Julian Barnes, estilista
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- Fernando Krapp
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Existen dos Barnes bien diferenciados. El primero se permite, cada tanto, tomar riesgos y experimentar en materia literaria. Basta pegarle una leída a El loro de Flaubert, ese aparato crítico puesto en marcha por un aficionado pasional y cornudo lector del autor de Madame Bovary, y compararla con su novela “histórica” Arthur & George, o con su novela “política” que es Inglaterra, Inglaterra, para darse cuenta de que Barnes encara el trabajo como novelista con la misma profesionalidad de su admirado Flaubert, es decir, concibe cada novela como una verdadera aventura literaria distinta de la anterior. El segundo Barnes es –digámoslo mal y pronto– un poco más conservador: es el de los relatos de La Mesa Limón, Al otro lado del Canal o la novela episódica La historia del mundo, en diez capítulos y medio. Ese es el Barnes de Pulso. Ah, habría un tercer Barnes, el cocinero, pero no se sabe a ciencia cierta cómo es.
En algún momento de sus carreras, los escritores consagrados de los países del primer mundo recopilan en un mismo libro sus colaboraciones ficcionales para revistas consagradas. Barnes reunió en la primera parte de Pulso aquellos cuentos colgados que publicó en el New York Times, Granta y un par de revistas más de renombre en el mundillo. Y son una clara muestra del segundo Barnes; el estilista de la forma repetida. Barnes no toma los riesgos en sus cuentos que sí corre con sus novelas. Los cuentos de la primera parte están atravesados por la gran temática barnesiana: la disfuncionalidad amorosa en todas sus vertientes. Una pareja de viejas amigas que a su vez son escritoras consagradas no asumen nunca su sexualidad, un agente inmobiliario que se enamora de una mujer en una playa desierta, con quien, al igual que su novela Amor, etcétera, decide indagar y escarbar hasta el origen del pasado del objeto amoroso, una pareja que se rompe en los límites de un jardín, un excursionista obsesivo que no puede encontrar una mujer que lo comprenda y, entre cuento y cuento, Barnes intenta lograr el famoso “cuento dialogado”. Es decir: un cuento sostenido a base de diálogos que pretenden desorientar la benevolencia del lector. Dos parejas cruzan pareceres sobre todo: política internacional, costumbres inglesas, Bush, Reagan, Obama, y por debajo, se deslizan cada tanto la zoncera de sus propias miserias. Ese relato, o recurso, Barnes lo divide, y arma cuatro encuentros separados con el mismo tema, sin progresión.
En la segunda parte, en cambio, Barnes se permite un cambio de tema, y de forma. Los cuentos son más extensos, tienen más desarrollo que los de la primera parte, quizás acosados por los parámetros de extensión de las revistas. Así, un hombre desencantado del amor sucumbe ante las maravillas toxicológicas de la medicina dérmica moderna, un médico del siglo VII intenta curar a una ciega histérica, y, en el mejor cuento que lleva el título del libro, un hombre asiste a la degeneración física de su madre. El eco de Henry James reaparece, como había surgido tiempo atrás con La Mesa Limón, los cuentos parecen cerrar un poco más, pero Barnes no parece preocupado por el devenir del efecto final, sino por el regodeo flaubertiano en los detalles; su voz narrativa está más atenta a lo que piensa ella misma sobre los personajes que a lo que los personajes hacen o dejan de hacer. Esa distancia es, en quintaesencia, la necesaria para que Barnes dote a sus novelas, cuentos, pensamientos culinarios, etc., de su humor fino y característico. Pero, a diferencia de Hablando del asunto o de la mencionada El loro de Flaubert, donde el humor construye una espejo autorreferencial descarnado que permite identificarnos un poco con lo que les pasa a sus personajes, en muchos cuentos de Pulso el humor se vuelve cínico y complaciente; los personajes son observados y diseccionados con una voz que parece chismosear sobre sus falencias. Aunque, en definitiva, el chisme es, también en esencia, una de las formas más certeras de contar una historia. Y Barnes, obviamente, sabe hacerlo, en sus dos o tres facetas.
© Fernando Krapp, Página 12, Radar Libros