Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

El folclore y la identidad

Periodista:
Oscar Chamosa
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

Como lo señala el Manifiesto del Movimiento Nuevo Cancionero, el movimiento folclórico en su reivindicación del criollo constituyó un acto de justicia histórica con un pueblo marginado. Los sujetos del movimiento folclórico no eran ya los gauchos del pasado heroico sino los peones de estancia bonaerense, los zafreros de Tucumán, los quichuistas santiagueños, los vallistos calchaquíes, los mineros de la Puna, los cosecheros cuyanos, los hacheros del Chaco, los yerbateros de Misiones, los pescadores del litoral, los ovejeros de la Patagonia, entre otros hombres y mujeres criollos que habitaban en la intersección entre el capitalismo agrario y la economía de subsistencia. Pequeñas comunidades con nombres como Chilca Juliana, Salavina, Sanagasta, Acheral y Animaná habían sido creadas en las fronteras del dominio hispánico como “pueblos de indios”, cabeceras de encomiendas o fortines. Cuatro siglos más tarde eran apenas rectángulos diminutos en los mapas del Automóvil Club, en el mejor de los casos una estación polvorienta de alguna línea de trocha angosta secundaria. Estas comunidades eran principalmente proveedoras de mano de obra estacional. De ellas salían caravanas de hombres, mujeres y niños para buscar trabajo en las cosechas de una amplia gama de productos, vivían en enramadas improvisadas a la vera del cañaveral o del viñedo, sometidos a contratos desventajosos. Con esta mano de obra se sustentaban al mismo tiempo fortunas provinciales y consumidores urbanos. Empresarios provinciales, intelectuales nacionalistas, funcionarios peronistas y artistas revolucionarios colaboraron y compitieron en la construcción de esos criollos mestizos del interior como “arquetipos de argentinidad”. Si estos distintos agentes del campo cultural, de derecha, centro o izquierda, acumulaban capital simbólico al asociar su discurso con el arquetipo nacional, los trabajadores criollos recibían a cambio una suerte de “salario simbólico”. Es sencillo entonces distinguir quién se quedaba con “la plusvalía simbólica”.


En el medio siglo que va desde el festejo del centenario de la independencia al sesquicentenario en 1966, el movimiento folclórico recorrió una trayectoria de continua expansión en tamaño, diversidad y convocatoria. En distintas expresiones artísticas y académicas, los trabajadores criollos de diversas regiones del país aparecían representados con mayor grado de detalle y verosimilitud, sin embargo se mantuvo la distancia entre el sujeto representado por el discurso y la representación misma, que no dejaba de ser una idealización fundada en presupuestos filosóficos de origen europeo y circulación transnacional. El folclore argentino se inició tímidamente bajo el signo positivista y adoptó el andamiaje romántico-nacionalista por impulso de los intelectuales de la Generación del Centenario. Los empresarios azucareros dieron el impulso político para que una tendencia intelectual recibiera apoyo oficial a nivel provincial y nacional. Esto ocurrió durante los gobiernos conservadores de la década del 30, dentro de los cuales los azucareros tucumanos ostentaban una cuota desmesurada de poder, especialmente en las áreas de cultura y educación. Los folcloristas dependientes de los azucareros crearon un arquetipo de criollo rural que enfatizaba los orígenes europeos y católicos de la cultura criolla menospreciando el mestizaje con las culturas originarias e ignorando completamente la influencia africana. El gobierno peronista redobló el apoyo oficial al folclore manteniendo los presupuestos ideológicos del folclore conservador, ratificando en puestos oficiales a los folcloristas formados bajo el mecenazgo azucarero. Al mismo tiempo, los empresarios del entretenimiento, apoyados por empresas anunciantes de capital extranjero, incorporaron el folclore musical como forma de entretenimiento masivo en la radio y el cine. La música de raíz folclórica también recibió apoyo del gobierno militar de 1943 y del gobierno peronista. La expansión del folclore como forma de entretenimiento conjugó entonces el apoyo privado y el oficial alcanzando de esta manera a establecerse como competencia del tango, el jazz y la música tropical. En realidad, en términos de poder de representación de lo nacional, el folclore desplazó al tango. La música folclórica, especialmente la de las regiones Noroeste y Cuyo, llegó a monopolizar los festivales escolares, públicos y políticos. El sujeto de representación en las letras de zambas, tonadas y bailecitos, corporizado por estudiantes en disfraz, eran los trabajadores de Tucumán, de Mendoza, los paisanos de la quebrada de Humahuaca.


