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La novela de los padres, por los hijos

Periodista:
Soledad Quereilhac
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Por Soledad Quereilhac  | Para LA NACION (ADN Cultura)

 

Alejandro Zambra (1975), actualmente uno de los jóvenes escritores más reconocidos de Chile, es autor de dos breves y bellas novelas "bonsái" -Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007)-, y de dos libros de poemas con los cuales debutó como escritor: Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003). En Formas de volver a casa, Zambra indaga la extensión y la estructura propias de una narración de más largo aliento y acaso de mayor densidad en cuanto a las experiencias narradas. El resultado es, entre otras cosas, una novela casi arquetípica de su generación (la de los nacidos durante las dictaduras de los años 70 en Latinoamérica), no sólo por el tema de la historia relatada, sino también por el tipo de elecciones formales, por la exhibición de las lecciones aprendidas en la teoría literaria de las universidades y, en simultáneo, por el indisimulable deseo de "narrar" a pesar de todo.

 

 

Como muchos escritores tanto en Chile como en la Argentina, Zambra tiene formación académica en Letras y es profesor en la Universidad Diego Portales. Y como muchos colegas, ha incorporado con absoluta naturalidad el hecho de que la escritura, en algún momento, se deslice hacia lo metatextual y que el relato se refiera también a su propia producción, a la convivencia de niveles de ficción y realidad, e incluso a los vacíos sobre los cuales la escritura metatextual emite sus quejas o despliega su catarsis, buscando volver a la conquista de la historia.

 

No se trata ya de un recurso novedoso, cuando la idea de "novedad" ciertamente suena a viejo, sino de un devenir necesario, esperable, posible de la escritura contemporánea. Formas de volver a casa transita por esos vaivenes, de manera que al mismo tiempo que leemos los recuerdos de infancia de un joven que vivió la dictadura de Pinochet en un barrio de clase media, saltamos también a la vida del "escritor" de esta historia, álter ego de Zambra, conocemos la relación con sus padres y su ex novia, y leemos sus interrogantes sobre el pasado reciente.

 

 

La pertinencia de esta estructura es aquí, ciertamente, no sólo justificada, sino obligada. Por detrás de ambos planos, gravita y retorna siempre una pregunta de época: ¿qué hacer con esa sensación de ser los "personajes secundarios" de una historia en la que nuestros padres son los indiscutidos protagonistas? ¿Qué historias les quedan por narrar a los hijos de quienes fueron militantes de izquierda durante la dictadura, o a aquellos otros hijos de familias anónimas a las que jamás les importó la política y que, en parte "default" de clase, no desaprobaron a Pinochet?

 

En la primera parte de la novela, llamada "Personajes secundarios", se reconstruye la noche del terremoto de 1985 en la que el protagonista conoce a Claudia, una niña mayor que él que le pide que espíe a su tío, un presunto "demócratacristiano", probable "comunista". Esta historia pronto deja lugar a "La literatura de los padres", donde tanto el narrador, como su ex novia Eme y como más tarde Claudia, examinan fugazmente ese mundo del pasado, buscando encontrar sus propias historias personales, y se llevan las manos algo vacías, conscientes de que la épica, la aventura o los honores no pasaban por sus juegos: "La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso [.]. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón".

 

 

En la tercera parte, "La literatura de los hijos", esos niños ya adultos no hacen sino concebirse a la luz de sus recuerdos de infancia comunes, al tiempo que dictan o asisten a clases en la universidad, escuchan toda la música al alcance o releen Madame Bovary. Y si bien esos padres ya están muertos o han envejecido, la incomodidad de esa condición de "secundarios" apenas se disipa.

 

Tampoco surgen grandes acontecimientos, porque ni la época ni las reglas de lo literario lo permiten: los ex novios finalmente no se reconcilian; los amantes de la ficción simplemente dejan de verse; y el hijo vuelve cada tanto a casa de sus padres, a fin de cuentas, dos señores ya mayores y algo patéticos. La inminencia del triunfo de Piñera en las elecciones presidenciales ("Chile es un país de mierda que va a gobernar un dueño de fundo que va a llenarse la boca celebrando el bicentenario") y los destrozos del terremoto en 2010 potencian ese clima de melancólico grado cero al que la Historia parece condenar a una generación, si bien de manera indolora y hasta redundante en satisfacciones inmediatas.

 

 

Formas de volver a casa es, entonces, en dirección opuesta a los grandes tratados literarios sobre la potencialidad de la memoria, un notable ejercicio novelístico sobre la magrez del pasado personal, sobre los vacíos que se abren a cada momento en la recuperación de la propia historia.