Entre mujeres solas
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- Juan Pablo Bertazza
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Por Juan Pablo Bertazza para Radar Libros
Para que algo llegue, algo tiene que salir. Esa es la premisa que subyace en los libros de Siri Hustvedt, al menos en aquellos que tomaron un lugar de relevancia en su obra literaria. En Todo cuanto amé (2003), la novela que empezó a sacarla de las sombras, la ruptura de esas parejas que parecen inquebrantables legitimaba, en cierta forma, la transmisión del relato: Leo Hertzberg, profesor de arte muy enamorado de su esposa Erica, entablaba una profunda amistad con Bill Wechsler, un artista en ciernes. Como dos hermanos que se encuentran por atracción y semejanza de sus destinos, todo en su vida parecía ir por rieles paralelos: casados con dos hermosas mujeres que se embarazarían y darán a luz casi a la vez.
En Elegía para un americano (2009), tras la muerte de su padre, el psiquiatra Erik Davidsen encuentra junto a su hermana Inga una nota perturbadora que alude a un secreto, una tragedia, algo que jamás debe ser contado. No obstante, pocas veces se tomó en cuenta que esa serie de descubrimientos familiares repercuten en Erik a partir de un abandono, a partir de la ruptura de su pareja, un espacio vacío que se llena, a su vez, con el hueco del misterio, con el peso de un enigma a develar: “Al ser mi hermana viuda y yo un hombre divorciado, Inga y yo encontramos el terreno común que la soledad nos había deparado a ambos. Después de que Genie me abandonara, me di cuenta de que la mayoría de las cenas, fiestas y actos a los que habíamos asistido juntos habían sido compromisos adquiridos más por su parte que por la mía”. Este libro que, se dijo hasta el hartazgo, recuerda a Brooklin Follies, de su marido Paul Auster –a quien conoció en 1981, con quien se casó un año después, para tener juntos en 1987 a Sophie, cantante y actriz– consolidó la fama individual de Siri Hustvedt, a tal punto que Auster, en Leviatán, tomó como personaje a Iris, narradora de la primera novela de Hustvedt, Los ojos vendados (1992).
El verano sin hombres profundiza, en varios aspectos, el modelo de escritora ligeramente autobiográfica que, hasta acá, había insinuado Hustvedt. Otra vez el motor narrativo surge de un abandono, que sufre en este caso Mia Fredricksen, una poeta medianamente exitosa con seis libros publicados. “Poco tiempo después de que él dijera la palabra pausa me volví loca y tuvieron que ingresarme.” “Pausa” no es sólo la que se toma su correcto marido Boris Izcovich, y que desemboca en la internación psiquiátrica de la despechada poeta, sino también su amante francesa. A partir de entonces, Mia Fredricksen, con cincuenta y cinco años a cuestas, debe afrontar el resto de su existencia sin marido y recién salida de la clínica. Intenta hacerlo en su pueblo natal, y rodeada de mujeres: su madre, que vive en una curiosa residencia para ancianas, y sus amigas octogenarias que conforman el grupo de los cisnes, mujeres sin hombres que no se sabe si son viudas, abandonadas o asesinas. También aprovecha para abrir un taller de poesía para seis chicas cuyas lecturas aparecen interrumpidas por misteriosas notas que le escribe un sujeto que se da a conocer como “Don Nadie”. En las antípodas de Catherine Millet, que contaba sus orgías de hasta 150 personas, en esta novela no hay sexo ni hay hombres, o bien, sólo aparecen a manera de recuerdos, fantasmas o cartas más que escuetas. Escenario atractivo y original teniendo en cuenta la omnipresencia de sexo en la literatura contemporánea mundial, El verano sin hombres explora también en todas las direcciones el concepto de repetición: Mia lee, precisamente, La repetición, obra autobiográfica donde Kierkegaard retomaba el análisis de la compleja relación que mantuvo con su novia Regine Olsen. De hecho, el nombre Regina se repetirá en la propia novela de Hustvedt junto a otros elementos de los que dará cuenta la misma narradora, como la repetición en el tiempo, la recurrencia de menciones a Jane Austen y la repetición –identificación– entre la historia de Mia y el presente de Alice, la más sensible de sus alumnas.
Más allá del prestigio incipiente que le dio Todo cuanto amé y Elegía para un americano, tal vez sea éste el libro en que Siri Hustvedt logró llegar al núcleo de todo escritor: dar forma a una voz, encontrar un tópico de autor. Justo en este libro en el que por primera vez, y entre tanta ausencia de hombres, lo nombra casi de manera explícita a su marido: “El entusiasmo nos llega normalmente de forma súbita. Cuando un púgil se agita en un rincón del ring, el otro responde de la misma manera. No es porque ambos movimientos sean necesariamente correlativos, sino porque suena la ‘música del azar’, como lo ha expresado un eminente novelista norteamericano”.