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Memoria de paso

Periodista:
Margara Averbach
Publicada en:
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En el mismo tono grotesco que la película Forrest Gump y con un espíritu histórico más abarcador y mucho menos “serio” en cuanto a tesis o propuestas generalizadoras, el sueco Jonas Jonasson pasea a Allan Karlsson, su personaje de cien años, por la historia mundial del siglo XX, desde la España de la Guerra Civil hasta Gorbachov, pasando por puntos clave como la Guerra de Vietnam, el mayo del 68, los liderazgos de Mao, Stalin, Lyndon Johnson y Churchill. Como los protagonistas de la famosa serie El túnel del tiempo, Allan cae siempre en el lugar más caliente del globo en la fecha precisa y se las arregla para intervenir en las crisis y sobrevivir a ellas.

La saga posmoderna de Allan tiene una base tonal: una frialdad intensa que permite que el narrador se tome a broma las tragedias más terribles y convierta en juego absolutamente todo, incluso la bomba atómica. Desde la dedicatoria, el escritor define a su novela como “no verdadera”: “Quienes sólo saben contar la verdad no merecen que los escuchen”, afirma. O sea: aunque está llena de historia, este libro, de “novela histórica”, no tiene nada.

Como el abuelo de Jonasson, la historia quiere hechizar a los lectores (lo consigue con algunos y con otros, no, como toda historia). Para lograrlo, maneja el suspenso a través de una alternancia entre el “presente” (que empieza el día en que Allan cumple 100, en 2005) y la vida pasada del personaje, de 1905 en adelante.

El abuelo que saltó… es parodia de muchos géneros literarios, además de la “novela histórica”. Tal vez el más frecuente es el policial, que aparece en la historia de 2005, una carrera increíble con crímenes, cadáveres, detectives, fiscales, acusados y fugitivos. Todos estos géneros están tratados desde el vértigo y la falta de verosimilitud, marcada por la aparición de frecuentes deux ex machinas , es decir, personas o hechos que vienen a salvar al protagonista en el último momento como en las malas películas. Y como corresponde al posmodernismo, el narrador describe este “pastiche” explícitamente cuando habla de las Biblias en sueco que hubo que descartar porque terminan con un “colorín, colorado, este cuento se ha acabado”. También es posmoderno el personaje mismo: un hombre absolutamente apolítico, que no cree en nada, capaz de unirse tanto a Franco como a Mao o Churchill, y cuya única filosofía de vida es dejarse llevar por la vida en un viaje siempre inesperado.

En el final, Jonasson se permite un último chiste: cuenta otra vez la historia, esta vez sin imaginación ni mezclas, de una forma apenas más verosímil. La escena en la que Allan y sus amigos de 2005 se paran frente al fiscal y cuentan esta versión “aburrida” de lo que les pasó es una parodia de las escenas en las que el detective describe el crimen para los lectores en el policial tradicional. Lo paradójico es que esta segunda versión aparece como mentira y la otra, la que ocupa todas las otras páginas, como “real”, lo cual también es posmoderno.

¿Hechiza esta propuesta a sus lectores como hacía el abuelo homenajeado por Jonasson? Depende. Quienes busquen algo más que lenguaje en la literatura no van a encontrar demasiado en El abuelo que saltó por la ventana. El libro ofrece (y quiere ofrecer) solamente ritmo, hechos, risa y vértigo. Quienes estén dispuestos a dejarse ir en un remolino de personajes históricos y chistes, a lomos de una corriente superficial sin otra relación con el mundo que el juego como meta y el egoísmo individual de nuestros días van a disfrutar muchísimo, a pesar de la dureza de la traducción y de la extrañeza del dialecto de la traductora.