El movimiento folclórico no sería un movimiento si no tuviera un aspecto asociativo. De otro modo, el folclore sería o una disciplina académica como la antropología o un género de entretenimiento popular como el tango. Pero el folclore era tanto disciplina académica y entretenimiento como objeto de acción cultural por parte de ciudadanos interesados. Desde los centros criollos de fines del siglo XIX a las peñas y academias de la década del 50 y 60, el folclore había convocado a miles de personas que lo valoraban por su significado simbólico como representación de la nacionalidad. Como los niños que bailaban en los escenarios escolares, los jóvenes que formaban parte de peñas eran en gran parte hijos o nietos de inmigrantes europeos. Su adscripción voluntaria a esa forma de sociabilidad era una forma de convertirse en argentinos no sólo por nacimiento sino también por opción.


Cuando el boom del folclore había pasado el momento de su apogeo, el corazón de la Argentina criolla sufría un golpe formidable del que nunca volvió a reponerse. El 9 de julio de 1966, el flamante presidente de facto, general Juan Carlos Onganía, llegó a Tucumán a encabezar los festejos del sesquicentenario de la declaración de la independencia. Tucumán debía vivir su hora más gloriosa desde 1916, pero la crisis de sobreproducción cañera y el endeudamiento de los ingenios hacían peligrar el resultado de la zafra de ese año. Esta vez no hubo desfile de gauchos ni peñas folclóricas agasajando al presidente, sino reuniones tensas entre los miembros del gabinete y diferentes representantes de la industria azucarera. Un mes más tarde, Onganía firmaba el decreto ley que intervenía siete ingenios de la provincia endeudados o controlados por bancos estatales. Tres grandes ingenios, el Santa Ana, el Nueva Baviera y La Florida, otrora famosos por la violencia sobrenatural del “familiar”, no pudieron escapar de la bancarrota y la clausura definitiva. Otros le seguirían en una sucesión de cierres que hacia 1970 había eliminado un tercio de la producción azucarera de la provincia y dejado sin trabajo a decenas de miles de familias. Mientras trabajadores del surco y de la fábrica se veían obligados a emigrar a los asentamientos del Gran Tucumán y Gran Buenos Aires, familias con apellidos ilustres como Terán, Padilla, Avellaneda, Frías Silva y Guzmán veían disminuir su influencia económica para transformarse en meras comparsas del poder político del Ejército.


Buenos Aires había decidido abandonar la protección que había otorgado a la industria azucarera tucumana por casi un siglo quebrando, por primera vez, la suerte de pacto entre litoral agroexportador e interior proveedor del mercado interno que había dado forma a la Argentina moderna. Al mismo tiempo, los criollos que dependían de estas industrias habían pasado a formar parte de la galería de héroes culturales, como había ocurrido hacía un siglo con los gauchos de la frontera bonaerense. Mientras tanto, los campos del departamento de Monteros, que Alberto Rougés y Juan Alfonso Carrizo habían descripto como el centro espiritual de la nación, se habían convertido en campo de batalla entre un foco de guerrilla y la fuerza brutal de la represión indiscriminada. El espíritu del “familiar” parece haber perdurado entre los metales roídos del Nueva Baviera: durante el Operativo Independencia, el Ejército lo transformó en centro de detención; el sótano de la administración, vieja guarida del “familiar”, fue convertido en la primera sala de torturas de la represión. El Festival de Cosquín de 1977 se reunió, como de costumbre, con récord de público y recaudación, los críticos continuaban debatiendo sobre si era apropiado llamar o no folclore a algunos conjuntos o géneros que se presentaron y nadie pareció reparar, o al menos reconocer en público, la ausencia de Mercedes Sosa, Armando Tejada Gómez y Atahualpa Yupanqui.
Las torturas a que eran sometidos los trabajadores azucareros tucumanos acusados de colaborar con las guerrillas no encontraron eco en ese escenario, donde tantas veces se había cantado en su nombre.

*Historiador.