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Un bosque de símbolos

Periodista:
Isabel Keats
Publicada en:
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Por Jorge Aulicino - Revista Ñ (Diario Clarín)

 

En la página 82 de Borges, ese mamotreto de la contracultura ilustrada, Bioy anota la vacilación de Jorge Luis Borges ante unos versos de Leopoldo Lugones: y a nuestros pies un río de jacinto / corría sin rumor hacia la muerte.

 

 

“Borges:¿Vos creés que tenía razón Ibarra? ¿Qué el río de jacinto es el semen? Bioy: ¿Qué otra cosa puede ser?”

 

El episodio es verosímil. En varias ocasiones Borges dejó entrever que, en su concepción, las metáforas están hechas de términos intercambiables. En la metáfora no podría haber ambigüedad. Le molestaba, al parecer, que en un soneto de Quevedo “la sangrienta luna” pudiera ser el satélite natural de la Tierra, teñido de rojo, o la media luna de los estandartes moros. Tal vez tenía razón. Pero en aparatos verbales más complejos la correspondencia perfecta no es posible. Tales dispositivos tienen la propiedad del símbolo. Y no son reducibles a una frase o a una imagen a la que, se supone, están reemplazando. No todas las figuras poéticas son del tipo “las perlas de su boca = dientes brillantes”. Los símbolos no lo son nunca.

 

Con palabras del dominico alemán Meister Eckhart (c.1260-1328) se abre la obra colectiva El libro de los símbolos: “Cuando el alma quiere experimentar algo, lanza una imagen frente a sí, y después entra en ella”. Según el prólogo de este volumen,  tales palabras explican “por qué un libro de símbolos tiene importancia en un mundo tan caótico y complejo como el nuestro”. Implica que un libro ordenado de símbolos contribuiría a aclarar el caos, siendo que la mayor parte de la gente no parece esperar aclaración alguna, aunque de algún modo reza para que el mundo no se desmorone. Ahora bien: ¿de qué modo reza? Sin duda a través de símbolos que diariamente reproduce y consume. La cuestión es esa. El consumo profano.

 

 

Pero comencemos por aclarar que El libro de los símbolos tiene una historia desencadenada por la existencia de una suerte de club cuyo socio más prestigioso era el psiquiatra Carl Jung. El autor de la obra –aunque figura una larga lista de colaboradores y ha habido una editora, Karen Arm– es el ARAS, el Archivo para la Investigación en Simbolismo Arquetípico, por sus siglas en inglés. Tal Archivo comenzó a nutrirse con las imágenes que Olga Froebe Kapteyn colgaba en una sala de conferencias en la ciudad de Ascona en Suiza, donde anualmente se reunieron eruditos de diversas disciplinas a partir de 1930 y a lo largo de casi todo el siglo pasado. Nuestro Jung tenía 55 años en 1930 y era una personalidad reconocida. A tal punto influyente, además, que el banco de imágenes nacido de aquellas reuniones suizas terminó por recibir un nombre que hace mención a una de las ideas centrales de su “psicología profunda”: el arquetipo. Actualmente el Archivo tiene su sede en el Centro C. G. Jung de Nueva York.

 

El libro es una primorosa edición, con bordes calados para acceder directamente a sus secciones, como una agenda telefónica de lujo. La tipografía es un poco pequeña, la concepción de los artículos, enciclopédica. El orden no es alfabético, y va de lo alto a lo bajo, del macro al microcosmos. Se inicia con los símbolos de la Creación, el universo, los elementos y la geografía, sigue con los del reino vegetal, los del animal, desde las criaturas primordiales a los animales domésticos, los del mundo humano y los del espiritual. Se diría que está concebido como un mandala, de los que gustaba pintar Jung, puesto que el universo espiritual inevitablemente desemboca en el Cosmos. El primer símbolo es sin más el huevo, aunque ninguna mente racionalista diría que el huevo pertenece al orden de las estrellas o de los accidentes geográficos, y se cierra con el arquetipo del antepasado, habiendo recopilado en sus capítulos finales los fantasmas, la descomposición y la transformación. La idea es absolutamente oriental, pero cala en los símbolos del cristianismo. Incluye, claro está, la Crucifixión, con sus connotaciones alquímicas y su invocación de la Rosa de los Vientos. En el orden elegido, la Crucifixión precede a los símbolos de la muerte y la metamorfosis.

