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Periodismo narrativo: El nuevo boom latinoamericano

Periodista:
Leonardo Tarifeño
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De entrada y sin anestesia, en la primera oración del estudio preliminar a su notable Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara), el colombiano Darío Jaramillo Agudelo afirma: "La crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica". Y aun antes del prólogo, en el título de su propia compilación de periodismo narrativo en castellano, el español Jordi Carrión deja claro que, para él, los textos reunidos en Mejor que ficción (Anagrama) constituyen justamente eso. Las comparaciones siempre son odiosas y, en materia artística, no resultan menos frívolas que los rankings de chismes de E! Entertainment. Cháchara de copetín y droga para intelectuales, la interminable discusión sobre qué o quiénes merecen ocupar el podio de idolatrías librescas tiende a convertir el reconocimiento de un autor, un fenómeno o una tendencia en un campo de batalla poblado por razonamientos extremistas, frases dignas de una campaña de marketing y cierto fundamentalismo teórico más próximo al berretín ilustrado que al amor al arte. En el caso de la crónica hispanoamericana, los extraordinarios trabajos que integran Mejor que ficción y Antología de crónica latinoamericana actual demuestran que, más allá de los calificativos rimbombantes desempolvados para la ocasión, hay gran cantidad de escritores cuyas obras enriquecen el panorama de la literatura contemporánea. La no ficción periodística en lengua española ya alcanzó la mayoría de edad. No necesita comparaciones, ni eslóganes, ni defensas apasionadas. Se justifica por sí misma y cualquier lector curioso está invitado a descubrirla.

 

La doble aparición de las antologías de Carrión y Jaramillo Agudelo implica más de mil páginas dedicadas a autores muy distintos; algunos, particularmente preocupados por la lengua y el estilo; otros, con la mira puesta en la denuncia social o política; todos, dispuestos a construir una mirada personal sobre la realidad y la gama de infinitos personajes que sus textos transforman en seres visibles. Los rasgos en común son más temáticos que estilísticos y Jaramillo Agudelo da en el clavo cuando en su prólogo afirma que, antes que nada, los cronistas son "gente que le da importancia a que el lector no se aburra". Surgidos de la prensa gráfica, donde la prosa debe ser directa y, al mismo tiempo, captar la atención de quien se molestó en comprar el diario, estos escritores de no ficción sólo le temen a resultar tediosos. Para el poeta, narrador y compilador de Antología ..., ese pánico escénico establece una distancia positiva con la ficción contemporánea y restablece la alianza entre la literatura y el lector. "Que el texto resulte aburrido no parece ser una preocupación dominante entre los escritores de ficción y esto comenzó a ser un problema durante el siglo XX -señala, consultado por adn cultura-. Antes fue otra cosa. Basta pensar en El Decamerón y en Chaucer, en Rabelais, en la picaresca y Don Quijote , en el trayecto de la novela inglesa de Daniel Defoe a Conrad, y en Stevenson, Austen, Thackeray, Dostoievski, Stendhal, Dickens, Hugo, Tolstoi... Es clarísimo que estos inmensos novelistas estaban positiva, voluntaria y deliberadamente interesados en no ser aburridos."

 

-Entonces, ¿qué ocurrió después?

-Digamos que durante el siglo XX se inventaron diferentes formas de ser aburrido. En Manifiesto de un lector , B. R. Myers acierta con respecto a la narrativa que tanto gusta a la crítica: "Es más importante sonar literario que tener sentido". Y añade: "La oscuridad de hoy es la clase de galimatías que mata a todo pensamiento ahí mismo". Sin embargo, algo de los clásicos quedó en el siglo XX; pienso en García Márquez, Chesterton, Buzzati, Salinger y Vassili Grossman, entre otros. Pero la peste de la originalidad y el síndrome de las vanguardias, confabulados, comenzaron a producir artefactos narrativos mucho más ensimismados, en los que se suponía que, por necesidad, la profundidad es aburrida.


