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Disparatada comedia italiana

Periodista:
Alejandro Patat
Publicada en:
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Por Alejandro Patar - ADN Cultura (Diario La Nación)

 

Saverio Moneta, un pobre desgraciado casado con una chica neurótica, hija del propietario de una pequeña industria de muebles donde él mismo trabaja, ha fundado en Oriolo, cerca de Roma, las Bestias de Abadón, insignificante organización satánica compuesta por otros tres miserables personajes de los suburbios metropolitanos. En una noche en que toma conciencia de su vida deplorable, Saverio decide cometer un crimen que lo convierta en el paladín del mal: matar a Larita, una cantante, que de líder heavy metal se ha metamorfoseado en una repugnante voz melódica de los jóvenes católicos y del papa. La escena del crimen es Villa Ada, el antiquísimo parque de Roma, en un tiempo frecuentado por la clase media romana, y recientemente vendido a Sasà Chiatti, un inescrupuloso especulador de la construcción inmobiliaria. En ese escenario una vez sacro y transformado ahora en un parque de animales salvajes, Sasà se ha propuesto organizar en Roma la fiesta más suntuosa de todos los tiempos, y para ello ha invitado a políticos, actores, vedettes, futbolistas, cirujanos estéticos e intelectuales, entre ellos el famoso escritor Fabrizio Ciba, un individuo hipócrita, narcisista y mediocre. Para la ocasión, además, el empresario ha reclutado una verdadera compañía de cocineros, mozos y ayudantes, que deberán servir la cena del siglo, cuyo broche de oro será el concierto de Larita.

 

 

Todo en Que empiece la fiesta , novela de Niccolò Ammaniti (Roma, 1966), es un disparate. Por momentos se ríe, por otros se ríe a carcajadas, aun cuando muchas frases aludan a la cotidianidad italiana. Pero se equivoca quien pretenda ver en esta novela una alegoría de la Italia contemporánea, con su despechada exhibición de todo tipo de vicios, infamias y acciones nefandas. Tampoco es un libro sobre la decadencia política del país, anclado desde hace años en una lamentable farsa populista. Para explicar esta comedia grotesca, en la que nada se salva, a excepción de algunos sentimientos simples y puros de las Bestias de Abadón, de todos modos patéticos y ridículos en ese contexto, habría que recurrir a la interesante tesis de Daniele Giglioli, que, en Italia, trató de explicar las razones de la literatura desquiciada, cínica y deforme del siglo XXI.

 

Para Giglioli, la literatura italiana de los últimos años no aspira a la representación de la realidad, empresa por cierto imposible de proponer en estos tiempos. Por un simple motivo: porque, como ya décadas atrás nos ilustraron los filósofos, nada es más complejo que definir en el mundo de hoy qué es la realidad. Las novelas italianas contemporánas serían -siempre según Giglioli- tan sólo síntomas de una sociedad sin traumas (es decir, sin guerras, catástrofes, epidemias, revoluciones), que considera el trauma, paradójicamente, la única experiencia decible, el único acontecimiento que da sentido a la vida. Sin trauma no hay experiencia, sin experiencia no hay vida, sin vida no hay arte. La ausencia de un verdadero trauma colectivo en la Italia opulenta de las últimas décadas parece haber generado una obsesiva idea persecutoria -la inminencia de la catástrofe-, promovida cotidianamente por los medios. Porque todas las noticias que invaden las casas a todas horas narran desde ya la violencia del mundo, el naufragio universal, al que Italia y Europa, en general, contraponen una actitud defensiva, que se simboliza en el control cada vez más férreo de las fronteras, en la expulsión de los inmigrantes, en el temor por lo diverso, en la retrógada reivindicación de microidentidades. Ese contexto histórico-social da lugar a una escritura extrema, paranoica, en que campean el Estado ausente, la injusticia, el poder mafioso, la historia como "lucha entre bandas" y la impotencia coyuntural (y no constitutiva) del individuo. Un narrador omnisciente, con un estilo simple, comunicativo, en una lengua estandarizada y desprovista de toda vocación por lo sublime, despliega historias en las que un lector, no demasiado exigente, se reconoce especularmente como víctima de un mundo sin horizontes y sin destino, a la deriva. La literatura, sin compromiso y sin fe en revolución alguna vendría a ser el único refugio autocompasivo ante todo esto.

 

 

Pero no hay que creer que el tono de la novela de Ammaniti sea trágico o sentencioso. El autor se toma el pelo a sí mismo y se burla de los lectores y de los escritores de su generación, que hoy tiene entre cuarenta y cincuenta años. Y, además, arremete con ironía corrosiva contra los intelectuales de los años setenta, con los que su propia generación libra desde hace años una larga y cansina guerra entre el compromiso y el fin de toda ideología. La risa que nace de Que empiece la fiesta , culpógena e insana, no es liberadora y, menos aún, reparadora.

 

Hay otro elemento interesante en la obra de Ammaniti. Todos sus textos abordan historias de niños, como el inolvidable protagonista de No tengo miedo (2001), o adolescentes, como los personajes de Como Dios manda (2006). Además, el escritor ha publicado junto con su padre -un famoso psiconalista romano- un libro sobre la adolescencia, que abunda en citas médico-clínicas y literarias. Ahora bien, el recurso permanente a ese período de la vida humana tiene un sentido muy potente en su obra. Para Ammaniti, como para muchos escritores de su edad -hijos del boom económico, ajenos a lo que representó el año 68, con una vida política marcada por diecisiete años de berlusconismo-, el conflicto existencial del individuo se ha cristalizado en la conquista adolescente de la identidad, siempre latente e infructuosa. De allí que todos los personajes mayores que construye Ammaniti sean tan inmaduros como los adolescentes. Como si afirmara que hoy ya no es posible pensar en un personaje adulto, si por adulto se entiende a aquel que ha resuelto dentro de sí y frente a los otros sus contradicciones. El microcosmos chabacano de Que empiece la fiesta está compuesto por adultos-niños, que se sienten protagonistas de una experiencia única (ellos, en un mundo sin experiencias), y que no es más que una historia grosera de deseos hipertrofiados y sentimientos sin autenticidad.

 

 

Niccolò Ammaniti, que en 2007 ganó el prestigioso premio Strega, es uno de los escritores más leídos de los últimos años en Italia. En los años noventa formó parte del grupo bautizado como Juventud Caníbal, un conjunto de escritores italianos que experimentó en el campo de la novela y de los géneros codificados, desde el policial hasta la ciencia ficción. En Branchie! (1994), su primer libro, destelló por su vena cómica, que luego sacrificó en pos de una escritura menos iconoclasta. Entre sus obras traducidas, circulan también Te llevaré conmigo y las ya citadas No tengo miedo y Como Dios manda .