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La Iglesia y las mujeres

Periodista:
Michela Murgia
Publicada en:
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Era el 8 de marzo de 2009.
Lo recuerdo bien porque hacía un frío tan intenso que durante la noche tuvimos que coger las alfombras de lana y ponerlas sobre la cama, encima de las mantas.
La localidad de Austis está en las laderas de la Barbagia, suficientemente lejos de las playas para obligarlo a uno a enfrentarse con una faceta de la isla muy diferente de la de las postales estivales. Pero yo había ido para afrontar unos prejuicios bien distintos. La situación era muy poco habitual: Lucia Chessa, alcaldesa del pueblo, me había invitado a participar en un simposio titulado provocativamente “Mujer e Iglesia: ¿es posible una reparación?”, tema sobre el cual debían hablar también Marinella Perroni y Cristina Simonelli, dos doctoras en Teología especializadas respectivamente en la Biblia y en patrística. Yo, que con más modestia cursé los estudios de Ciencias Religiosas, suponía que había sido invitada a aquella mesa más que nada en calidad de gloria local.


La humildad habría desaconsejado ir, pero el tema era tan fascinante que no había podido resistirme, y fue una suerte porque, pese al espantoso frío, nos encontramos ante una sala llena de mujeres esperando con mucha compostura, algunas de las cuales, quizá por haber malinterpretado la naturaleza del acto, tenían entre las manos el rosario, prestas a usarlo. En la mesa de los ponentes estaba también el párroco, un joven sacerdote que parecía más bien alarmado por el hecho de que, con la excusa del simposio teológico, hubieran organizado delante de sus narices un encuentro sobre un tema tan poco conciliador. Supongo que la introducción de la alcaldesa –una larga y minuciosa enumeración de las reales o presuntas faltas de la Iglesia en relación con las mujeres a lo largo de los siglos– no disipó su temor.


Me dio la sensación de que tanto el recuerdo de las brujas quemadas en las hogueras de la Inquisición como los grandes temas de la igualdad planteados en los años del feminismo dejaban impasibles a las señoras presentes en la sala; resultaba difícil saber qué pensaban. En cualquier caso, todo transcurrió como era de prever: Marinella Perroni y Cristina Simonelli intervinieron, cada una en su ámbito, con discursos incisivos que, si bien se alejaban mucho del tono belicoso de la introducción de la alcaldesa, exponían con gran claridad la necesidad de un replanteamiento de las relaciones entre la Iglesia y las mujeres, tanto en clave bíblica como patrística.


Mi intervención fue de carácter más práctico y en ella hice referencia, por un lado, a mi experiencia directa como mujer cristiana, y por el otro, a mi larga actividad como monitora parroquial, desarrollada en las filas de la asociación Azione Cattolica. Hablé de liturgias, parábolas, oraciones y prejuicios, pero, aun siendo prosaica, mi intervención se mantuvo en la misma línea que las anteriores. Las mujeres presentes en la sala reaccionaron con cortesía, mas el educado aplauso que me dispensaron no permitía suponer lo que de verdad pasaba por sus cabezas. Por último, el joven párroco tomó la palabra para cerrar el acto, y recuerdo muy bien que se lo veía incómodo y a la defensiva.


Aseguró que apreciaba nuestras reflexiones, pero también que las consideraba más apropiadas para otro público, porque en su iglesia –recalcó, circunspecto, varias veces– se tomaba muy en consideración a las feligresas y, desde luego, éstas no tenían ningún motivo para pedir reparaciones por haber sufrido de la Santa Madre Iglesia los presuntos perjuicios que el título del simposio traicioneramente presuponía. Para concluir, afirmó con orgullo que la prueba de que reinaba ese clima feliz era que él, en Austis, podía preciarse del apoyo de muchas colaboradoras en la actividad parroquial. Fue justo en ese momento cuando sucedió lo irreparable. De la forma más oportuna, una voz femenina anónima se alzó entre la concurrencia e hizo esta memorable y tajante precisión: “¡Para limpiar, don Marco!”. A Cristina, a Marinella y a mí nos pilló a contrapié, pero nuestro estupor no fue nada comparado con el que traslucía el semblante del pobre párroco, el cual intentaba identificar de fila en fila qué mujer había osado manifestar su disentimiento respecto al panorama rosa que acababa de pintarnos.


¿Quizás una anciana con el tradicional atuendo de las viudas, o una de las jóvenes madres vestidas de manera informal, tal vez incluso aquella con el niño dormido en brazos, o alguna de las imponentes matronas sentadas en la primera fila que nos habían escuchado con inescrutable atención? Nunca llegamos a saberlo, pero el hecho es que a partir de ese momento todo cambió. Aquella voz abrió la veda a un animado debate, durante el cual muchas otras voces de mujer se elevaron sin timidez para comentar nuestras respectivas lecturas.