Como demuestran estas dos compilaciones, uno de los principales retos de la crónica periodística consiste en combinar entretenimiento con el poder simbólico que el lector de todos los tiempos ha encontrado en el cuento y la novela. Esa fuerza, propia de la mejor literatura, no abunda ni en las obras de ficción ni en las de no ficción, y su ausencia podría ser una limitación especialmente riesgosa en la prosa periodística. "Al trabajar con materiales documentados, contrastables, me parece que es mucho más difícil que la crónica alcance el nivel poético y simbólico al que aspira la ficción -señala Jordi Carrión-. Para mí, la literatura actúa en dos niveles simultáneos: el de la referencia y el del sobresentido. La crónica tiene que esforzarse para alcanzar el sobresentido a partir de los hechos, de lo que sucedió."

 

En su retrato de la cita que la Muerte le propuso durante el terremoto del 27 de febrero de 2010 en Chile ("El sabor de la muerte", compilada en Antología ...), el mexicano Juan Villoro asume esa potencia simbólica de la literatura y transforma su miedo personal en un eco del horror ancestral que convocan los sismos. Por otro lado, en la violenta denuncia de los feminicidios de Ciudad Juárez que el también mexicano Fabrizio Mejía Madrid ensaya en "El teatro del crimen" (reunida en Mejor que ficción ), el lector asiste a una espeluznante sucesión de chantajes, secuestros, asesinatos y violaciones que en ningún momento se proponen emparentarse con los logros poéticos de la literatura de ficción. Su objetivo es otro, y su potencia, idéntica. ¿Es lícito creer que la no ficción construye un sentido propio, particular, quizá más directo y deliberadamente ajeno a las coordenadas estéticas de la literatura tal como la entendemos hasta ahora? "El cronista admite que tiene vacíos, que le faltan certezas -apunta Jaramillo Agudelo-. No pretende una ?visión del mundo' completa y acabada, consoladora y elegante. En este punto logra una identificación con el lector, perteneciente, cuando es honrado, al sector de los perplejos." Los narradores policiales acostumbran pintar a sus personajes a través de sus acciones; del mismo modo, para estos periodistas el mundo se interpreta a medida que se lo cuenta, sin conceptos teóricos ni ideas preconcebidas que enmarquen la narración. La Sublime Lady que inicia a la reportera peruana Gabriela Wiener en el mundo del sadomasoquismo ("Consejos de un ama inflexible a una discípula turbada") no fascina por lo que Wiener ve en ella, sino por la manera en la que le enseña a usar las uñas, el látigo y el body de látex. La perplejidad de la periodista la inhabilita a opinar sobre su personaje, pero no para ensayar su retrato.

 

Tanto Carrión como Jaramillo Agudelo recuerdan en sus respectivos prólogos que, aun a pesar de su vasta y rica historia, la crónica en lengua castellana siempre fue menospreciada. En 1889, un comentarista decía en este mismo diario: "El periodismo y las letras parece que van de acuerdo como el diablo y el agua bendita". Sin embargo, como quedaría claro años más tarde, la crónica modernista de Luis Tejada, Amado Nervo y José Martí preparó un escenario en el que podía imaginarse el desarrollo de un periodismo inspirado por las herramientas y técnicas de la literatura. En la Argentina, el peso del género es inversamente proporcional al reconocimiento de quienes lo practican como verdaderos escritores. Y eso que, según Tomás Eloy Martínez, la crónica es "el género central de la literatura argentina". En la genealogía que traza en la nota introductoria a Larga distancia , de Martín Caparrós, Martínez recuerda que todo habría comenzado en un texto fundacional como Facundo , de Domingo Faustino Sarmiento, para luego reaparecer en Una excursión a los indios ranqueles , de Lucio V. Mansilla; Martín Fierro , de José Hernández; En viaje , de Miguel Cané; La Australia argentina , de Roberto J. Payró; las distintas Aguafuertes de Roberto Arlt; Historia universal de la infamia y Otras inquisiciones , de Jorge Luis Borges; La vuelta al día en ochenta mundos y Último round , de Julio Cortázar y las obras de Rodolfo Walsh. Esa misma impronta hoy llega hasta los contemporáneos María Moreno, Leila Guerriero, Josefina Licitra, Cristian Alarcón, el propio Caparrós y tantos otros.

