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Delicada historia de pueblo chico

Periodista:
Débora Vázquez
Publicada en:
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Sincero al punto de reconocer las lagunas de su educación, escéptico ante el propio proceso creativo, reacio a leerse después de publicado y modesto a la hora de definirse como apenas un cuentista, William Trevor (Cork, 1928) comenzó a escribir en los tiempos muertos de su trabajo como redactor publicitario. Si bien este oficio no lo volvió un gran vendedor de sí mismo, su literatura se encargó de consagrarlo.

Verano y amor , la decimocuarta novela del irlandés Trevor, es la historia de un efímero romance entre dos jóvenes a mediados del siglo pasado. Como todas las narraciones maduras del autor, transcurre en una pequeña población irlandesa. Rathmoye tiene la estatura de un personaje de ficción y el cortejo fúnebre con el que se inaugura el libro resulta una buena excusa para presentarlo: su génesis y geografía fortuitas, su industria incipiente, los principales edificios públicos y comercios, así como las costumbres de los granjeros y sus esposas caben con eficacia en dos escuetos párrafos.

Lo que suceda a partir de entonces podrá ser juzgado por el lector como algo insignificante o no, de acuerdo al punto de vista que adopte, ya que si bien "según sus habitantes, en Rathmoye nunca ocurría nada", para el narrador "eso de que nunca ocurría nada era una exageración".

Sin alcanzar el dramatismo de El viaje de Felicia o La historia de Lucy Gault , sus novelas de mayor repercusión, el amorío entre Ellie Dillahan -huérfana criada en una institución religiosa y la mujer del viudo de la casa a la que entró a servir- y Florian Kilderry -hijo de un matrimonio de acuarelistas que vivía holgadamente aunque acumulando deudas- no tiene un final feliz sino una despedida sucinta y abrupta: "Hemos tenido nuestro verano, Ellie".

La felicidad, según Trevor, a diferencia del sacrificio o del sentimiento de culpa en los que tanto ha hurgado, es aburrida para la literatura. No sorprende que la crítica anglosajona haya advertido una impronta chejoviana en los personajes del escritor, pues todos ellos están condenados a vivir un presente azuzado por un pasado funesto, en donde nadie puede concretar sus anhelos.

Trevor escribe sus novelas como hilvanando cuentos, y Verano y amor no es la excepción. Al margen de la pareja de jóvenes enamorados, hay personajes secundarios que podrían protagonizar cómodamente futuros relatos. Tal es el caso de los hermanos Connulty, dos solterones miserables que rigen el imperio de sus ancestros; del adusto Dillaham, un granjero que atropelló por accidente a su mujer e hijo y que "pasara lo que pasase, nunca se salteaba una misa"; o del viejo Orpen Wren, un desquiciado que vagabundea por las calles esperando el regreso de los señores de la mansión en la que años atrás ofició como bibliotecario. La compasión del narrador hacia los personajes no excluye a los menos entrañables, y su habilidad para ir tallándolos deja al descubierto las grietas de su naturaleza: "La señora Connulty había dejado dicho que no deseaba que añadieran su nombre en la lápida de su marido, pues prefería contar con una tumba y una lápida para ella sola". Acaso porque aún subsista en William Trevor algo de la profesión de escultor que ejerció hasta los treinta y dos años y que abandonó, según él mismo confesó en más de una entrevista, al volverse abstracto.

Con una sintaxis llana, un vocabulario sin estridencias y adjetivos precisos, Trevor alterna una prosa evocadora con diálogos recatados, de silencios elocuentes, en los que nadie monologa porque nadie, en definitiva, tiene el impudor de creerse tan importante.

En la huella del Dublineses de James Joyce y a su vez en las antípodas del Ulises , Trevor, antes que anticuado, resulta un escritor creíble. Es acertada la comunión entre los personajes y el narrador a la hora de ocultar con eufemismos los tabúes de la época. Así, mientras Orpen Wren se refiere al adulterio como "el viejo problema", el narrador se las ingenia para no pronunciar la palabra sexo, o bien describir la interrupción de un embarazo del siguiente modo: "La farmacia cerró con llave antes de empezar: dieron la vuelta al letrero de la puerta y bajaron la persiana. Le pidieron al padre que esperara".

Como todo cuentista de estirpe, Trevor sabe crear suspenso. La información no atosiga desde el vamos sino que se suministra, sin mezquindad, en el momento adecuado. El final de Verano y amor es singular porque la catástrofe que podría haber desencadenado la maledicencia de un loco se vuelve irónicamente un pronóstico fallido, como esas ominosas tormentas que soplan y siguen de largo.

En pocas palabras, el poblado de Rathmoye se mantiene invicto. Ideal para ser revisitado, acaso bajo otro nombre de ficción, por William Trevor, siempre tanto más intrigado por aquello que no cambia que por lo contrario