Supervivencia alrededor del rock
- Periodista:
- Soledad Quereilhac
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Leer las entrevistas que el escritor mexicano Juan Villoro (1956) concedió a lo largo de su carrera, sobre todo luego de ganar el premio Herralde de Novela con El testigo (2004), puede conducir a un leve equívoco: encantador, preocupado por los conflictos sociales, amigo de las definiciones algo cándidas sobre lo literario y férreo defensor del periodismo como una forma de la literatura, Villoro podría sugerir el cultivo de una literatura de mensaje, escrita al correr de la pluma, acaso demasiado hermanada con la crónica de lo real. Sin embargo, Arrecife , su última novela, contradice ese prejuicio; carente de disonancias biempensantes y con un ritmo narrativo impecable, digno de la mejor narrativa realista estadounidense, pero con "yeite" mexicano, el libro logra dar forma a dos grandes placeres de lo novelístico: contar una historia intrigante, con ribetes policiales, que impide abandonar la lectura, y trazar de manera compleja y, sobre todo, extensiva, página a página, el perfil de los personajes, ahondando en su pasado, sus relaciones afectivas y, por añadidura, en el mundo social que enmarca esas relaciones. Con ingenio y cinismo en los diálogos, y con la elección de un escenario extraño -un resort en el Caribe mexicano que ofrece entretenimientos algo sádicos-, la novela tiene todo como para satisfacer la contratapa efectista de cualquier thriller , pero su conjunción no es de fórmula, sino eficaz, con toques sórdidos, literariamente bien lograda.
El epígrafe que abre la novela instala la idea de un "post" tiempo, una era que llega después de que todo ha sucedido: "Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme y la segunda tratando de dormirme. Me pregunto si habrá una tercera parte". Quien habla es el narrador y protagonista de la historia, Antonio Góngora, alias "Tony", un ex bajista de heavy metal del grupo Los Extraditables, que tras años de vivir en el sopor de las drogas duras y de imitar sin éxito a Jaco Pastorius, es rescatado por su mejor amigo y ex cantante de la banda, Mario Müller, para emplearlo en su excéntrico hotel La Pirámide, en Kukulcán. Luego de una infancia triste junto a su madre, atractiva mujer adicta al Valium, y una adultez de músico con semiconciencia de sí, Tony vive su recuperación como una especie de reset en grado cero de emociones y de creatividad (musicaliza el acuario del hotel), hasta que un crimen cometido puertas adentro termina de despertarlo a su nueva realidad. Su amigo Mario no regentea un hotel común, sino uno que ofrece excursiones de riesgo al territorio de falsos narcos, secuestros simulados y todo tipo de experiencias que puedan encajar en las fantasías sádicas y etnocéntricas de los turistas estadounidenses y europeos respecto de la vida en México. Si bien luego los narcos reales hacen su aparición, este marketing del simulacro introduce el primer tinte de perversión, y a la vez, de decrepitud en el escenario caribeño, escenario, al que por otra parte, para potenciar el contraste, se lo llama repetidas veces "paraíso".
Un sujeto que recién asoma la cabeza de su intoxicación permanente se descubre recuperándose en un ambiente rodeado de "turistas con heridas menores", que pagan para recibir los golpes de falsos torturadores. La historia precolombina y las afueras del hotel irrumpen en la novela para reforzar la idea de decadencia: los sacrificios mayas y la caída de su civilización son invocados frecuentemente, como si los meseros, los plomeros y los electricistas, descendientes de aquéllos, insinuaran con su sola presencia que el ciclo de los tiempos comienza a morderse la cola. En las afueras, se reiteran las visiones de basura, podredumbre y violencia, anotadas con indiferencia: "el cadáver de un pájaro, rodeado de moscas verdes"; "unas gaviotas revoloteaban sobre el sitio donde los niños habían apaleado algo, tal vez un animal que seguía tibio". Incluso las disquisiciones delirantes de un inspector de policía sudoroso y mal hablado, que los domingos oficia de pastor evangélico, inyectan decadencia al ambiente: "Hace milenios las bacterias de las pozas azules crearon el oxígeno como un desperdicio. ¡Somos la basura de las bacterias! La evolución de la especie es eso".
Si bien el reviente del rock es ya algo anacrónico, aun ridículo por momentos, es interesante entonces imaginar en qué empresa podrían canalizarse los residuos de esa misma energía destructiva, si se contara con el dinero suficiente y con otros compañeros de ruta igualmente arrojados al tercer tiempo de sus vidas. Arrecife parece ser un notable ejercicio de imaginación sobre el post-tiempo de la intoxicación rockera, un hotel que experimenta con la muerte y que vende en paquetes turísticos la adrenalina de la violencia en el marco de un pueblo, Kukulcán, poblado de hoteles abandonados, narcos y pobres. No casualmente, Mario Müller exclama en cierto momento que su hotel es la mejor canción de "Los Extraditables". Pero al mismo tiempo, esta aventura ya no trasnochada, sino de amanecer con resaca, también se topa con el fracaso: pronto, los carteles de droga que avanzan a pasos agigantados en México se imponen como los verdaderos reyes del lugar y la supervivencia del hotel tambalea.
Autor multifacético en su manejo de diversos géneros, Villoro ha publicado, además de cinco novelas y seis libros de cuentos, entre los que se destacan El disparo de argón y La casa pierde , numerosas crónicas periodísticas, libros de ensayo e incluso literatura infantil. La sintonía con las formas de la novela es, en Arrecife , ciertamente afinada; una serie de recursos narrativos tradicionales se ensamblan para dar solvencia a un relato que apuesta a la diégesis y a los diálogos. Pero por debajo de esta eficacia, pervive un efecto escenográfico perturbador, que recuerda el efecto similar de algunas novelas de Michel Houellebecq (que en casi nada se le parecen): haber entrevisto un posible mundo futuro, el post del tiempo presente, teñido de simulacro y de poco glamorosa decadencia.
© Soledad Quereilhac, ADN Cultura, La Nación