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Exorcismo femenino

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Luego de casi treinta años de matrimonio, Boris abandona repentinamente a Mía Fredricksen, lo que provoca en ella un leve trastorno que la llevará a internarse un par de semanas en un hospital psiquiátrico de Brooklyn.

 

 

Tras su rápida recuperación, Mía decide pasar el verano en Bonden, su ciudad natal, lejos de la casa que compartía con su esposo: “Los muebles, (…) los cepillos de dientes alineados sobre el pequeño estante (…) yo sentía cada cosa como un hueso dolorido, una articulación, una costilla, una vértebra, que formaban parte del esqueleto de los recuerdos compartidos, y cada objeto conocido estaba cargado de significados acumulados por el tiempo, un lastre que mi cuerpo ya no podría soportar”.

 

Los días pasan entre las clases de poesía que dicta a un grupo de chicas preadolescentes y las visitas a su madre, internada en un geriátrico. Una rutina que se estira mientras espera la inminente llegada de su hija, la otra voz que compone el tapiz decididamente femenino armado por Siri Hustvedt (Estados Unidos, 1955). Un mundo donde, al menos en ese verano, la figura del hombre es desplazada y despedazada con cierta justicia.

 

 

La forma en que van construyéndose ciertas tensiones entre el hombre y la mujer, relatadas a veces con humor, y los dibujos que se cuelan arbitrariamente, recrean una idea liberadora del abandono, como si personaje y escritora estuviesen exorcizando viejos dolores.

 

Luego de esa temporada en el infierno, posiblemente vengan aguas más calmas. Y, como le dice la doctora a Mía en una de sus tantas llamadas telefónicas, “incluso desmoronarse puede tener un propósito, un significado”.

 

© Miguel Zeballos, Revista Veintitrés