"La frustración nacional fue el corolario obligado de los golpes"
- Periodista:
- Pablo Montanaro
- Publicada en:
- Fecha de la publicación:
- País de la publicación:
Por PABLO MONTANARO
Neuquén > La historia de los golpes de Estado en la Argentina del siglo XX es el eje del último libro del ensayista Alejandro Horowicz, pero el subtítulo marca la forma que debería ser leído: "Historia de una frustación nacional". El especialista analiza en su trabajo de qué manera los gobiernos de las minorías determinaron la frustración del resto de la población y el camino a un final previsible.
Por más que resulten reiterativas, las preguntas de cómo se idearon los golpes de Estado, qué condiciones eran las que estaban dadas para que los militares tomaran el poder desde 1930 a 1976, qué poderes civiles apoyaron y sostuvieron a los gobiernos de facto y qué herencia dejaron los golpes, siguen siendo tema para el análisis, y Horowicz no las esquiva para abordar su estudio en "Las dictaduras argentinas. Historia de una frustración nacional" (Edhasa).
“La democracia de la derrota” es el calificativo que Horowicz da a los momentos después de las dictaduras, que construyeron la opinión de la gente y orientaron el devenir del país.
Horowicz, nacido en Buenos Aires en 1949, es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y autor de "Los cuatro peronismos", "El país que estalló. Antecedentes para una historia argentina (1806- 1820)" y "Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina", junto a Toni Negri y otros autores.
¿Se pueden establecer cuestiones comunes entre las dictaduras argentinas antes de 1976 y la que encabezó Jorge Rafael Videla?
Una lectura sincrónica de los golpes de Estado supone establecer la diferencia específica entre golpe y golpe. Antes que nada conviene entender diacrónicamente que los movimientos militares “exitosos” tuvieron lugar en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Es decir, entre 1930 y 1976; por fuera de los topes de ese ciclo histórico, sólo fueron chirinadas irrelevantes.
De la lectura de las proclamas militares surge el primer dato significativo: en 1976 se produce, por primera vez, un golpe que no admite ninguna forma de oposición, ni armada ni desarmada. Vale decir, que un opositor y un guerrillero “disfrutaban” del mismo estatuto legal, ambos estaban fuera de ley. El estado de excepción fue asumido desde el arranque explícitamente (todos los derechos quedaron en suspenso, salvo el de los propietarios y no siempre), y sin embargo esta situación no modificó un ápice del sistema de apoyaturas políticas y sociales del régimen.
Esa es la primera de todas las diferencias relevantes y permite inferir, prima facie, que el golpe no surge de ninguna improvisación de circunstancias, como el de 1943, sino de una meticulosa elaboración previa. No se trata de un movimiento de autonomía militar, aunque un golpe siempre contiene ese ingrediente en su propia gramática interna (pensar la guerra por Malvinas), sino de una decisión orgánica del bloque de clases dominantes.
Un relevamiento de los enfrentamientos armados y políticos de 1975 permite poner en foco un cambio de programa del partido del estado.
El abandono de las distintas variantes del Plan Pinedo (programa de sustitución de importaciones), por uno que sólo atiende a las “ventajas relativas” de la producción nacional. Es decir, el Rodrigazo anticipa la reprimarización de la actividad económica, a resultar de un claro balance político del mundo empresarial: “el desarrollismo fracasó”, sobre todo porque impulsa la lucha de clases y permite la articulación de un frente plebeyo orientado por corrientes socialistas variopintas.
¿Cómo puede definirse a la dictadura que comenzó en 1976?
Estamos en presencia de una dictadura burguesa terrorista, de una política unificada del bloque de clases dominantes contra el campo popular, que cuenta con el respaldo de todos los partidos del arco parlamentario (no solo), respaldo que puede contabilizarse por diversas vías. De la lista de intendentes que el proceso convocó o conservó en sus cargos, si bien las proporciones porcentuales no son las del Congreso, queda claro que tanto la UCR como el PJ (sin olvidar al PI, la Democracia Cristiana y el desarrollismo), participan orgánicamente. El Partido Socialista de Américo Ghioldi y la Democracia Progresista de Santa Fe aportan embajadores importantes: Italia y Portugal, y el PC “apoyo crítico”.
