“No hay que confundir silencios con olvidos en la memoria de la sociedad”
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- Fabián Bosoer
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Foto: Gustavo Garello (Clarín)
Esta historiadora e investigadora se dio a la tarea de recoger los recuerdos de infancia de inmigrantes europeos que arribaron a Buenos Aires casi sin saber qué les aguardaba, hacia fines de los años 40. Son relatos que nos permiten reconstruir esa historia de un modo diferente: a través de los juegos, sabores, aromas, anécdotas pequeñas que nos hablan de afinidades y hostilidades que no pasaban por la clase social, el origen étnico o religioso, la ideología. Relatos que nos revelan también recuerdos que yacen “dormidos” y que al despertar reparan antiguas heridas y llagas, resignifican el presente, iluminan de otro modo el porvenir. María Bjerg es Doctora en Historia (UBA) y realizó estudios postdoctorales en las universidades de Chicago y Berkeley, en los EE.UU. Es investigadora del CONICET y profesora de la Universidad Nacional de Quilmes. Publicó varios libros, entre ellos “Historias de la Inmigración en la Argentina” y el más reciente “El viaje de los niños” (Edhasa, 2012). Afirma que la nuestra fue una sociedad exitosa en integrar a los inmigrantes, pero ha perdido esa capacidad en las últimas décadas.
¿Qué rasgos o aspectos de la inmigración europea en la Argentina nos revelan los testimonios de la infancia, de los niños inmigrantes?
Para la mayoría de los niños que vivieron la guerra, la emigración a la Argentina fue la última etapa de un viaje más largo. Muchos de ellos habían dejado atrás sus pequeños mundos cotidianos bastante antes, ya sea cuando las fuerzas franquistas se impusieron en la Guerra Civil española, cuando sus países fueron ocupados por el ejército alemán y se desató la persecución de judíos, o cuando el ejército soviético invadió diferentes regiones de Europa del Este. De manera que muchos de estos niños partieron sin un rumbo claro unos cuantos años antes de emigrar hacia la Argentina, un lugar que estaba completamente afuera de su horizonte y el de sus padres. La Argentina era parte de un estrechísimo menú de países en el mundo donde poder exiliarse en la posguerra.
¿Qué significado tuvo para ellos ese desarraigo obligado y en la mayoría de los casos producido de una forma tan brutal?
Sin duda, ese regreso vedado afectó a los niños. Recién cuando llegaron a la Argentina, muchos de ellos se dieron cuenta de que no podrían volver al lugar de su infancia donde habían quedado olores y sabores ahora transformados en recuerdos que iban a configurar una identidad atravesada por la nostalgia. Sin embargo, esa memoria nostálgica, esa invención de un mundo idílico tuvo menos peso en la experiencia infantil de estos niños de la guerra que el juego, la sensación de aventura y un despreocupado candor infantil común a todos ellos.
¿El juego los ayudaba a vivir la situación de un modo menos traumático?
Prefiero hablar de memoria herida, más que de trauma. La memoria de la infancia quedó afectada por heridas, en algunos casos muy profundas. Pero por otro lado, ese largo viaje desde el hogar, un peregrinaje que los obligó a cruzar cadenas montañosas a pie, en trenes o en carros y bicicletas, fue vivido por ellos prácticamente sin temor (o al menos así lo recuerdan) y como una aventura formidable. La vida en el campo de refugiados era una oportunidad de hacer nuevos amigos y disfrutar de juegos. Algunos de esos juegos eran riesgosos, como el de desarmar las balas que habían quedado como rezagos de la guerra, para rescatar la pólvora con la que luego llenaban latas y las hacían estallar. Los niños, cómplices de esas travesuras, disfrutaban del riesgo y, sobre todo de los estallidos, quizá porque, socializados en la guerra, no habían tenido ocasión de valorar el silencio y necesitaban el trasfondo de los estruendos que los habían acompañado buena parte de su vida.
¿Es la memoria de los niños la que se narra? ¿O es la memoria de los adultos que recuerdan esa niñez?
Es una pregunta que no tiene respuesta sencilla. Posiblemente donde más “genuinamente infantil” sean precisamente es en los recuerdos del juego y la aventura. Muchos evocan a sus padres en tiempos de la guerra y del campo de refugiados como almas inquietas, tristes y preocupadas, mientras que se ven, a través del ojo de la memoria, a sí mismos disfrutando de un largo juego y de una incierta y atrapante aventura. Hay, por supuesto, excepciones. La niña judía cuya identidad fue cambiada para entregarla a una familia belga de la resistencia, que la adoptó temporalmente para ponerla a salvo de los nazis, tiene una memoria herida de aquel tiempo, una memoria fría y gris en la que se “ve” sumida en una temerosa soledad. En su caso, está muy clara la memoria herida.
¿Qué nos cuentan esas voces sobre “el mundo” que encontraron en este país?
