La última pesadilla de una vida breve
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- Ezequiel Martínez
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“No trabajo en nada que no sea Poe”, le cuenta Julio Cortázar a su amigo Eduardo Jonquières en una carta de diciembre de 1953. En octubre de ese año, el autor de “Rayuela” había comenzado a traducir todos los cuentos de Edgar Allan Poe, por cuya obra sentía una admiración enorme. Fue Cortázar quien le propuso el trabajo a una editorial de Puerto Rico, que luego lo editaría en dos tomos. Demoró seis meses en cumplir esa proeza sobre la que, años más tarde, reincidiría a pedido del editor Paco Porrúa de Sudamericana, que en 1966 publicó una versión revisada de los cuentos. “Sé veinte veces más inglés que en el 53, y cincuenta veces más español”, le dijo al editor cuando decidió pulir su propia traducción. Esa misma es la que acaba de reeditar Edhasa en un tomo de 1.020 páginas con los “Cuentos completos”.
Se trata de una de las versiones en español más notables de los relatos del autor de “Los crímenes de la calle Morgue”. Las hay por docenas. Todavía conservo el ejemplar desgajado de una antología de “Historias extraordinarias”, en una edición de 1980 del Club Bruguera, que compré en una mesa de saldos en la avenida Corrientes.
Si en su breve vida Poe escribió las historias más perturbadoras del género de lo siniestro y el horror, no fueron menos extrañas las que se han contado sobre su muerte. “El pozo es demasiado profundo para que pueda recuperarse la verdad”, escribe Peter Ackroyd en su biografía “Poe. Una vida truncada”. Se sabe que murió el 7 de octubre de 1849 en Baltimore, luego de haber sido hallado con un hilo de vida y en un estado de abandono que impidió reconstruir sus últimos días. Tenía 40 años.
“La sombra de Poe”, una novela de éxito fugaz de Matthew Pearl, y últimamente la película “El cuervo”, protagonizada por John Cusack, fabularon sobre las nubes oscuras de su final. Suele decirse que el deseo secreto de cualquier escritor es crear una realidad que no se atrevería a vivir. Poe, en cambio, creó las pesadillas que nadie se animaría a recordar. Aun la de su propia muerte.