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Una soberbia aventura experimental en tres actos

Periodista:
Ezequiel Alemian
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Mirada interior. El componente melancólico constituye otro de los rasgos dominantes de la literatura de Echenoz. Su primera novela, El meridiano de Greenwich, la publicó Jean Echenoz (1947) en 1979, en Les éditions de Minuit, la editorial que dirigía Jérôme Lindon, y cuya identidad, de algún modo, estaba definida por los escritores de “la escuela de la mirada”: Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Robert Pinguet, incluso Samuel Beckett.



Pero si bien sus primeros libros muestran tenuemente ese apego a los objetos que caracteriza al nouveau roman, lo que incorpora Echenoz en ese momento es una apuesta decidida por el carácter aventurero de la narración. Es una literatura híbrida, por momentos sostenida en una trama casi folletinesca. Los personajes entrelazan y recombinan sus aventuras alrededor del mundo.
A El meridiano de Greenwich (Premio Fénéon) siguieron Cherokee (Premio Médicis), La aventura malaya, Lago (Premio Europa) y Nosotros tres. Tal vez sea en Las grandes rubias (1995) donde esa cuestión híbrida alcanza su mejor síntesis, permitiendo también que por entre los pliegues de la aventura emerja el componente fuertemente melancólico que constituye otro de los rasgos dominantes de la literatura de Echenoz.


A partir de Las grandes rubias, la línea argumental de sus libros parece ir simplificándose, más buscando una síntesis argumental que desplegando las líneas narrativas. Un año, Me voy (Premio Goncourt), Jérôme Lindon y Al piano pueden dar la pauta de esa transformación. Con Ravel, probablemente su libro más perfecto, más emotivo, Echenoz inició una serie de escrituras sobre personajes reales. Le siguieron Correr, sobre Emil Zátopek, y Relámpagos, sobre Nikolai Tesla. Tironeado de nuevo por “lo novelesco”, Echenoz tiene lista una novela que saldrá en octubre, titulada simplemente 14.


De paso por Buenos Aires, se prestó gentilmente a conversar con PERFIL.

—El año pasado, en una charla pública, contó que la noche anterior había visto una película de Jim Jarmusch que narraba una historia que le había parecido la que usted y su generación siempre habían querido escribir…

—¿Qué película de Jarmusch era?

—“Broken flowers” (Flores rotas).

—Ah, me había olvidado de haber hablado sobre eso.

—La pregunta sería: ¿cuál es esa historia que usted y su generación siempre quisieron escribir?

—En realidad, más que una historia se trata de una manera de contar una historia, un recorrido. En esa película lo que vi fue una forma de narración muy libre, que habla de una manera muy cercana sobre la vida que todos podemos tener. Me hacía pensar que era una improvisación, aunque por supuesto estaba precisamente guionada. Esto me hace pensar en otra película de Jarmusch…

—¿“Ghost dog”, la que menciona en su libro sobre Lindon?

—¡Exacto! De vuelta: esa manera extremadamente libre de contar una historia. Son películas que me producen un sentimiento espontáneo, una necesidad de trabajar mis relatos como si fuese esa manera de filmar. Por supuesto, los filmes que dan ganas de escribir no necesariamente son buenas películas, y esas ganas de escribir no se traducen necesariamente en buenos libros.

—Me había dado la impresión de que en esa charla usted hacía alusión a la búsqueda de una suerte de “anécdota contemporánea”.

—Mi relación con lo contemporáneo, tal vez, está en el hecho de que durante más de veinte años escribí historias que transcurrían en el presente de la escritura. Si escribía en 1983, la acción transcurría en 1983, por ejemplo. Y siempre utilicé elementos, dejé marcas que indicaran perfectamente esa coincidencia. Los tres últimos libros que publiqué, sin embargo, suceden en el pasado. En ellos quería experimentar, como si fuera una pequeña aventura, cuál era mi libertad para trabajar sobre períodos más antiguos.

—¿Por qué en su trabajo se produce el abandono de la trama casi folletinesca de los primeros libros por una suerte de enmarcado de determinado momento de la vida de una sola persona? ¿Qué es lo que intenta focalizar?

—Mis primeros libros estaban marcados por la impronta del policial negro, y por una serie de cuestiones técnicas vinculadas con las vanguardias de los años 70, que ya en esa época me aburrían, a pesar de la influencia que ejercieron sobre mí. Yo creo que a fines de los 70 hubo una pequeña muerte de la novela, una pequeña muerte que hizo que en algunos renaciera el empuje de retomar el impulso novelístico.

—¿Pueden leerse sus novelas como una indagación de una escena que es la de perderse, la de desaparecer?

