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El cuarto propio en Buenos Aires

Periodista:
Raquel Marín Álvarez
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
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Por Flor Monfort - Suplemento Soy (Página 12)

 

Acaba de firmar la escritura del departamento que se compró en Buenos Aires. “Es justo a la vuelta de acá”, dice sobre sus nuevas calles de referencia, el pequeño mundo donde se mueve como pez en el agua desde hace quince días: Junín, Uriburu, Juncal, Ayacucho, pronuncia como mantra y en las pocas palabras que conoce en español. “Todavía está vacío el departamento, hay que pintarlo, ponerle un estilo”, dirá Leavitt, pero para eso hay tiempo, porque él y su pareja, Mark Mitchell, piensan vivir, a partir del 2012, cuatro meses al año en nuestra ciudad, un lugar “encantador”, con todos los adjetivos derivados de amabilidad y la referencia obligada a esa diversidad de paisajes y todo al alcance de la mano, con pocas cuadras de distancia, que tanto lo diferencian de Gainesville, Florida, la pequeña ciudad donde tienen residencia fija. “Esta es mi ciudad favorita en el mundo y ahora éste es nuestro barrio”, dice entusiasmado. La casa está desierta por el momento, aunque como una señal de lo hospitalaria que a sus ojos se muestra Buenos Aires, ha quedado un escritorio del dueño anterior. Una señal. El entusiasmo de Leavitt da ternura, pregunta por casas de decoración, mira las paredes vacías y se lo ve imaginar el cuarto propio de este lado del mundo.

 

 

La ley de matrimonio, la buena onda de la gente con ellos, que forman una pareja tradicional, lo hacen sentirse cómodo. Leavitt hace la clásica referencia a ese aire europeo que tanto orgullo desmedido nos ha dado, y ante la cara de desconfianza insiste, conoce el “estilo europeo”, tanto el que ha vivido como el que ha estudiado para ambientar sus novelas cuando empezaron a alejarse en tiempo y espacio del pequeño mundo americano que aparecía retratado con minuciosa ironía en sus primeros trabajos. Vivieron durante 10 años en Italia, entre Florencia y la Toscana, y cuando la crisis empezó a apretar decidieron volver a Estados Unidos, allá por 2002.

 

Este año Mark y David cumplieron 50 y el número redondo parece haberlos alertado. Necesitaban un cambio y eso los motivó a esta movida de venirse a Buenos Aires: “una aventura”, además de que tener una propiedad en Sudamérica es una buena inversión, dice. No les interesa la vida nocturna hace mucho tiempo, “somos viejos”, exagera desde la mesa del bar donde desayuna todas las mañanas desde que llegó y donde los mozos (entre profesionales y cholulos) ya lo conocen. Decir que Mark y él están viejos le saca una carcajada, la primera y la última de la entrevista. Después dirá que no tanto, pero que la distancia con aquellos años de universitario le parecen una eternidad. Sin embargo, no parece querer hablar mucho de su obra en términos de literatura gay, y si bien hay múltiples formas de encararla, su literatura se caracteriza por haber puesto en el panorama de la buena literatura cuestiones (intimidades, introspecciones, códigos propios) que hasta el momento no se habían tocado con tanto estilo, gracia e insistencia. Sobre sus trabajos académicos, sus prólogos descubriendo autores que ponían en palabras la realidad homosexual, sobre la ya clásica antología para la editorial Penguin (Penguin Book Short Stories) que desmantelaban esa idea de que las historias con personajes gays, o el homoerotismo en la literatura eran excepción a la regla siempre hétero de contar historias, casi no quiere hacer referencia. Levanta la mano como buscando un pasado lejano y responde que eso fue hace mucho, que ya no lo hace más. En cambio se entusiasma con las pocas palabras que sabe en castellano, un idioma que piensa aprender viviendo: manteca, facturas (“¡las amo! y no puedo creer que la palabra también signifique ‘cuenta’, algo tan rico y algo tan feo”), medialunas, Calle Cashao, dice exagerando a propósito el sonido porteño. Además de contar orgulloso que le encanta sentarse en La Biela o en “Los Olmos” (así, en castellano y en plural, que por no parecer fanfarrona no le aclaré que los olmos son uno solo) con sus visos old fashion que tan a gusto lo hacen sentir y que en Gainesville tampoco se consiguen. Mark es el editor de una revista que ambos fundaron: Subtropics es una revista de literatura donde se publica ficción, ensayos, poesía de escritores jóvenes y no tanto y donde espera que sus nuevos amigos argentinos tengan espacio en un número especial. De los que conoce menciona a Maxime Swan y Samanta Schweblin, pero se entusiasma con los clásicos que lo enamoraron de esta ciudad: Bioy, Borges, las Ocampo, Denevi, Puig (que pronuncia Puch por los años que vivió en Barcelona, donde aprendió catalán). Dice de este último que le llama la atención la lectura que se hace de él, que no sea un autor reconocido y canonizado como pieza clave de la literatura nacional. De sus influencias cuenta que una de sus autoras preferidas en el mundo es la inglesa Penelope Fitzgerald, hija del editor del Punch, Edmund Knox: una mujer que empezó a escribir recién cuando su marido se murió, a sus 60 años, y hasta su propia muerte fue tan prolífica como pudo, escribió 12 novelas (El inicio de la primavera, La flor azul y A la deriva fueron editadas en castellano por Mondadori). Pero ahora está obsesionado con Chejov y no puede creer haber vivido hasta acá sin haberlo leído. “Chejov es mi héroe por como vivía su vida, por su humildad, su entrega”, explica y nos remontamos a su momento de fama, los 23 años que transitaba en 1984, cuando siendo un estudiante de Yale editó su primer libro, Baile en familia (Anagrama), fue nominado al premio Faulkner y se convirtió en un best-seller.