 

 

No ver la sombra de Jung es imposible, puesto que, casi siempre, en cada entrada se reflexiona sobre lo que el símbolo representa desde el punto de vista psíquico, con lo que los textos cobran por momentos visos de comentarios interpretativos de los que suelen componer los libros populares para el entendimiento de las cartas del Tarot o del I Ching. Esto es: si en sus sueños o en su vida diaria usted se topa a menudo con la Cruz, su espíritu está atravesando un gran sufrimiento, que es a la vez un proceso de transformación. Diríase, en fin, un manual de psicología profunda.

 

El libro da por sentado que todos sabemos qué es un símbolo, o que todos estamos contestes acerca de cómo se define. No lo estamos, y ese es el problema. No lo está el propio texto del libro.

 

 

Hacia finales de su vida, Jung aceptó escribir un libro con fines de divulgación. En 1959, tuvo contacto por primera vez con John Freeman, a quien la BBC le había encargado una entrevista “a fondo” con Jung. El editor Wolfgang Foges vio la entrevista y rogó a Freeman que rogara a Jung un libro que pusiera su doctrina al alcance de la gente más o menos ilustrada. Jung no aceptó. Sin embargo, las numerosas cartas que inundaron su buzón en Küsnacht, Suiza, después de que se trasmitiera la entrevista, y un sueño en que se veía en el Agora, al que juzgó premonitorio, lo inclinaron a aceptar la oferta de Foges. Hizo el plan del libro y encomendó cuatro artículos a cuatro integrantes de su círculo íntimo, tres de ellos, mujeres; se reservó la redacción de la primera parte de la obra. Le puso el punto final apenas unos meses antes de su muerte, en 1961. El libro apareció en 1964 con el título que había previsto: El hombre y sus símbolos. Si debemos considerarlo al mismo tiempo una simplificación y la quintaesencia de sus ideas –al fin y al cabo el lenguaje corriente es el auténtico metalenguaje–, no surge del artículo que redactó el propio Jung un concepto lineal acerca de los símbolos. No sólo no se trata de “una cosa por otra” (¿qué más podría ser?, diría Bioy), sino que ni siquiera a los fines interpretativos de las angustias humanas pueden los símbolos ser analizados en otro contexto que no sea aquel en el que aparecen. Jung tuvo un sueño en el que descendía, desde lo alto de su propio cuarto, a una catacumba en la que había antiguas osamentas. Freud –dice Jung– vio en este sueño el deseo inconsciente de la muerte prematura del propio Freud. “Yo estaba en esa tumba”, más o menos dijo. Jung comprendió entonces, “como en un relámpago”, que ese sueño no era de Freud, sino suyo, y que debía afirmarse en su método de explorar el sueño en sí mismo y extraer, en lo posible, su sistema de relaciones, sin imponerle desde afuera ideas abstractas ni mucho menos la personalidad del analista. Jung entonces le mintió a Freud. No quería perder su amistad.

 

En el comienzo de El hombre y sus símbolos escribió: “La psique no puede conocer su propia sustancia psíquica”, sin contar que “no podemos conocer la naturaleza última de la propia materia”.

 

 

De algún modo dejó sentado que la especie humana conoce, sí, pero conoce los símbolos. No una cosa por otra, sino una sustancia que sólo aparece en una cadena de sucesos a los que llamamos símbolos, que son sin duda sucesos de la mente, y que tal vez sean simplemente sucesos inmanentes. Dicho del modo tautológico que mejor parece ajustarse a su realidad: el símbolo es lo que es.