Las cámaras empresariales, a través de la APG, elaboraron sin disimulo alguno el programa del ingeniero Celestino Rodrigo, bajo la conducción intelectual y política de José Alfredo Martínez de Hoz. El denominado programa del 2 de abril se confeccionó en la primera mitad de 1975 y se aplicó con la diferencia de circunstancias históricas hasta el estallido de diciembre del 2001.
Siempre se analiza el papel que ejerció la sociedad argentina en esos años oscuros y que pedía acabar con los grupos terroristas. Usted señala que las dictaduras son la historia de una frustración nacional. ¿Podría explicarlo?
En 1976 se había constituido una suerte de frente único antiguerrillero, que inmediatamente mutatis mutandis se transformó en un frente único antiobrero y antinacional. Sin embargo, el respaldo a la política de exterminio de militantes no supuso, en muchos casos, el respaldo de la gestión económica de la dictadura burguesa terrorista.
Por cierto que una cosa iba de la mano con la otra, pero el nivel de venta de Clarín -para citar un solo ejemplo- estaba vinculado a esa curiosa “divergencia”. El desarrollismo expresó públicamente a través de su numen intelectual, Rogelio Frigerio, que el restablecimiento del “orden” en la fábrica y en la sociedad era imprescindible, pero que la política de Martínez de Hoz era una catástrofe. Ese patrón de lectura excedía largamente el de los compradores de ese diario, basta leer las cartas de los lectores de "La Prensa" para comprobarlo.
Y no se trata tan sólo del golpe de 1976; la Revolución Libertadora concitó, sería estúpido negarlo, apoyos multitudinarios. Es cierto que el voto blanquismo fue, en las elecciones constituyentes del año 1957, la primera fuerza política; pero no era ni de lejos la mayoría. Los militares golpistas concitaron en diversas oportunidades respaldos fuertes y en casi todos los casos -el de 1943 contradice parcialmente esta afirmación- ese respaldo terminó transformándose en rechazo visceral. Por eso, la “frustración nacional” terminó siendo el corolario obligado de todos los golpes de Estado. Es que el golpe, en tanto instrumento del bloque de clases dominantes en ese ciclo histórico, sustituye el agotamiento del sistema de partidos por el accionar del cuerpo de oficiales, desde la perspectiva más reaccionaria. La desparlamentarización de la política deja inerme al conjunto de los sectores populares.
¿Qué quiere decir cuando plantea que el error es creer que la dictadura sólo tiene víctimas y no tiene beneficiados?
La lectura alfonsinista, la que plantea el enfrentamiento entre los dos demonios, construye un escenario donde una mayoría aterrorizada queda en manos de una minoría militar aterrante, y por lo tanto exculpa a la sociedad argentina, al bloque de clases dominantes, de lo acontecido. En el juicio a las Juntas Militares ese argumento queda en boca del fiscal Julio César Strassera.
Desde el momento en que se aceptan como legales las órdenes impartidas por María Estela Martínez de Perón e Italo Luder, para “aniquilar” al enemigo, queda en claro que se proponen construir una ficción histórica eficaz: de un lado de 1976 el “terrorismo de Estado” y del otro la “democracia”.
Olvidando prudentemente que la Constitución Nacional impide la intervención militar a una provincia sin ley del Congreso. En una palabra, avalan las decisiones ilegales del gobierno legal, porque reconocen en su toma la voluntad política del bloque de clases dominantes, es decir, de sus beneficiarios inequívocos. Y no lo hacen en un episodio aislado, sino durante todo el ciclo histórico. Por eso, para que no quede la menor duda, protegen a los represores hasta el estallido del 2001.
En su libro sostiene que con la llegada de la democracia en 1983 no finaliza la lógica de la dictadura.
El arribo del gobierno de Raúl Alfonsín coincide con el intento de sustituir el juicio a la dictadura burguesa terrorista por el juicio a los procesistas militares (ni Martínez de Hoz, ni ningún ministro civil fue inculpado de nada); ese comportamiento obtuvo una enorme repercusión mediática, y la lucha por la democratización de la sociedad fue sustituida por la lucha contra el “retorno” de los militares.
El golpe de Estado, la amenaza de un golpe potencial, como se vio en Semana Santa de 1985, impidió y bloqueó cualquier exigencia extradiscursiva en materia de rendición de cuentas. La democratización de la sociedad fue reemplazada por vivir tranquilos, sin presiones militares, y repentinamente los beneficiarios sociales de la dictadura burguesa terrorista se transformaron en demócratas constitucionales por declamar contra los carapintadas.
