Adelanto "A vueltas con la cuestión judía"
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TELAM
INTRUDUCCION: (Fragmento)
«Nazis, eso es lo que sois, echáis a los Judíos de sus casas, sois peores que los árabes.»
Lanzada en diciembre de 2008 por jóvenes Judíos fundamentalistas instalados en Hebrón, Cisjordania, esta acusación se dirigía a otros Judíos, soldados del ejército israelí (Tsahal) que habían recibido orden de expulsar a sus compatriotas. Ni unos ni otros habían conocido el genocidio.
«Nazis peores que los árabes»: esta frase contiene los significantes fundamentales de la pasión que no deja de extenderse de un extremo a otro del planeta desde que el conflicto palestino-israelí se ha convertido en el referente principal de todos los debates intelectuales y políticos de la escena internacional.
En el núcleo de estos debates –y con un fondo de asesinatos, matanzas y ofensas–, los Judíos extremistas insultan a otros Judíos y los califican de «peores que los árabes». Ello indica hasta qué punto odian a los árabes, y no sólo a los palestinos, a todos los árabes, esto es, al conjunto del mundo árabe-islámico, incluso a aquellos que no son árabes, pero que hacen suyo el islam en todas sus modalidades: jordanos, sirios, paquistaníes, egipcios, magrebíes, iraníes, etc. Judíos racistas, pues, dado que en la frase en cuestión se dice que los que ellos llaman árabes –musulmanes e islamistas por igual– son como los nazis, sólo que algo mejores; pero también Judíos que llaman a otros Judíos peores que los árabes, es decir, los comparan con los mayores asesinos de la historia, con aquellos genocidas responsables de lo que en hebreo llaman la Shoá, la catástrofe –el exterminio de los Judíos de Europa– que tan determinante fue en la fundación del Estado de Israel.
Cuando franqueamos las murallas, las alambradas, las fronteras, no cabe duda de que encontramos la misma pasión, gene¬rada por extremistas que, aunque no representan toda la opinión, no por ello son menos influyentes. Del Líbano a Irán y de Argelia a Egipto, los Judíos suelen ser tratados de nazis o identificados con los exterminadores del pueblo palestino. Cuanto más se califica a los Judíos en su conjunto de genocidas poscoloniales, adeptos al imperialismo americano, o de islamófobos, más se recupera la literatura surgida de la tradición antisemita europea: «Los Judíos», dicen, «descienden de los monos y los cerdos.» Y más aún: «Los Judíos han corrompido Estados Unidos, los cerebros Judíos han mutilado los cerebros americanos. El Judío Jean-Paul Sartre ha difundido la homosexualidad. Las calamidades que causan estragos en el mundo, las tendencias bestiales, la concupiscencia y el comercio abominable con los animales proceden del Judío Freud, del mismo modo que la propagación del ateísmo se debe al Judío Marx.»
En este mundo no hay reparos en leer Mein Kampf, o Los protocolos de los sabios de Sión, o Los mitos fundacionales del Estado de Israel, ni en negar la existencia de las las cámaras de gas, ni en denunciar presuntas conspiraciones judías para dominar el mundo. Todo cabe aquí: jacobinos, defensores del capitalismo liberal, comunistas, masones, todos están presentes como agentes de los Judíos, según puede verse, por ejemplo, en el artículo XXII de la Constitución de Hamas, que representa un retroceso completo en relación con la de la OLP:1 «Desde hace ya mucho tiempo, los enemigos [los Judíos] vienen trazando planes y aprobándolos para llegar a donde están actualmente [...]. Gracias al dinero, controlan los medios mundiales, las agencias de información, la prensa, las editoriales, las emisoras de radio [...]. Ellos estuvieron detrás de la Revolución Francesa, de la revolución comunista y de la mayor parte de las revoluciones de las que hemos oído y oímos hablar aquí y allá. Gracias al dinero, han creado organizaciones secretas que se instalan en todo el mundo para destruir las sociedades y favorecer los intereses del sionismo, como la francmasonería, los clubs de rotarios, los Lions Clubs, la B’nai B’rith, etc. Gracias al dinero, han conseguido tener el control de los Estados colonialistas y son ellos quienes los han empujado a colonizar numerosas regiones para explotar sus riquezas y expandir allí su corrupción.»