 

Los aciertos de El libro de los símbolos consisten en una estructura que permite ver justamente aquella cadena sutil que los une. Y la propia cadena es un símbolo comprendido en este tratado: la unión de la pareja humana mediante una cadena en un solo tótem que era entregado a los iniciados en la religión secreta Oshobugo, de la cultura yoruba en Africa Occidental, es mencionada como símbolo que, afortunadamente, no se cierra en la alusión a la unión de los contrarios, a los lazos de amor y a los pactos inquebrantables, como bien surge del comentario, sino que es de una sustancia que une el cielo con la tierra. El alma encadenada al cuerpo, que aspira y que contiene al cielo. Alma que, por otra parte, es un pájaro omnisciente, pájaro que a su vez también une la tierra y el cielo: la paloma; y pájaro que sigue siendo numinoso en la forma del cuervo, el primero en volar del Arca (“y envió un cuervo, el cual salió, y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron sobre la tierra”); los serviciales y sagaces cuervos de Odín.

 

 

¿Pero hablamos de representaciones? Si uno camina por el lado de la sombra de este volumen, encuentra en la noche y en el túnel reminiscencias de tránsito. Ambas cosas se conectan extrañamente, en la idea de intervalo, con el eclipse de Sol. Las tres tienen relaciones parecidas con la alquimia –parecidas, no iguales–; conducen a pasos, intercambios alquímicos. Del mismo modo se encuentran ecos de unos símbolos en otros, de suerte tal que el sistema se cierra y abre de manera constante. El Sol es “ojo soberano del dios mayor del antiguo Egipto” y la cobra del desierto no es otra cosa que el Sol. Pero la cobra, llena de oro y de luz, es peligrosa, tanto o más que la noche, a la que el místico San Juan vio “amable, más que el alborada”. La cobra tiene veneno, el que remite a los tóxicos de la Alquimia, para la que Mercurio es dual, en tanto posee el poder de circulación y el de coagulación.

 

Ahora bien: el libro, sutil en muchos aspectos, carga a menudo el peso del concepto racionalista de que unas cosas simbolizan otras. Así pues, a veces el símbolo vive, otras veces es interpósita persona: el huevo de Pascua simboliza, por ejemplo, “la renovada promesa de Resurrección”.

Vamos al gato. Miniatura de tigre (por lo tanto guerrero entre la luz y la sombra), es sin duda, capaz de encontrar en su silencioso patrullaje por los rincones, por la parte trasera de los muebles, por los techos y canaletas, los aspectos salvajes de la casa (la cueva del ratón, el telar de la araña), pero se acurruca junto a la estufa a la hora del reposo. ¿Espíritu o encarnación de un complejo intelectual? Los egipcios no dudaban: ese discreto personaje que surgió del desierto para salvar sus graneros del asedio de las ratas, es un espíritu. Los monjes budistas, y los católicos, solían apreciar su compañía silenciosa y sus servicios de cazador en la vida conventual, no sin maliciarle, los católicos, un secreto diálogo con la tiniebla. Pero aquí se lo presenta asimismo como el personaje que ronda el hogar como un “mundo ingenioso” en el que “las selvas primordiales brotan invisibles en la salas de estar, los arroyos desbordan de un cuenco de agua y de los alféizares se alzan rocosos afloramientos”. Tal “mundo ingenioso” no es el mundo del gato, no es el gato. No podríamos apreciar en la mirada del gato el ingenio sino la vivencia directa. ¿El gato como símbolo de nuestra fantasía?

 

 

Debemos decidir: los símbolos son representaciones de cuestiones abstractas, de vastas ideas, o bien, inquietantemente, son el universo en sí mismo. Un gato puede ser lo que representa o un gato: lo que implica. ¿El símbolo genera la idea o la idea genera el símbolo? Podemos pensar que todo es de este mundo, pero también del otro, o que hay apenas señales de nuestro pensamiento en todo. Y en qué momento de la escala platónica del conocimiento nos situamos: ¿en el de los hombres que contemplan sus sombras en la pared de la caverna, o en el del ascenso a la percepción de la verdad? Que no puede menos que ser mística, o, al menos, mítica.