Algunas de ellas refirieron experiencias que eran un reflejo de nuestros ejemplos, otras pidieron explicaciones sobre ciertas interpretaciones nuevas para ellas y los pocos hombres presentes tomaron la palabra para darnos la razón, llegando en ocasiones a aprobar ideas que no recordábamos haber sostenido en ningún momento, pero en aquel clima no había nada que objetar. Se hallaban presentes varias alcaldesas de los aledaños, todas con una autoridad impresionante, que intervinieron para poner de relieve la importancia del encuentro y exhortaron a las mujeres a no olvidar lo que allí se había dicho. Durante las dos horas y media que estuvimos en aquella sala, ninguna de las señoras se levantó diciendo que la esperaban en casa, que tenía que irse para preparar la cena o que su marido se preocuparía si tardaba en volver. Fuimos nosotras las que pusimos punto final, y confieso que al menos yo lo hice para tratar de aliviar al pobre párroco, a todas luces humillado por el giro que había dado la velada. En contrapartida, acabamos cenando en un establecimiento de turismo rural donde coincidimos con un grupo formado por decenas de mujeres sin sus parejas que celebraban el 8 de marzo, entre otras cosas con un karaoke a todo volumen que nos hizo lamentar tener oídos. Ante la imposibilidad de combatirlo, acabamos por unirnos a ellas, y yo canté Born to be Abramo, de Elio e le Storie Tese. Fue un gran día.
Este libro nació aquella noche. Todas y cada una de sus páginas han sido elaboradas imaginando los ojos curiosos de aquellas mujeres y sus preguntas precisas, fecundas, tanto más necesarias cuanto menos posible era darles respuestas exactas. No puedo decir, ni mucho menos, que fuera una iniciativa mía; si Marinella y Cristina no hubieran insistido, jamás se me habría ocurrido escribirlo. Una cosa era haber intervenido, con un poco de cara dura, en un simposio de un pueblecito, y otra muy distinta no ser consciente de los límites que mi falta de preparación académica me imponía respetar.


Hicieron falta dos años, muchos libros y muchos hombres y mujeres inteligentes para hacerme comprender que quizá no era sobre los déficits de mi instrucción teológica sobre lo que podía construirse este discurso. Conforme avanzaba en mis consultas, me di cuenta de que, para dirigirme a las mujeres con quienes trataba en mi vida cotidiana, necesitaba encontrar una aproximación distinta que comparara las evidencias sociales que tenía delante con elementos procedentes no sólo de mis estudios, sino sobre todo de mi experiencia eclesial.


Como cristiana, dentro de la Iglesia padecí el hecho de verme representada a menudo en imágenes limitadas y alejadas de mí en cuanto mujer, la mayoría de las veces vendidas mediante interpretaciones igual de pobres de la compleja figura de María de Nazaret. He sufrido cuando las he reconocido en el magisterio papal, pero todavía más cuando las he visto introducidas de tapadillo en la pastoral común, en la oración popular, en el arte visual y la música religiosa, es decir en todos aquellos vehículos de elevado impacto emotivo y bajísima discrepancia crítica que constituyen, mucho más de lo que podamos suponer, el fundamento de nuestras convicciones, especialmente cuando las asimilamos de pequeños.


Siempre he creído que la educación católica todavía desempeña un papel fundamental en la misión de proporcionar claves de lectura a nuestro mundo, e incluso en el caso de quienes al hacerse mayores abandonan las convicciones de fe o en el de aquellos que nunca las tuvieron, esa impronta cultural no disminuye, sino que continúa condicionando nuestro estar juntos como hombres y mujeres con tanta más eficacia cuanto menos comprendida y criticada es. En Italia, las personas que reciben este tipo de educación siguen siendo la aplastante mayoría, y en cualquier caso aquellas que no la reciben la absorben. Nadie puede, por tanto, considerar irrelevantes sus efectos o evitar afrontar sus consecuencias en la vida de todos y todas.

Este es un libro de experiencias, no de sentencias. Para no olvidarlo, he querido empezar cada argumentación con el relato de una de las historias de las que soy hija. Al escribirlo he pensado en las mujeres, en todas las que conozco y en las que me reconozco, pero también en los hombres, tanto en los que nos querrían guapas y calladas como en los otros, los que querrían amarnos por cómo somos y no por como todos dicen que deberíamos ser. Este libro lo he escrito también para ellos, consciente de que de esta historia falsa no sale nadie si no nos decidimos a salir juntos.

*Escritora.