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El amor fougaz

Periodista:
Juan Pablo Bertazza
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Dentro de la actual literatura francesa, hay dos autores opuestos e irreconciliables: de un lado, Michel Houellebecq; del otro, Pierre Michon. El primero aún acarrea el mote de enfant terrible que se ganó con su primera novela, Ampliación del campo de batalla, publicada en 1994; mientras que el otro entró de grande a la literatura, casi a los cuarenta años, con la publicación en 1984 de Vidas minúsculas, que se volvió inmediatamente una obra de culto. La hiperinformación que se tiene acerca de Houellebecq –sobre su madre, sobre sus mascotas, sobre sus enemigos– contrasta notablemente con el hermetismo de Michon, quien sólo se dejaba ver de manera literaria y caótica en aquel libro de crónicas sobre ocho personajes emblemáticos de su infancia, que el mismo llamó “autobiografías oblicuas” y, se sabe, no se puede salir mal en un autorretrato.



Sin embargo, más allá de tantas diferencias, hay algo que tienen en común: la pintura como fuente de inspiración. En el caso de Houellebecq esto se advierte sobre todo en El mapa y el territorio, su última novela que le valió el premio Goncourt, un retrato de Jed Martin, pintor exitoso casi de casualidad que va vivenciando todos los vicios, las taras y las luces de neón del mercado del arte. Pierre Michon, por su parte, empezaría a darle un lugar de privilegio a la pintura en Vida de Joseph Roulin, sobre el misterioso empleado de correos que, al promediar su vida, conoce a Van Gogh en un café de Arlés y termina apareciendo en seis retratos del pintor. Y la siguió con su anterior libro, Los once, ganadora del gran Premio de la Academia Francesa: la más imaginaria entre las vidas contadas por Michon, pero también una profunda meditación sobre el arte y el poder, a partir de una pintura laica y, al mismo tiempo, de carácter religioso, un retrato de los once miembros del Comité de Salvación Pública durante el Reinado del Terror encabezado por Robespierre, una pintura que Michon ubica hacia el final del recorrido del Louvre y que es capaz de enloquecer a quien ose mirarla. Con dos modalidades y épocas totalmente opuestas, Michon y Houellebecq estaban hablando de lo mismo.


En El origen del mundo, la última novela de Michon ya no hay pintores, lienzos ni paletas de colores pero sí una referencia tan latente como sutil a una de las pinturas más interesantes y anecdóticas de la historia del arte. Una referencia que, casualmente, empieza ya desde el título de la novela que coincide con el de la pintura: El origen del mundo de Gustave Courbet, obra de 1866 que mostraba, en primer plano, un pubis femenino, y más allá, parte del cuerpo de una mujer desnuda, reclinada, y cubierta a medias por sábanas blancas, y con las piernas abiertas. Entre otras cosas, la pintura marcó una novedad radical respecto de la tradición pictórica anterior, una mezcla inexplorada de sensualidad y erotismo. En ese sentido, y aunque en ningún momento del libro se hable explícitamente de esta pintura, el epígrafe del escritor soviético Andréi Platónov, uno de los primeros en emerger luego de la Revolución de 1917, termina de cerrar la pista: “La tierra dormía desnuda y brusca como una madre a quien se le hubiera caído a medias la manta”.


El itinerario del cuadro es tan sorprendente como aquello que muestra: Edmond de Goncourt lo vio por primera vez en 1889 en la tienda de un anticuario, luego volvió a aparecer en 1913 en la Galería Bernheim-Jeune de París, sin que se sepa cómo fue a parar a ese sitio, donde al poco tiempo lo compró Hatvany, un barón húngaro que lo llevó a Budapest, donde permaneció hasta la Segunda Guerra Mundial. Extrañamente terminó en manos del Ejército Rojo, que lo devolvió a su legítimo dueño. Hatvany se mudó a París en 1947 y, como corolario, Jacques Lacan lo compró en 1955. Tampoco queda clara la razón por la cual Lacan ocultó no sólo el cuadro en una de sus casas campestres sino su propia condición de propietario. La cuestión es que al morir en 1981, El origen del mundo pasó a ser propiedad del Estado francés, y desde 1995 se expone en el Musée d’Orsay de París. Cuando comenzó a exponerse, se montó una vigilancia especial para contrarrestar las reacciones del público y todavía hoy sigue generando cierto malestar.


Con tintes surrealistas y un lenguaje exquisito que, pese a su notable brevedad, dificulta la fluidez del libro, El origen del mundo cuenta la experiencia del primer trabajo de un joven de veinte años como maestro en un pueblo ubicado a orillas del magnético río Beune. Todo parece rutinario, esquemático y casi caricaturesco hasta que se cruza con Yvonne, una mujer de poco más de treinta años que lo obsesiona al punto de convertirse en un gran voyeur de su vida: su manera de caminar, su condición de madre soltera, su extraña relación con su hijo Bernard, un amor platónico repleto de perversiones.


Al igual que el cuadro que lo inspira, El origen del mundo es un libro no recomendado para todo público, pero que puede fascinar a los avezados lectores de Pierre Michon.


© Juan Pablo Bertazza, Página 12, Radar Libros