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Retrato de vidas singulares

Periodista:
Matías Serra Bradford
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Por Matías Serra Bradford para ADN Cultura (La Nación)

 

Cuando el poeta W. H. Auden comentó el primer libro de Oliver Sacks, Migraña , encontró una clave en una cita de Novalis: "Cada enfermedad es un problema musical, y cada cura, una solución musical". Al poco tiempo, en una carta, Sacks le dijo a Auden -también hijo de un doctor- que sí, que "su percepción médica es una percepción musical. Diagnostico por medio de una sensación de discordancia, o por medio de alguna peculiaridad en la armonía". Donde mejor se ve el sentido musical de Oliver Sacks (Londres, 1933) es en su don para saber dónde empezar y dónde terminar un relato. Los libros de este neurólogo no están hechos sino de historias clínicas, parciales, recortadas, más optimistas que pesimistas, en las que los dos primeros términos -historia y clínica- tienen igual peso específico: "Para devolver al ser humano al centro de la escena debemos convertir cada caso en una narración". En una oportunidad, Peter Brook -que adaptó para el teatro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero - comparó a Sacks con Dickens y Chéjov.

 

 

Sacks oyó las primeras historias de boca de los pacientes de su padre, a quien acompañaba en las rondas diurnas, y su caso es tan sorprendente como el de sus pacientes: se hizo escritor trabajando para otros y gracias a esos otros, que condescendieron a que publicara sus historias personales. Sacks sostenía que, al escribir sobre otros, Auden estaba describiendo algo profundo y elemental de sí mismo, y cuando Sacks escribe sobre sí mismo -en el capítulo más extenso y cautivante de Los ojos de la mente - parece que estuviera escribiendo sobre otro. Su actitud sobria, medida y estable le cede el lugar a un paciente -Sacks tiene un melanoma ocular- que pierde la paciencia y vive con un terror del que uno hubiera pensado que su profesión de médico y escritor lo habrían librado. Esa disparidad se da también a un nivel menos explícito: Sacks es un profesional que está al día en cuanto a los avances tecnológicos más recientes, y a la vez es un niño de barba con tics de la era victoriana, un amateur de la fotografía y la naturaleza, de la química y los descubrimientos, que lleva un diario íntimo desde los catorce años. Con los demás, Sacks fue invariablemente considerado, paternal. Consigo mismo se muestra frágil, desvalido. No es extraño que alguien tan solitario se haya dedicado a estudiar los sentidos. Ya había habido muestras de vulnerabilidad en Sacks, en Con una sola pierna y en su admisión de falta de memoria para recordar caras, lo cual ha provocado un raro fenómeno, que es que Sacks termina borrando los rostros de aquellas personas que trató y acaso salvó.

 

Los relatos de Los ojos de la mente son biografías comprimidas, en fichas: la vida como un caso. Todo biógrafo cree que su sujeto es una anomalía, por eso intenta circunscribir su singularidad. Un libro previo, El tío Tungsteno, rinde cuenta de la afición de Sacks por el coleccionismo -minerales, monedas, estampillas, boletos de colectivo (sólo aquellos cuyas letras y números equivalían a elementos químicos), tablas periódicas, fotos estereoscópicas-, pero esa formidable autobiografía calla lo que vendría después: anomalías cerebrales coleccionadas como elementos de una tabla patológica. Su fascinación por acopiar nombres de minerales - gallium , asterium , selenium - invita a preguntarse si no le ha sucedido otro tanto con los síndromes.

 

 

"Todo lo que escribo se encuentra en la intersección entre la primera y la tercera persona, la biografía y la autobiografía", confesó Sacks, y en El hombre que confundió concede que "casi siempre les pido a mis pacientes, si están en condiciones de hacerlo, que escriban o dibujen, en parte como un índice de sus diversas capacidades, pero también como una expresión de su "carácter" o "estilo". Generalmente, un biógrafo trata con muertos. Sacks es una clase de biógrafo muy particular, que retrata gente con defectos o disfunciones, a menudo invisibles para el resto de la sociedad. Sus pacientes son como personajes de Beckett: en inferioridad de condiciones pero invenciblemente tenaces.