—No es de una cuestión razonada. Es algo que sucede. Es una suerte de motor novelesco que regresa de libro en libro, e incluso si hubiera querido deshacerme de él seguramente habría vuelto a aparecer. Pero no creo que sea un problema específicamente contemporáneo. Es un asunto de la vida, antiguo. Hay una infinidad de formas de la desaparición: la muerte, el abandono, la fuga, la búsqueda. Para mí son motores de escritura, no tanto temas.

—¿Qué es lo que le interesó de una escritura más biográfica?

—No tuve un proyecto particular. Quería que Ravel apareciera pero como un personaje secundario en otro libro. Me fui interesando; conocí su vida, su música, su casa, y finalmente me resultó más interesante que el proyecto que tenía en mente. Me encontré en esa situación curiosa de tener que contar vidas de otras personas, si bien siempre amé el trabajo de documentación. Por supuesto que no escribí una biografía. Lo que hice fue transformar un personaje real en un personaje de novela. Nunca tuve ningún interés por escribir la vida real de estos personajes. Por otra parte, creo que “la vida real” no existe para nadie.

—Ravel, Zátopek, Tesla: ¿qué le interesaba de estos personajes?

—Muchas cosas. El misterio que los rodeaba, su ambivalencia, distinta en cada uno. Y después estaba la dimensión de la soledad. La soledad me interesa mucho. En esto los tres tienen algo en común, y es que han visto su vida robada por su obra.

—Hay una pregunta que todos sus libros promueven, pero estos tres últimos especialmente: ¿por qué en el relato sucede lo que sucede?

—Creo que es algo que pasa en la medida en que uno lee las vidas como ficciones, que es como yo hago con Ravel, Zátopek y Tesla. En la medida que se van quitando elementos de la vida real, el relato debe ser leído cada vez más como una ficción.

—Hay un relajamiento de la cuestión de la causalidad en estas vidas.

—Es lo arbitrario, lo imprevisto. Es lo que hace que la vida leída de ese modo, como una ficción, adquiera un suspenso. Vuelvo al film de Jarmusch. Es una película sobre lo arbitrario absoluto, pero a la vez esa arbitrariedad está enmarcada en una lógica de una gran libertad.

—Hablaba de la soledad. ¿Qué pasa con la voluntad de los personajes?

—Me interesa mucho. Así como los personajes construyen su vida impulsados por un deseo, ese deseo es también el que los aliena.

—¿Establecería alguna diferencia narrativa entre estos últimos libros?

—La diferencia está en que no se escribe sobre un atleta como se escribe sobre un compositor de música. Los ritmos no son los mismos. En cada caso, una vez que terminé con el trabajo de documentación, procedí un poco como si fuese un montaje cinematográfico. Cada parte que ensamblaba requería un montaje particular. Y ese montaje debía estar de acuerdo con la personalidad y la obra de cada personaje.

—¿Por qué en sus novelas a veces el narrador aparece casi como un personaje más, pero sin estar justificado argumentalmente?

—No me siento obligado a resolver la estricta correspondencia del yo del narrador con alguna figura del relato. Cuando ese yo aparece, no tiene ninguna importancia quién es. Para mí es una liberación. A veces me dirijo a alguien en segunda persona en medio de una novela. Y no se trata forzosamente del lector. Es una forma de darle ritmo a la prosa. Para mí el narrador no tiene una forma fija, un lugar de enunciación demarcado.

—En “Las grandes rubias” hay un personaje, Beliard, que es una especie de hada, en un relato que no tiene nada de “fantástico”. ¿Por qué?

— Pensé la aparición de este personaje para señalar que la mujer a la que se le aparece está completamente loca. Tiene un doble rol: es una especie de comentadora, de doble autora de la historia, y además señala el malestar de la chica.

—¿Ese señalamiento sorpresivo de la locura es lo que explica el final tan sorprendente de “Un año”?

—Es una manera de desestabilizar la narración; hacer que a partir de ahí uno pueda releer toda la novela desde atrás, recuperando otro sentido. En Francia hubo lectores que le escribieron al editor diciéndole que el final de Un año era un poco curioso, como mínimo. Fue muy interesante. En gran medida por eso después escribí Me voy, donde de alguna manera, con ironía, se explica lo que pasó en Un año.

—En algún artículo definieron a sus libros como metafísicos…

—Ja, ja, ja.

—Pero sin embargo existe cierta habilitación para leerlos, sobre todo los últimos, como una especie de parábola, o de metáfora. ¿No le parece?

—Puede ser. No es que lo haya pensado así. Si es así se debe probablemente a la fascinación que siento en esos tres personajes, por las dimensiones a la vez enormes y risibles del ser humano.
 

© Ezequiel Alemian, Diario Perfil