 

 

HARTO DEL EXITO

 

Dice que estuvo bien, pero que pasó hace mucho tiempo. “Los escritores nunca se convierten en sex-symbols”, asegura cuando se le pregunta sobre lo que se sospecha le pasó con el éxito, y aclara que además a él no le gusta Nueva York, donde se tendría que haber quedado si hubiera querido agrandar el suceso y armar una personalidad literaria como Capote o su contemporáneo Foster Wallace. Se siente más cerca de sus alumnos que de una estrella al estilo de este último escritor, suicidado en 2008, por lo metódico y disciplinado a la hora de investigar, y asegura que para él los lugares son muy importantes en una novela, de allí que viaje y se quede un tiempo en cada ciudad donde sitúa las acciones. De Cambridge dirá que es como su infancia en California, donde su papá enseñaba psicología y su mamá escribía una novela que quemaría años más tarde, dejando un enorme signo de pregunta sobre la única de su familia que amaba las palabras tanto como él.

 

 

“Nunca confié en aquel éxito de Baile.... Si bien fue excitante y creo que me puse de moda un tiempo, sabía que tenía fecha de vencimiento. La prensa es muy caprichosa con los escritores” (y encontró en esta palabra que conoce del italiano la justa para hablar de lo que piensa de los medios). “Ese capricho te coloca un día arriba y otro abajo, de manera que yo entendí eso muy pronto, por suerte.” Sin embargo no es difícil imaginar que hablar abiertamente sobre su homosexualidad y tematizarla en sus historias fue algo curioso para los ochenta que recién empezaban y sirvió a mucha gente de espejo y de esperanza “y es un orgullo que así haya sido”, dice Leavitt, pero no se considera dentro de una tradición o de un canon y no quiere ser catalogado como escritor gay. “Hoy en día es incluso anacrónico, no tiene sentido la pregunta. No es algo que se planteen mis alumnos; si sos gay o no, poco tiene que ver con tu obra. Cuando vivía en Italia prefería verme reflejado como ‘escritor gay’ porque al menos la palabra escritor va adelante, en inglés ‘gay writter’ me ponía de mal humor”, cuenta y trae una anécdota con su mejor amigo, también escritor, Padgett Powell, heterosexual él, “estilo macho”, define Leavitt, con quien se dedicaban a mentir intercambiando la preferencia sexual de cada uno. “Decíamos que él era gay y yo heterosexual y la gente se quedaba helada. Siempre jorobamos con esto y yo le digo que es un gay secular, porque acepta todo de la homosexualidad menos el sexo”, dice.

 

QUIEN ES QUIEN

 

 

Cuando se le insiste sobre la homosexualidad de Hardy, su protagonista en El contable hindú, dice que es indudable, pero que las cosas cambiaron tan rápido que ni siquiera hay que ponerle literatura a ese rasgo de su personaje, espacio que sí le tuvo que dedicar a la matemática o al carácter outsider que tanto su protagonista como el contador hindú de la historia, Ramanujan, comparten. Y es el contraste entre Occidente y Oriente lo que atrapa, pero a la vez esa condición de caminar por los márgenes lo que hermana a estos dos hombres más que la tensión sexual que puede perfumar la novela por momentos. Admite cierta tensión homoerótica muchas veces presente entre sus protagonistas masculinos “pero no necesariamente”.