 

Desde su temprana afición a la fotografía, a la presencia de pacientes con problemas oculares en Migraña , Un antropólogo en Marte , El hombre que confundió , La isla de los ciegos al color y Musicofilia , la vista fue en todo momento -valga el juego de palabras- el centro de la mirada de Sacks. En Los ojos de la mente nos presenta a una pianista que sufre de alexia: de un día para otro deja de poder leer partituras y palabras. Y sufre de agnosia visual: no reconoce que una foto es una foto, dice de un lápiz que es un violín. A otro paciente, una mañana el diario le parece escrito en otro idioma. (Lo contrario son los niños hiperléxicos, que pueden leer en edad preescolar un artículo de corrido, sin entenderlo.) Sacks da con individuos que no sólo perdieron la habilidad de percibir el color, sino también de imaginarlo. Una mujer en Alemania perdió la capacidad de ver el movimiento, de modo que las voces de la gente a su alrededor siguen siendo continuas pero no sus desplazamientos. Sacks cuenta de personas bilingües que después de un derrame cerebral pierden la capacidad de leer un idioma pero no el otro. También está el caso de A. H.: "Después de su apoplejía, no sólo perdió su capacidad para identificar caras, sino también su idea de familiaridad; todas las caras y lugares le parecían nuevos, y seguían pareciéndole nuevos aunque volviera a verlos una y otra vez". Hay en Los ojos de la mente ejemplos extraordinarios "de cómo un individuo privado de una forma de percepción puede renovarse completamente a sí mismo alrededor de un nuevo centro, una nueva identidad perceptiva". El cerebro, viene diciendo Sacks desde hace años, tiene potenciales que sólo se disparan bajo circunstancias inéditas, sobre todo desfavorables. Ya algunos alquimistas creían, o demostraban, que una incapacidad podía procurar poderes psíquicos especiales.

 

 

El capítulo central del libro revela que la tentación de la anomalía, de la singularidad, a la que Sacks cedió y con la que hizo una obra única, terminó tomándolo de rehén. Un día en el cine empezó a sentir "un temblor, una inestabilidad visual" en el ojo derecho. Las líneas y las superficies se ondulaban y curvaban. Más allá del temor, Sacks experimenta con su dificultad, la pone a prueba en su lugar favorito para pensar: la pileta de natación. Halla algo de consuelo en la música: "Para apartar mi mente del mundo visual, me dirigí al piano, cerré los ojos y estuve tocando un rato". (Uno de sus pacientes le dijo, lo detalla en Musicofilia , que escuchaba mejor música con los ojos cerrados.) Pero no es muy creativo lo que su melanoma le va dando a cambio: "Vivo en un mundo de palabras, y necesito leer; gran parte de mi vida es la lectura. Me he quedado consternado al descubrir que casi todos los libros de letra grande son manuales prácticos o novelas románticas. Es como si los que padecen defectos visuales también tuvieran que padecer defectos intelectuales". Para este lector de Edward Gibbon, H. G. Wells y Gilbert White, la adicción a la lectura es una disfunción benéfica, colmada de contraprestaciones. Hay como una confianza en este lector insomne de que la combinación de lecturas lo convertirá en una criatura inaudita. (La lectura considerada una rama de la biología marina). Sacks ha cultivado desde chico esta inclinación por lo estrambótico y distintivo: un día de tormenta eléctrica dijo en el colegio que un rayo lo había tocado, se había metido dentro de él y estaba ahora en su cabeza.

 

Para Sacks, su amigo Auden era un hombre con esa cualidad tan rara y preciada, "un hombre con quien uno podía estar callado". Así, en silencio, maravillado, permanece el lector con Sacks, que desde chico ejercitó una suerte de impulso darwiniano: querer descubrir el mayor de los misterios, el nacimiento de una nueva especie, así tenga ésta un solo ejemplar. Finalmente la desenmascaró frente al espejo, a pesar de una vista deteriorada, y por esta vez el nombre del paciente -Oliver Wolf Sacks- y su semblante -anteojos, barba y bigote- no le serán fáciles de arrojar al olvido.