Si nos volvemos ahora hacia el corazón de Europa, y nos fijamos concretamente en Francia, vemos que las injurias brotan publicadas con la misma violencia. Muchos ensayistas, literatos, filósofos, sociólogos y periodistas apoyan la causa israelí cubriendo de insultos a quienes defienden la causa palestina, mientras que éstos los injurian a su vez; unos y otros no dejan de tratarse mutuamente de nazis, negacionistas, antisemitas y racistas. Por un lado, los fustigadores del «negocio de la Shoá», del «Estado sionista genocida», del «nacional-laicismo», de los «renegados colaboracionistas», de los «judeólatras», de los «judeonistas» (judíos sionistas), por el otro los que denuncian a los «renegado-izquierdo-islamo-nazifascistas».
En pocas palabras, el conflicto entre israelíes y palestinos –vivido como una división estructural entre los Judíos y el mundo árabe-islámico, pero también como una fisura interna en la judeidad de los Judíos, o incluso como una ruptura entre el mundo occidental y el mundo antiguamente colonizado– está hoy en el centro de todos los debates entre intelectuales, sean o no conscientes de él.
Y se comprende por qué. Desde el exterminio de los Judíos por los nazis –acontecimiento trágico que dio lugar a una nueva organización del mundo de la que surgieron la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Estado de Israel en Palestina–, las ideas de genocidio y crimen contra la humanidad se han vuelto aplicables a todos los Estados del planeta. En consecuencia, y de manera creciente, el discurso del universalismo llamado «occidental» se ha puesto seriamente en entredicho. Dado que el mayor de los salvajismos conocidos –es decir, Auschwitz– surgió en las naciones más civilizadas de Europa, todos los pueblos humillados por el colonialismo o por las distintas formas de explotación capitalista, así como todas las minorías oprimidas (en razón de su sexo, del color de su piel, de su identidad), podían arrogarse el derecho a poner en duda los valores presuntamente «universales» de la libertad y la igualdad. En su nombre, en efecto, los Estados occidentales habían cometido las peores atrocidades y seguían gobernando el mundo, perpetrando crímenes y delitos condenados por la declaración de derechos que ellos mismos habían estatuido.
Asistimos así a una nueva polémica sobre los universales. Tanto si nos interesamos por el altermundialismo, por la historia del colonialismo y del poscolonialismo, por la de las minorías llamadas «étnicas» o «identitarias», como si analizamos la construcción o la deconstrucción de las determinaciones de género o de sexo (homosexualidad, heterosexualidad), tanto si insistimos en la necesidad de estudiar el hecho religioso o la desacralización del mundo como si tomamos partido por la historia recordada frente a la historia erudita, empezamos siempre por remitirnos a la cuestión del exterminio de los Judíos en la medida en que sin duda fue el momento fundador de una reflexión sobre los conflictos identitarios. De ahí la exacerbación del antisemitismo y del racismo que aparece paralelamente a una nueva reflexión sobre el ser judío.
Por las estructuras laicas de sus instituciones, Francia pareció durante mucho tiempo quedar al margen de esta clase de conflictos, hasta el punto de que antaño hizo soñar a los Judíos asquenazíes que vivían en Alemania, en Rusia o en la Europa oriental: en Francia se vive como Dios, venían a decir. Y si vivías allí ya no tenías que preocuparte por las plegarias, los ritos, las bendiciones, las preguntas sobre la interpretación de delicadas cuestiones dietéticas. Rodeado de escépticos, también tú podrías relajarte al caer la tarde, exactamente como miles de parisinos en su café favorito. Pocas cosas son más agradables, más civilizadas que una terraza tranquila en el crepúsculo.
Pero los tiempos cambiaron desde que el modelo laico francés se puso en entredicho, conforme el conflicto palestino-israelí se convertía en un problema importante en el seno de la sociedad civil y, con la aparición de reivindicaciones identitarias y religiosas, la República tropezaba con nuevas dificultades para asimilar a inmigrantes que llegaban de sus antiguas colonias. Incluso en los últimos tiempos parece ser víctima de la manía de evaluar los orígenes, lo cual incita, al margen de la política, a acoger a las personas en función de criterios llamados étnicos, sexuales o de «pertenencia comunitaria». Puede que esta manía de las mediciones no sea en el fondo sino volver a la exclusión, pues la patria de los derechos del hombre, la primera que emancipó a los Judíos, en 1791, estuvo también, alrededor de 1850, entre las primeras que generaron tesis antisemitas, y ya en 1940 traicionó su propio ideal con la instauración del régimen de Vichy.