 

“No es que no quiera o me resista a nada, me parece que uno despliega en la literatura lo que es y yo asumí mi homosexualidad desde el principio pero no puedo hacerme cargo de los deseos de la gente respecto a eso. Hace mucho que renuncié a que mis historias agraden al resto y hace mucho que fue para mí aquello de escribir sobre salir del clóset, de manera que si bien siento orgullo, como te dije antes, siento desilusionar a alguien que espera más acción homosexual entre mis personajes, más drama”.

 

 

Sonríe y vuelve a encauzar la charla en lo que le gusta. “Amo enseñar”, dice e imagina los cuentos sobre Buenos Aires a sus alumnos. A algunos ya les cuenta vía mail la maravilla que esconde esta ciudad de bares y mozos buenos. Descubrir talentos, ayudarlos a que encuentren una voz y hagan obra es parte del desafío de la enseñanza y él recoge el legado de su padre, quien murió en 2007 al poco tiempo de la publicación de El contable hindú, y de quien absorbió tanto del ambiente universitario que definió su vida y que atraviesa su obra. Reconoce que a diferencia que en su juventud, la carrera de escritor se juega en la universidad, y que hoy un best seller es un perfecto académico, no un bohemio ni un alcohólico.

 

Ahora está escribiendo una novela por la que hace un gesto de jaqueca, pero no quiere contar demasiado. Admite que tampoco sabe mucho pero que la historia está situada en Lisboa, en los años ’40, y que el mapa esta vez señala Buenos Aires como una posta donde su protagonista, un judío que huye de la guerra, llega para quedarse, como Mark y él, si las cosas se afianzan en este lado del mundo. Acá en Buenos Aires apenas tocó el proyecto, que define como experimental, pero reconoce que la está pasando mal y que tal vez no la termine. Sería la primera vez que le pasa pero lo lleva bien: “No quiero escribir nada que no creo que sea muy bueno, tengo un estándar muy alto para mí mismo. Sin embargo estoy relajado”.

 

 

Señas particulares

No es el primer escritor gay que escribe historias de amor entre hombres ni que presenta la violenta o también solapada confrontación con el mundo de los personajes heterosexuales que rodean a los protagonistas, se diría que todo lo contrario: David Leavitt, que nació en 1961 en Pittsburgh (Estados Unidos), es sí un escritor post Stonewall (léase que cuenta con un activismo como parte del territorio que le tocó pisar, con la palabra gay para nombrarse y con un público de lectores ávidos por encontrar historias que los representaran), pero inscripto en una tradición que en el siglo XX tiene nombres como James Baldwin, Gore Vidal, Christopher Isherwood, William S. Burroughs. El hecho nada menor de que en los ochenta, y cuando rondaba los 20 años, irrumpiera con su original y talentoso libro de cuentos, Baile en familia, puso la mirada de la crítica, del medio y de esos lectores que durante años lo siguieron como a un talismán. Y Leavitt siguió con más hallazgos, agregando contextos, ironías y componentes etarios, étnicos y sensuales a sus historias donde los personajes gays, como se ha visto con claridad recién llegado el siglo XXI, conviven con los que no lo son o no saben que lo son. Su primera novela, El lenguaje perdido de las grúas (1986), comienza con la decadencia de un matrimonio tipo y culmina con dos salidas del closet, la del hijo adolescente y la del padre. En Amores iguales (1989), agrega a la historia entre hombres el componente intergeneracional, un abogado se enfrenta con la enfermedad de su madre, quien muere de cáncer, aparece una hermana lesbiana y un padre que, como Leavitt, es profesor en California. Aunque Leavitt ha negado hasta el hartazgo la relación autobiográfica, los fanáticos siguen encontrando su retrato. La educación judía y los conflictos de la autoaceptación, cruzado esto con la vida cotidiana de la clase media, catapultaron a Leavitt a la categoría de superstar de las letras gays americanas, con un reconocimiento mayor en Europa, como corresponde.

 

 

En la novela que viene a presentar a Buenos Aires, El contable hindú, Leavitt retrocede a la época victoriana y a la Inglaterra más recalcitrante, los colleges de Cambridge, para contar la historia real del indio Srinivasa Ramanujan, el joven brillante que sin haber estudiado formalmente y en lo más profundo de la India descubre las fórmulas más buscadas por los matemáticos de principios de siglo. O mejor dicho, reconstruye la relación entre este joven y el matemático británico G. H. Hardy.

 

Aprovecha esta novela, que podría llamarse histórica, para reproducir las percepciones no sólo sobre la homosexualidad, sino sobre lo normal, las relaciones entre ciencia y verdad y la construcción de cofradías que marcaron los años en que Oscar Wilde era llevado a juicio y tantos hombres vivían su homosexualidad como un excéntrico daño, o como un pasatiempo a ser olvidado en el calor del hogar o del trabajo.