Cuando el viaje terminó con la llegada a la Argentina, dejaron de ser refugiados para transformarse en inmigrantes. Varios se recuerdan nostálgicos y asustados, sobre todo, cuando empezaron la escuela. Pero en sus narraciones se vuelven a ver como niños integrados a la vida escolar, con alguna maestra o compañero de banco que les hacía de lenguaraz mientras ellos aprendían el español; a veces, también recuerdan haber sido objetos de burlas o de prejuicios, pero mayormente se presentan como portadores de una capacidad de adaptación a circunstancias nuevas que, posiblemente, fuera un capital forjado durante el largo viaje a través de la guerra y la posguerra. El barrio y la escuela y las colectividades étnicas a las que sus padres se acercaron al llegar al país fueron los espacios de su integración.
¿Cuáles son los recuerdos más intensos de ese ámbito familiar, el barrio, la escuela, los amigos?
Algo interesante de destacar es que, así como los sabores de la infancia europea configuraron la memoria nostálgica de estos niños y los acompañaron en la adultez, también la comida y los sabores los ayudaron a aceptar su nuevo destino. Muchos de ellos recuerdan no sólo la abundancia y variedad que encontraron en la Argentina sino algunas comidas que los amigaron con el país en el que iban a quedarse a vivir. Manuel, un niño gallego que llegó a Buenos Aires con ocho años, sumido en una profunda pena porque se resistía a abandonar a sus amigos y a sus abuelos en Galicia, recuerda haber probado por primera vez la pizza en una pizzería de la avenida Mitre en Avellaneda. En una entrevista, me dijo: “cuando probé la pizza me pareció algo de otro planeta, tenía un sabor extraordinario. Mientras saboreaba esa maravilla decidí que no podía ser tan malo que nos quedásemos a vivir aquí. Gracias a la pizza, poco a poco me fui adaptando”.
Estos testimonios de los niños inmigrantes, ¿qué nos dicen de los modos en que se construye la memoria histórica de un pueblo?
Algo que interesa particularmente es la cuestión de la memoria subterránea. Es la memoria herida, la memoria cuya evocación duele. Entonces, se transforma en silencio. Los recuerdos que hieren se quedan en un rincón oscuro, en el sótano de la memoria, pero no se mueren, ni siquiera se duermen, están ahí, expectantes. Necesitan un contexto y una escucha para salir a la superficie. Son recuerdos que aguardan el momento preciso para ser expresados. Por eso no hay que confundir silencios con olvidos en la memoria de una sociedad. Creo que es muy útil pensarlo en sociedades con historias dramáticas como la nuestra. Creo que parte de la política de recuperación de la memoria de la que hemos sido testigos en los últimos años nos habla de memorias soterradas que aguardaban silenciosas, resistentes y expectantes un momento preciso para salir a la luz. Hacer públicas esas memorias subterráneas implica, por un lado, enfrentarse al dolor para lograr que duelan menos o, incluso, que ya no provoquen más dolor. Y por otro, un acto de sanación, liberador y esencial en la configuración de la identidad individual y social.
La nuestra fue una sociedad exitosa en integrar a la inmigración. ¿Lo sigue siendo?
En general, la Argentina se pensó como una sociedad integrada a partir de la experiencia de las migraciones europeas, pero al mismo tiempo se debe subrayar que esa integración se dio a través de un énfasis en la homologación de lo heterogéneo y quizá por eso es que no se ponderó a la diversidad como una fortaleza (que es lo que hacen las sociedades que, al menos en el discurso, se construyen como espacios multiétnicos). Con el cambio de signo de las migraciones que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX, comenzaron a llegar corrientes de inmigrantes latinoamericanos que, como sus antecesores europeos, buscan trabajar y vivir en la Argentina con una esperanza puesta en el lugar de origen, en el sueño del regreso, en ese espacio simbólico que sirve de sustrato a la construcción de identidades y hogares transnacionales. A las migraciones limítrofes, se sumó años más tarde la inmigración asiática. Algunos aludían a una “invasión coreana” que amenazaba con conformar una “pequeña Corea” en la Argentina. Esta clase de prejuicios ha afectado cruelmente a los latinoamericanos que residen y trabajan en el país y que, por ser mucho más numerosos y con una tradición migratoria más arraigada que la de los asiáticos, son también más visibles. En este caso, al cuadro de la extranjería se suma que buena parte de estos pobladores son pobres. Entonces, para ellos es muy difícil escapar a un peligroso y brutal sentido común discriminador construido a partir de ideas que se incorporan acríticamente al imaginario social: los inmigrantes de los países vecinos les quitan el trabajo a los argentinos, se llevan el dinero a sus lugares de origen, se benefician del sistema de salud pública sin tributar, comen raro o son sucios. Esa fuerte estigmatización social es la forma en que se expresa una larga tradición que ha visto en la inmigración limítrofe un fenómeno no deseado, Es una muestra de que la Argentina no ha sabido beneficiarse aún de esa nueva diversidad.
Copyright Clarín, 2012.