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La ácida comedia del abandono

Periodista:
Armando Capalbo
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Por Armando Capalbo  | Para LA NACION

 

Después de Todo cuanto amé y Elegía para un americano , sus anteriores novelas, la estadounidense de ascendencia noruega Siri Hustvedt (Northfield, 1955) presenta El verano sin hombres , una obra de carácter introspectivo, narrada en una primera persona que remeda el antiguo recurso del fluir de la conciencia en pos de la construcción de un relato sobre la recuperación mental y emocional de una mujer sensible que acaba de ser abandonada por su esposo luego de treinta años de matrimonio.

 

 

Mia Fredricksen, una poeta y ama de casa de 55 años acostumbrada al fragor de la actual Nueva York, debe soportar que su esposo, el científico Boris Izcovich, le imponga "una pausa" en su matrimonio de tres décadas para poder vivir un romance con una compañera de trabajo -francesa y sensual, mucho más joven que él y que ella- y para decidir si tiene sentido la continuidad del viejo vínculo. Como buena amante del lenguaje, Mia comienza a darle vueltas al significado de la palabra "pausa" y, a partir de sus elucubraciones, comienza a desarrollar una enfermedad que los médicos diagnostican como "trastorno psicótico transitorio", cuyo tratamiento implica una rigurosa medicación y un período de internación que pronto se hace ambulatorio. Dada de alta, regresa a su ciudad natal, Bonden, en Minnesota, para pasar el verano y alejarse de la residencia que durante tantos años compartió con Boris en Brooklyn. Además de malos y buenos recuerdos, Bonden aloja a su anciana madre, que vive en un condominio asistencial de cuidados geriátricos y que integra un clan de mujeres denominado Los Cisnes de Rolling Meadows, cuya edad mínima es 80 años. La integrante de más edad es una imbatible anciana de 102. Mia acepta coordinar un taller de escritura poética en el Círculo de Bellas Artes, una de las muy pocas instituciones culturales de la ciudad, que durará el breve lapso del verano y que pronto convoca a un puñado de chicas adolescentes, entusiasmadas con la versificación y el romanticismo en sus versiones más cursis, pero también atravesadas por el rap y el vértigo de la comunicación virtual. Desde su mezcla de percepción directa y reflexión, Mia absorbe y analiza los contrastes entre ambos grupos de mujeres de tan distinta edad mientras intenta sobrevivir al desafío de la soledad y de comprender el fracaso de su matrimonio. Pero todavía deberá enfrentarse a algo peor: su inevitable y descarnada lucidez, con la que revisará el que se perfila como el verdadero motivo de su crisis, su complejo mundo interior, tantos años pospuesto y casi completamente relegado, pese a ser una poeta de renombre.

 

Con inteligencia, Hustvedt va urdiendo un relato que juega engañosamente con la autobiografía (quizá para burlarse de quienes, en el feroz establishment de las letras estadounidenses, por mucho tiempo la redujeron a ser la mujer del conocido novelista Paul Auster) y, con el recurso modernista del fluir de la conciencia, logra internarse en el espacio fronterizo entre lo introspectivo y la indagación contemporánea del espíritu femenino. Para reencontrarse consigo misma, el personaje de Mia necesita no sólo elevarse por sobre la angustia de haber sido abandonada, sino también enfrentarse con otras mujeres, desplegar una agria secuencia de comparaciones que la llevan de la melancolía a un moderado optimismo. De hecho, poco a poco, el tono del texto va mutando desde la suave reproducción de un caos mental -muy lógico, pues en un principio se trata de una paciente psiquiátrica- hasta el de una comedia amarga pero graciosa en que la mirada crítica sobre el mundo gana definitivamente terreno.

 

 

El verano sin hombres también juega con la temática feminista para pasar a auscultar con ironía la condición femenina y el patetismo que se cierne en las relaciones entre hombres y mujeres. Así, además de breves momentos, sobre todo evocativos, de fina prosa lírica, la referencia poética es permanente y rica, y refulge con gracia la crítica a la asepsia del lenguaje científico de Boris y los médicos que atienden a Mia. La presencia intertextual del film La pícara puritana , de Leo McCarey, con Irene Dunne y Cary Grant, se suma a la explícita fascinación por el cine de la época dorada de Hollywood, en particular por películas de George Cukor y Ernst Lubitsch, lo que sugiere, entre líneas, que la anómala pero sagaz voz narrativa de Mia no debería leerse sólo como un dilecto legado de lo mejor de la prosa modernista, sino también como una divertida vuelta de tuerca en el modo de contar aquellas viejas comedias ácidas del séptimo arte.

 

Cuando, en la segunda mitad del texto, la reflexión amarga pasa a un segundo plano la novela, alcanza, paradójicamente, su momento más intenso: la primera persona evocativa deja de regodearse en su propio conflicto y, pasando de lo serio a lo jocoso, termina por comprender que los furtivos vínculos humanos siempre son y serán un asunto complejo, en buena medida inasibles, independientes de las diferencias o las injusticias que se establecen entre los dos sexos.