Los hijos de la tierra
- Periodista:
- Carolina Marcucci
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La inmigración, constante de su narrativa tan cortante como sugestiva, es una convocatoria que Perla Suez hace desde la memoria: “lo que mis ojos vieron de niña”. Esa mirada de niña se recrea en la escritora adulta. Nacida en Córdoba en 1947, a los seis meses sus padres se mudaron a un pueblo de Entre Ríos: Basavilbaso. Cerca del pueblo se encontraban las tierras donde vivían sus abuelos judíos inmigrantes de la Rusia zarista. La inmigración en la Argentina y la búsqueda de la identidad son temas que a Perla Suez le permiten explorar el territorio de la lengua con una constancia y tenacidad admirables: más de quince libros publicados en literatura infantil, más de nueve entre novelas y ensayos. Con el eje en la inmigración, logra capturar un colectivo histórico, apelando a la intimidad de personajes cotidianos y entrañables con una particular economía de estilo. Una reticencia en la prosa que logra potenciar sus relatos, no como un recurso sino como una política, una toma de partido para transmitir la historia de aquellos que, por su hondura y complejidad, necesitan completarse.
¿Por qué su literatura está más emparentada con las escritoras norteamericanas sureñas y no con los neoyorquinos de tradición judía? ¿Se trata de una elección de género?
–Flannery O’Connor, Carson Mc Cullers, Eudora Welty, Dorothy Parker, junto con William Faulkner, fueron mis maestros. Y cruzando el océano, Virginia Woolf. Me nutrieron, sobre todo por lo que significan las huellas y las marcas de la memoria, tan decisivas. La lectura siempre nos está formando a los escritores. No hay escuelas para el oficio, salvo la lectura de los que uno reconoce como más iluminadores.
¿Cree que se podría hablar de una literatura de tradición judía en la argentina? Manuela Fingueret, Paula Margules, Alicia Steimberg, Silvia Plager, Ana María Shua, María Inés Krimer, entre otras. ¿Toma en cuenta esta tradición?
–Si lo vemos desde el punto de vista de lo que cuentan, de las historias que rescatan, sí. Porque hay, obviamente, un detrás de esas escrituras, una tradición cultural fuerte, en la cual me incluyo también: la tradición de la memoria. Hay una obsesión de determinados temas que van apareciendo, en mi caso, por ejemplo: la preocupación de los zares persiguiendo a mis antepasados. En el caso de Ana María Shua, que es una escritora que admiro, capaz de dar vuelta un mundo con sus historias, no sé si pesa tanto la tradición judía, porque logra ir más allá y abrir un horizonte que supera la temática.
¿Cómo se le plantea el paso de la literatura infantil a una que se piensa para adultos, aunque la temática sea la misma y persista, como en su relato “Memorias de Vladimir”?
–En realidad uno trabaja –al menos en lo personal– centrado en la literatura. El pase es como si uno trazara un puente imaginario entre una orilla y otra, el río es la literatura. Uno cruza ese puente conscientemente (sé muy bien cuando estoy escribiendo Lobo dónde estás, que es para un niño), pero cuando escribo Memorias de Vladimir se me borra un poco el lector, quiero que le llegue a un niño pero también quiero que le llegue a un adulto.
En su novela Complot (reunida después junto con Letargo y El arresto en la Trilogía de Entre Ríos), agradece el apoyo a su maestro Andrés Rivera. ¿En qué medida esa influencia marcó su literatura posterior?
–Andrés Rivera fue una marca. En una primera etapa me ayudó mucho. Especialmente con La revolución es un sueño eterno, para mí ha sido fundamental. Pero luego tuve otros maestros imprescindibles que me siguen marcando. Abelardo Castillo es uno. Roberto Arlt es otro. La relectura de Arlt me sigue marcando de otro modo. Y en particular en lo que estoy escribiendo en la actualidad, algo todavía muy en borradores: un western pampeano. En consecuencia, me estoy nutriendo mucho del cine y de narradores anglosajones de acción y suspenso.
En su nueva novela, Humo rojo, cuenta el sacrificio de una vaca que Wilhelm mata para que quede preñada su mujer, Ute, ¿cómo arribó a esa escena tan fuerte?
–En mi infancia, en Basavilbaso, donde me crié, vi carnear animales, sobre todo cerdos. Me impresionaba mucho ver la sangre y las tripas que escurrían en las palanganas. Además soy hija de médico de pueblo, mi padre era ginecólogo. A los ocho años tenía una sillita –que ahora se la regalé a mi nieto de dos–, me paraba ahí, miraba por el agujero de la cerradura de la puerta del consultorio, que justo daba a la altura de la camilla, y espiaba a las señoras que iban a atenderse. Nunca dije nada de lo que vi. Creo que por esas experiencias el realismo caló tan fuerte en mi escritura. Una vez mi padre me llevó con él al sanatorio, tenía que controlar a una mujer que estaba a punto de parir, y me dijo: “Vos te quedás sentada acá, en la sala de espera. De acá no te movés”. Pero yo, despacito, fui detrás de la puerta de la sala de cirugía, abrí y vi todo el parto. Fue todo un contacto con la vida. Esas experiencias, como digo, me moldearon. Si hay un rasgo autobiográfico en mi escritura, reside justamente en esas marcas, las de infancia.