 

Sin embargo, la evolución del género no es una simple cuestión de nombres. En la crónica modernista, la principal marca era el acento poético y humorístico (tono reivindicado en la Argentina por la filosofía callejera de Roberto Arlt). En la de los maestros del siglo XX, como Gabriel García Márquez, Elena Poniatowska y Tomás Eloy Martínez, la ambición literaria, la voluntad de estilo y la lucidez política resultan casi tan protagónicas como las historias que narran. En los años de sus textos canónicos, de La noche de Tlatelolco (1971) a La pasión según Trelew (1974), la geopolítica dividía el planeta en dos bandos muy diferenciados, las opciones (políticas, sociales, sexuales) eran concluyentes y en la distancia entre el narrador y la situación o los personajes narrados habitaba la sensación de que el mundo podía ser explicado por la prosa. Hoy, tras el impacto de Internet, el uso y abuso de las pantallas portátiles, el dinamismo de la comunicación global y la democratización del acceso a la información, el periodista es apenas otro surfer en la marea de datos, historias y bits que constituyen su trabajo cotidiano. Las opciones concluyentes se convirtieron en el lejano patrimonio de alguien que podía aspirar a saberlo todo (o a simularlo a fuerza de un estilo seductor), en un tiempo donde el modelo de conocimiento lo imponían la academia y la enciclopedia. A años luz de aquellas ilusiones, ya instalado en una época en la que el conocimiento circula por las redes sociales y parece haber tantos mundos como ojos que lo observan, el cronista contemporáneo también se aferra al poder de su mirada personal. En la era del yo, la crónica reivindica la subjetividad. En el siglo que endiosó el entretenimiento, los cronistas hacen lo que sea por no resultar aburridos. Y mientras en todo el mundo se lucha por el reconocimiento de las minorías, los periodistas narrativos se esfuerzan por hacer visibles a todos aquellos que enarbolan su derecho a ser lo que son.

 

"O ya no entiendo lo que está pasando, o ya no pasa lo que estaba entendiendo", escribió alguna vez el mexicano Carlos Monsiváis, quizás el escritor que mejor ha representado el rol de bisagra entre el periodismo narrativo de la segunda mitad del siglo XX y estos nuevos cronistas hispanoamericanos definidos por la perplejidad. Formado en el molde totalizador de la cultura enciclopédica ("Lo he visto discutir de películas de gladiadores ante Terenci Moix, un consumado cultor del género; interrogar con autoridad a un novelista histórico escocés sobre el período de Cromwell; comprar discos de Mozart en Berlín con pericia de musicólogo y descartar mi invitación a un concierto de Simon & Garfunkel, pero sólo después de cantar todas sus canciones", escribió Juan Villoro), Monsiváis fue sensible al cambio de época y narró con alegre desconsuelo las limitaciones del hombre contemporáneo ante los milagros del bolero, la transformación del boxeador Julio César Chávez en superhéroe pop y las aglomeraciones del subte de la Ciudad de México. Gracias a esa condición anfibia, Monsiváis dice presente en su carácter de prócer literario en las observaciones críticas de Carrión y Jaramillo Agudelo y, también, como sujeto de una crónica en Antología ... (la divertidísima "¿Está el señor Monsiváis?", de Mejía Madrid). En la Argentina, donde recién en estos últimos años su obra comienza a publicarse, el humor y la finísima ironía de este autor no constituyen la mayor influencia en las nuevas generaciones. Muy por el contrario, los narradores locales parecen más educados en el olfato militante de Rodolfo Walsh, la intervención política de Tomás Eloy Martínez y, más allá de nuestras fronteras, el impulso ético de Ryszard Kapuscinski. Todo un cóctel de gravedad y responsabilidad sociopolítica que Martín Caparrós condensó en unas palabras inolvidables, con vuelo de ideario. Como cita Jaramillo Agudelo:

 

La información (tal como existe) consiste en decirle a muchísima gente qué le pasa a muy poca: la que tiene poder. Decirle, entonces, a muchísima gente que lo que debe importarle es lo que les pasa a ésos. La información postula (impone) una idea del mundo: un modelo del mundo en el que importan esos pocos. Una política del mundo.