La teoría de los dos demonios fue directamente inducida desde el Poder Ejecutivo, mediante dos decretos sucesivos de 1983: juicio a las tres primeras juntas militares, juicio a los sobrevivientes de la dirección de Montoneros. Y si algo faltara el prólogo al Nunca Más cierra ese círculo de interpretación sin fisura. En todo caso, la otra lectura resultaba inaudible. El notable trabajo de Elsa Drucaroff (“Por algo fue”), que incluyo en mi libro, se ocupa específicamente del problema, y pese a integrar la muy rara producción académica sobre el tópico -podemos decir que es único- y formar parte de la entronizada corriente “semiológica” fue esquivado sin mayores explicaciones. Igual destino corrió “La democracia de la derrota” y por eso ambos trabajos, que deben leerse como un continuo, son republicados ahora.
Ese comportamiento político se mantuvo inalterado (leyes de Obediencia Debida y Punto Final, indultos) y recién con su anulación, a pedido del Congreso por decisión de la Suprema Corte de Justicia durante el gobierno de Néstor Kirchner, se restableció la relación entre los delitos y las penas, entre las palabras y las cosas, entre la ley y la política.
Esto con ser muy importante no es todo. El programa del partido del Estado entre 1983 y el 2001 se redujo a pagar la deuda externa sin ninguna clase de investigación sobre su conformación, pese a que el alfonsinismo durante la campaña electoral distinguió deuda legal de la otra. Y al decidir no investigar alcanzó una nueva cumbre en materia de pagos, al tiempo que potenciaba el rango de endeudamiento público.
El menemismo, que no es otra cosa que la continuación del alfonsinismo con otros instrumentos (la convertibilidad), se constituyó con el respaldo de la UCR. Recuerden, Menem asume seis meses antes y sus diputados lo harán seis meses más tarde, de modo que durante ese lapso cogobernaron sin problema alguno. Entonces, el bloque de clases dominantes que renunció en 1975 a dirigir la sociedad argentina, para proseguir la marcha sonámbula, para poder hacer valer su interés, no trépido en marginalizar a la compacta mayoría cada vez que hizo falta. Sin olvidar, claro está, la connivencia pública para la elaboración de una reforma constitucional, la de 1994, sobre la que se mentaron corruptelas nunca develadas de radicales y pejotistas. Todo era lícito, y nadie se rasgaba las vestiduras.
Una de las cuestiones que aún falta juzgar y condenar es la responsabilidad del sector empresario (se comenzó con la indagatoria a Pedro Blaquier, presidente del Ingenio Ledesma) como también de la justicia en los años de la dictadura. ¿Cómo analizaría esta situación de investigar la complicidad empresarial con la represión de la dictadura militar?
Desde que la política no es más que la continuación de los negocios por otros medios, desde que los civiles son siempre demócratas y los militares sólo pueden ser obligatoriamente genocidas, la responsabilidad empresarial no existe. En todo caso, remite a unos contados casos: Papel Prensa, por ejemplo, donde la violación de la propiedad privada resulta sencillamente escandalosa. Pero ni siquiera ese tuvo visibilidad mediática, ni supuso el inicio de una línea política con suficiente consenso colectivo.
Esto comienza a dejar de ser así. Y el caso Pedro Blaquier tiene el valor de un ejemplo paradigmático. En el bosque de los signos que un hombre con semejante poder económico, político, social y cultural (no se trata de un millonario repentino, sino de un integrante del establishment tradicional, que cuenta con todos los auspicios existentes) deba tocar el pianito, que finalmente termine yendo a juicio oral y público, muestra que la compacta complicidad judicial comienza a resquebrajarse, al tiempo que un aire de renovación moral atraviesa la sociedad argentina.
Basta pensar en España media hora para entender. El juez Baltazar Garzón, que no es santo de mi particular devoción, intentó averiguar qué pasó con víctimas del franquismo y lo destituyeron. A treinta y siete años de la muerte de Francisco Franco lo destituyeron, y nos quieren contar que España es gobernada bajo métodos democráticos y en la Argentina el más abyecto fascismo recorre su sistema político. No se trata de transformar al gobierno K en una representación del socialismo revolucionario, ni siquiera en una fuerza de izquierda, sino en admitir que modifica las condiciones de posibilidad de la política. De esa modificación depende el curso de la próxima década.