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Adelantamos "Humo rojo", de Perla Suez

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Por Redacción VOS 08/07/2012 00:00

Los Arribos, abril de 1945

Anoche no pude dormir, la puerta de la cocina chirriaba y tuve que levantarme varias veces y atarla con un alambre para que se quede quieta. Tapé la ventana de la cocina con una cobija para no ver más afuera, me parecía que alguien estaba allí.

Hace calor, cayeron unas pocas gotas y tengo que romper la media barra de hielo y guardar los pedazos en la heladera y enfriar la leche para que el calor no la corte. Pongo un poco de leche en la taza, hay una mosca muerta que gira cuando la remuevo con la cuchara, gira y sigue girando cada vez más despacio hasta que se queda quieta enredada en la nata. Me preparo un plato de huevos fritos mientras le saco la mosca muerta a la leche y después me la tomo. Los huevos me dan asco porque la gallina ponedora está enferma. La vi echada en la paja, cómo ha envejecido, por Dios. Mojo un pedazo de pan en la leche caliente y después lo unto en uno de los huevos fritos y me lo como. Me quedaron atrancados estos huevos de la bataraza, me dan ganas de ir a buscarla y meterla viva en un tacho con agua hirviendo. El tic tac del reloj me atormenta. Lo peor no es eso, sólo pienso en él,me pongo la mano en el corazón y me digo, metételo aquí y dejálo latir.

No aguanto más, tengo que salir y anotar en la pared el número de teléfono de la policía, 341, no vaya a ser que cuando no esté, alguien se meta en mi casa.

Sale fuego de la tierra y voy a tener que tirar la lechuga, porque en este pueblo a la gente no le gusta comer crudo. Papas, zanahorias y cebollas con carne a la parrilla o en estofado y a veces un puchero, todo cocido.

Con la plata que hice, me sobra para dos días. Hoy es viernes y el fin de semana se hace largo, ni miras de llover. Mejor dejo el carro para caminar un poco y llegarme hasta el bar, a alguien voy a encontrar. Le dijeron en el bar que su hermano había salido de la cárcel y que estaba de vuelta en el pueblo.

Oskar Köhler hizo una mueca al escuchar eso, la cara colorada, el rictus desolado de su boca y los ojos fríos dejaron entrever que algo feroz venía de muy adentro y no iba a quedarse ahí. Hubo un silencio cortante que se expandía por el aire y Oskar dijo que era hora de irse.

Las ojeras alrededor de sus ojos parecían más profundas sobre su piel nevada llena de pecas; imágenes confusas de Ungar se mezclaban en su cabeza con el blanco de las paredes revocadas del bar.

Oskar Köhler se puso la gorra, pagó la cerveza que había tomado y se escurrió como pudo. Chocó contra una mesa y se le cayó encima de su único saco el vaso de vino de alguien. Después se fue sin mirar a los que lo miraban.

Se detuvo por un instante en el umbral, maldijo a su hermano y se quedó allí, con su rencor abierto. Los ojos tristes, vulnerable ante la mirada de los demás. Oskar Köhler empujó la puerta del bar, salió, se quitó la gorra y la hizo girar despacio entre los dedos, no podía dejar de mirar el fondo gris de la calle de tierra sin saber qué tenía que hacer un hombre como él, al que alguien en el bar, gratuitamente, diciéndole lo que le dijo, acababa de herirlo de muerte. Volvió a ponerse la gorra y caminó pegado a las paredes por la única calle asfaltada del pueblo. Era viernes y hacía un calor sofocante. No había nadie.El camión regador ya había pasado y las únicas dos tiendas del pueblo tenían las persianas bajas.

Los habitantes de Los Arribos vivían en casas pequeñas, espaciadas unas de otras, de paredes blancas y ventanas con cortinas floreadas.

A esa hora del día las mujeres se afanaban en la cocina haciendo trabajos pesados que no les daban respiro. Por lo general tenían muchos hijos, criaturas rubias y robustas, de mejillas rosadas y expresión plácida, a las que no les asustaba el trabajo del campo, porque eso era lo que conocían.

La tarde de verano caía sobre los techos de zinc del pueblo.

Oskar escuchó voces distantes de niños jugando al fútbol y los ruidos de los pelotazos. Llegó a la esquina y se cruzó con unos parroquianos que conversaban sobre el mal tiempo y la cosecha. Todavía le faltaba un trecho por recorrer para llegar hasta donde había dejado el carro.

