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Los secretos en una cena de familia

Periodista:
Martín Schifino
Publicada en:
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Uno los atractivos de leer ficción extranjera es descubrir otras voces y otros ámbitos, pero está también el de entrar en contacto con géneros poco explorados por la tradición local. La comedia de costumbres, con personajes bien delineados, una trama pegada a la realidad y un sesgo irónico en la observación, es sin duda uno de estos últimos. Aunque –o quizás dado que– la literatura argentina abunda en vanguardistas, pocos escritores autóctonos parecen interesados en montar una escena clásica en la que el habla o los actos de los personajes dejen entrever una agitación psicológica de fondo. A Herman Koch le interesa esa dinámica, y ha escrito en La cena una comedia de costumbres de visos oscuros, con algo de ficción moral como la que escribe, digamos, un Bernhard Schlink.

Todo empieza con dos parejas en un restaurante exclusivo, por no decir pretencioso, en el centro de Amsterdam. (El libro está dividido, de manera algo fatua aunque bien ordenada, en “Aperitivo”, “Entrantes”, “Segundo” y así, hasta llegar a la “Propina”.) El narrador, Paul Lohan, preferiría estar en otra parte y no se ahorra comentarios ácidos sobre la “distancia infranqueable entre el plato y el precio”; su mujer, Claire, se toma las cosas con más calma, aunque tampoco se la ve en su salsa. El problema es lo distintos que son de la segunda pareja: Serge y Babette. Desde el principio, es obvio que esta gente apenas se soporta; pero La cena no describe un mero encuentro de compromiso sino algo mucho más espinoso: una reunión de familia. Y no de cualquier familia. Serge, el hermano mayor de Paul, es un político famoso, candidato a primer ministro del país. Paul está sin trabajo desde hace años. La mesa es un nudo de tensiones. Para peor, la familia tiene cosas de que hablar.

Por un buen rato, que dura casi la mitad de la novela, los cuatro hablan precisamente de temas que no le interesan a ninguno. “¿Habéis visto la última de Woody Allen?” Aceitada por la frivolidad, la cena prosigue, mientras asistimos a descripciones de la micromecánica del restaurante y de los barrocos manjares degustados: “cangrejos de río [...] aderezados con vinagreta de estragón y cebollino”, “mollejas de cordero [...] marinadas en aceite de Cerdeña con rúcula”, o unos misteriosos “rebozuelos de los Vosgos”.  Dada la voz del narrador, marcadamente satírica cuando no semiasqueada, rara vez se le hará al lector agua la boca; uno empieza además a preguntarse si la sorna no esconde una molestia mayor. Y, en efecto, bajo la pátina de respetabilidad de esta familia, palpita un problema intratable: qué hacer con dos hijos adolescentes, uno de cada pareja, que han matado a alguien en circunstancias dudosas, y que por ahora no han sido descubiertos. Serge, con el apoyo de Babette, está dispuesto a sacrificar su candidatura y entregar a su hijo; Claire y Paul no tienen ninguna intención de inculpar al propio. No bien se menciona el tema, los cuatro se internan en un callejón sin salida.

Una buena familia

Koch se inspiró en un caso real ocurrido en Barcelona, donde tres adolescentes “de buena familia” prendieron fuego a una indigente tras rociarla con disolvente en el cajero automático donde dormía: rescatada por los bomberos, la mujer murió a la mañana siguiente en un hospital cercano, con quemaduras de segundo y tercer grado en gran parte del cuerpo. Al trasladar ficticiamente el crimen a la ciudad de Amsterdam, Koch atenúa la culpabilidad de los criminales (el personaje muere cuando le arrojan un bidón con restos de combustible, que explota sin premeditación), aunque también potencia las resonancias simbólicas. Lo que entra en juego son las taras de la civilización europea, cuyas clases acomodadas son capaces de gozar de entremeses que harían las delicias de Heliagábalo pero no de inculcarles a sus hijos una ética superior a la de este último. Se sabe: los sueños de la razón engendran monstruos.

Determinismo biológico

Donde Koch resulta menos convincente es en el retrato del monstruo. En sucesivos flashbacks, nos vamos enterando de que tanto Paul como su hijo tienen un pasado violento, que quizás esté ligado a cierta herencia genética. Digo “quizás” y “cierta” porque la novela es en sí misma muy vaga en este punto. Y ahí reside una de sus flaquezas. No es que la idea del determinismo biológico sea necesariamente errada, por muy intragable que resulte en un sentido político. Es más bien que no se la explora en suficiente detalle. El narrador, tan observador en los momentos de sátira social, nunca cuenta qué desorden genético supuestamente padecen él y su hijo. Y aunque puede que la evasividad sea un atributo del personaje, cuesta no pensar que quien no se preocupó por recabar los pormenores necesarios es el autor. En La cena, las explicaciones últimas son menos interesantes que los dilemas de los personajes. ¿Por qué se deja llevar al crimen el hijo de Serge, que hasta donde sabemos no es un psicópata? ¿Qué miedos circulan entre Serge y Babette? Estas preguntas no sólo aumentan la densidad de la novela, sino que hacen de contrapeso a su estilo ágil y llevadero, que por momentos coquetea con la ligereza. Quienes no sabemos holandés, por supuesto, tenemos que confiar en que Marta Arguilé Bernal haya traducido adecuadamente los matices del original, pero la fluidez de su versión es en sí garantía de habilidad: habría que ver si el original está tan bien escrito como la traducción.