela a la televisión en una miniserie dirigida por Andrew Davies; nunca antes la televisión pública inglesa se había atrevido a una representación tan explícita de la sexualidad lésbica. Y fue un éxito.

 

 

En 1999, Sarah Waters mantuvo el tema sáfico y el siglo XIX, pero introdujo en el escenario victoriano otro ambiente clásico: si en El lustre de la perla eran las calles y la noche, espacios clandestinos pero liberadores y libres, Afinidad se desarrollaba en la cárcel de mujeres de Millbank: la prisión como institución normalizadora emblemática del siglo XIX. El romance ansioso entre una joven espiritista encarcelada y Margaret Prior, una joven depresiva que se dedica a la caridad, está lleno de tensión, represión y recargado de fantasías; los rasgos de “victorianismo” cambian hacia el espiritismo de Conan Doyle, un personaje llamado Peter Quick (casi un homónimo de Peter Quint, uno de los fantasmas de Otra vuelta de tuerca de Henry James) y la ciudad lóbrega, junto a un Támesis gris. Más oscura, más rara, anticipaba el gótico de El ocupante.

 

La trilogía victoriana se completó con Falsa identidad (Fingersmith) en 2002, su novela más influenciada por Dickens, que elegía el otro escenario de institución normalizadora más icónico del siglo XIX inglés: el asilo para dementes. Allí es internada Sue Trinder, la protagonista, una chica criada en un “nido de ladrones”, entrenada como ratera y mendiga por su madre adoptiva, la señora Sucksby. Ya adolescente, Sue es usada para seducir a una heredera y así sacarle la fortuna; pero el plan termina con un enloquecedor juego de identidades en la tradición del folletín. La novela estuvo nominada para el Booker Prize y en 2005 también se convirtió en una serie para la BBC, otra vez dirigida por Andrew Davies. Cuando se publicó, y todavía más con la adaptación televisiva, Waters se ganó la etiqueta de “dickensiana” que, lúcidamente, decidió replicar: “Yo adoro a Dickens, pero no tengo nada que ver con él. Zadie Smith es dickensiana, porque escribe sobre la sociedad actual, así como Dickens escribía sobre su tiempo. Escribir estas falsas novelas victorianas es algo muy, muy diferente”.

 

 

De hecho, Waters no cree ser capaz de escribir sobre el presente: “Empecé escribiendo ficción a través de la historia y es sobre todo el pasado, y nuestra compleja relación con él, lo que me sigue inspirando como escritora.” Los escritores que la influenciaron, dice, no son los que sus temas y estilo hacen suponer. Waters se considera seguidora de Angela Carter, Philippa Gregory, Iris Murdoch y Jeannette Winterson –escritoras feministas, líricas, con agenda política–. Con Winterson, sin embargo, la relación es compleja. Waters la admira, pero no la conoce, no la frecuenta. Explica Robert McCrum, en The Observer: “Winterson y Waters son polos opuestos que definen dos identidades lésbicas muy diferentes. En el pasado, las grandes damas de la literatura del siglo XX era figuras grandiosas, tan complejas como Radclyfe Hall, Djuna Barnes o la aristocrática Daphne du Maurier. Winterson es una escritora distante, lírica, académica. Waters lucha por ser normal”.

 

Waters es una escritora lesbiana y feminista; identidad que en la primera década del siglo XXI debería, en efecto, ser normal.

 

Después de la trilogía, que la convirtió en una escritora popular en su país, con una base de fans absolutamente fieles, Waters se tomó cuatro años para publicar Ronda nocturna. El tiempo estaba justificado: en esta novela, publicada en 2006, Waters decidió cambiar de época histórica, abandonar el siglo XIX: Ronda nocturna transcurre en los años ‘40 del siglo XX, durante la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, y sigue las vidas de cinco personajes (tres mujeres lesbianas, un hombre gay, una mujer heterosexual), conectándolos con elegancia. Historias de amor disfuncionales, alusiones al cine y al melodrama, es su novela más ambiciosa y la más compleja. “Quería escribir sobre mujeres adultas y sobre una época que siento cercana, porque mi infancia, en los años ‘60, estuvo marcada por la guerra”, dijo. Con lectura de diarios íntimos de la época, novelas sobre la guerra y todas las películas posibles, Ronda nocturna profundizó su interés por las cuestiones de clase y la vida urbana. Sin embargo esas vidas entrelazadas y los guiños al melodrama no resultaron los temas donde Waters se movía más cómodamente como escritora; aunque estaba impecablemente investigada, aunque la reconstrucción de época resultaba fascinante, a Ronda nocturna le faltaba ese toque excéntrico de las novelas anteriores, esas relecturas genéricas que nunca acababan en lugar común.

 

De ahí el gran triunfo de El ocupante: es una novela sobre la caída de una clase social, la decadencia de lo que los ingleses llaman “la casa de campo”, pero también es una cita al gótico, a Poe, a las Brönte, a los fantasmas de Henry James. Lectores y críticos respiraron aliviados porque Waters logró crecer; logró la transición, dejar atrás el nicho victoriano y aun así conservar ese juego de géneros que la hacía tan vital en sus primeras novelas –incluso con el riesgo de abandonar, al menos momentáneamente, la cuestión gay.