 

La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, de cualquiera, lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores. La crónica es una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que el mundo también puede ser otro. La crónica es política.

 

El contundente razonamiento de Caparrós retoma la obligación moral y profesional de los medios de incluir en su menú informativo a aquellos que no tienen voz. Sin embargo, y en un nada deseado efecto boomerang , sus palabras dejan poco espacio al retrato de la intimidad del poder. En esa línea, en un taller de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que dictó en Buenos Aires, le oí decir a la mexicana Alma Guillermoprieto que finalmente para un periodista es mucho menos riesgoso escribir sobre los pobres que acerca de los ricos, porque los pobres no tienen con quién quejarse de su retrato, mientras que los ricos hacen juicios. Sin impugnar el programa político que Caparrós quiere para la crónica (y que ha moldeado a toda una generación de cronistas argentinos), tal vez ha llegado la hora de enriquecer ese gesto con propuestas más diversas. "Es un tema complejo -advierte Carrión-. Por un lado, está el deber de los medios de comunicación de denunciar lo poco visible, de contar las historias de quienes no tienen acceso a gabinetes de comunicación. Por el otro lado, en el siglo XXI, a mí me está empezando a interesar más que me cuenten las historias de los ricos, de los brokers , de los banqueros, de quienes han provocado esta crisis que sufrimos. Hay buenos ejemplos de ello, como Golden Boys , de Hernán Iglesias Illa, o el trabajo de Martin Parr, el fotógrafo del turismo global, que últimamente ha trabajado sobre la cuestión del lujo."

 

Con más de 80 crónicas reunidas entre ambos libros, Mejor que ficción y Antología ... exhiben la diversidad temática que advierte Carrión, aun sin llegar a las osadías soñadas por Guillermoprieto. El espectáculo, el viaje y el deporte aparecen una y otra vez en esas páginas, aunque una rápida clasificación podría dividir el arco temático en dos grandes áreas: la violencia y la otredad. En el mapa de la violencia, el narcotráfico, los feminicidios, el tráfico de personas y la herencia social o personal de las dictaduras suponen los territorios más transitados. Y en cuanto a la otredad, el desfile es variopinto y ejemplar. "El arquetipo ya no es la noticia, sino lo asombroso", dice Jaramillo Agudelo, y a esa peculiarísima galería de asombros llegan desde un mago manco hasta uruguayos que se llaman Hitler, pasando por enanos, niñas pistoleras o albinos patagónicos. La crónica contemporánea actualiza el pedido de Caparrós y ya no se limita a contar "las vidas de todos, de cualquiera"; muy por el contrario, incorpora lo inusual y extravagante, de acuerdo con una época en la que el derecho a ser libre ya es una conquista inalienable.

 

Pero ¿de veras seremos libres? ¿O esa conquista será la máxima ilusión de la época? "La sed se ha acostumbrado a la Coca-Cola -dice Jaramillo Agudelo-. Y eso, a pesar de que su función secreta no consiste en apagar la sed, sino en producirla. Es más: en producir una sed que sea específica de Coca-Cola. No somos libres frente al consumo ni frente a esa redundante programación fantasmal de la sed, que es la sed de Coca-Cola. Por eso, cuando aparece algo fuera del guión, algo que ataca desde otros flancos las verdades establecidas y los códigos impuestos, cuando aparece lo extravagante o la violencia descarnada, entonces ocurre algo que nos produce desconcierto e interés." En cada época, a la literatura se le pide que cuente la historia no oficial, la realidad no tal como la vemos sino como es o podría ser. Tal vez la nueva crónica latinoamericana no hace más que poner en marcha ese mecanismo antiguo y siempre eficaz, que recorre desde siempre el hábito de abrir un libro para ver qué nos dice. "Una crónica es un cuento que es verdad", dijo, mejor que nadie, Gabriel García Márquez. Entre estas dos grandes compilaciones ya disponibles en las librerías argentinas, hay más de 80 verdades que cuentan cuentos. Y juntas, una más una más una más una, hacen boom .

 

© Leonardo Tarifeño, ADN Cultura, La Nación