Era casi de noche y las luces de la calle aún no estaban encendidas.Quería volver cuanto antes a su casa. Se dio cuenta de que alguien lo seguía y no quiso darse vuelta, apuró el paso; el perseguidor se acercaba, olía a madera quemada,un olor poderoso y dulzón. No podía dejar de pensar que ese hombre que venía detrás de él y lo estaba alcanzando era su hermano.

Las calles parecieron volverse más angostas para él que se vio acorralado, porque pensó en que el hijo de puta lo estaba alcanzando.

Empapado en sudor, miró con desconfianza hacia la derecha y después hacia la izquierda y cruzó la calle rápido respirando profundo para no ahogarse. Siguió caminando con dificultad porque le temblaban las piernas.

Habían pasado tan solo unas semanas desde aquella tarde en la queThomas le había arruinado la vida, y ahora escuchaba el ruido de sus pasos que parecían reavivados por la furia contenida.

Pensó,

Esa basura salió de la cárcel y seguramente pronto se va a pasear como un señor por Los Arribos, como si no hubiera pasado nada.

Sintió un gran desprecio hacia ese hombre que tenía la misma sangre que él, con el que había crecido y que ahora estaba cerca tratando de alcanzarlo.

Por un momento las palabras de su madre volvieron, Thomas es tu único hermano…

Buscó el modo de defenderse de los recuerdos pero no lo encontró.

Creyó ver a su hermano, no tenía más de nueve años, estaba vestido con su chaqueta marrón, la camisa a cuadros y un pantalón corto; la hamaca atada al árbol y él con las manos aferradas alrededor de la soga, hacia adelante y hacia atrás, lanzado al espacio, haciendo alarde de su seguridad, como para que Oskar no tuviera otra opción más que admirarlo.

No había llegado al carro cuando escuchó,

Oskar, soy yo.

Mierda, basta, dejame, le gritó.

Ya no le importaba lo que podía pasarle si el hermano lo alcanzaba.Todo lo que podía hacerle ya se lo había hecho, no tenía nada que perder.

En ese momento se dio vuelta para mirarlo, estaba a pocos metros de él, lo vio entero, con aquella suficiencia que le era propia y otra vez lo odió amargamente.

Había soñado tantos años con verlo destruido, había consagrado tantas horas a ese sueño y ahora Thomas estaba ahí y esa realidad se imponía con dureza.

Quiso sacárselo de encima. No era difícil apuñalarlo, era la cosa más fácil del mundo. Tenía el cuchillo en la cintura pero algo lo detuvo. Se acordó de una mañana en la que él y el hermano habían armado por primera vez juntos la carbonera; era mejor no pensar, volver a casa con urgencia, ordeñar la vaca y encerrar los caballos en el redil.

Ofuscado, Oskar Köhler avanzó tan rápido como pudo, tratando de eludirlo,mirando al frente como si no ocurriera nada.Nada, sólo el corazón que estaba a punto de reventarle y la garganta seca. Tosió, sintió que se ahogaba, le faltaba el aire.

La corta caminata fue una eternidad.

Tenía que subir al carro antes de que el hermano lo alcanzara, ya faltaba poco para llegar y allí pondría fin a este asunto.

¡Oskar!, escuchó.

De nuevo lo golpeó el recuerdo de Ungar. Sabía que donde fuera que estuviese, el resentimiento y el dolor lo llevarían hacia un callejón sin salida.

Se dio vuelta y lo miró fijo a los ojos, desafiante, y Thomas le devolvió la mirada dando un paso atrás.

Oskar, escuchame, yo no lo maté.

"Humo rojo", sinopsis
Wilhem Kohler y su esposa Ute Schuldig viven en Los Arribos, en el campo argentino, a comienzos del siglo XX. Vienen de Rusia y Alemania, de la pobreza, de la vida entendida como un trajinar austero, reacio a la felicidad. Su nueva patria no replica la original, pero ellos parecen incapaces de aprovechar la diferencia. En las décadas de 1920 y 1930 la injusticia y la arbitrariedad se ejercían sin rubor ni disculpa.

Sobre sus hijos, Oskar y Thomas, extenderán la maldición del rencor. Esa rivalidad entre hermanos, fundada por el padre, por la amargura y la furia que ese padre derrama, será el destino de ambos. El objeto en discordia puede ser la madre, una joven o un espacio propio en el mundo. Los años de la infancia se irán entre la inocencia rápidamente arrebatada y el descubrimiento del odio.

Humo Rojo
Editorial Edhasa
192 páginas
Precio: $ 75.