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Parto de la Argentina moderna

Periodista:
Natalio R. Botana
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Hacia 1880, tres batallas sangrientas conmovieron a Buenos Aires. Escritores desencantados evocaron la tragedia y, con sombría prosa, proclamaron la muerte de la ciudad. En aquellos días se resolvió un viejo conflicto: Buenos Aires, federalizada, fue Capital de la República. Poco tiempo después, Julio A. Roca ascendía a la presidencia.

Treinta años más tarde, Roque Sáenz Peña, también elegido presidente, ponía en marcha una reforma política que culminaría en 1916. Buenos Aires, pese a los augurios pesimistas de tres décadas atrás, festejaba el Centenario entre saludables signos de confianza.

Este libro abarca una parte de la historia que transcurrió durante ese tiempo. No es una historia general ni pretende serlo. El propósito de estas páginas, que entrelazan un largo diálogo, es menos ambicioso, pues pretende interpretar rasgos significativos, para los actores de aquel entonces, de la práctica política e institucional. La selección de este centro de interés requiere algunas precisiones que justifiquen, asimismo, el método adoptado. Los acontecimientos que retiene el conocimiento histórico –destaca Raymond Aron– son aquellos que se refieren a los valores: valores afirmados por los actores o por los espectadores de la historia cuya ponderación hace que cada sociedad tenga su historia y la reescriba a medida que cambia. De este problema, que muchos encubren o, por lo menos, no explicitan, deriva una pregunta recurrente: ¿debe el historiador pensar una sociedad tal como se la entendía o juzgaba en el pasado, o bien debe referir esa sociedad a los valores del presente y del futuro?

Las respuestas que se ensayaron frente a este crucial problema exigirían escribir un largo inventario crítico. En todo caso, es menester recordar la fuerte carga ideológica que ronda en torno de estos interrogantes. Cuando el enmascaramiento de la verdad o, simplemente, la pasiva asimilación de un conjunto de ideas que ya nadie piensa alcanza la altura propia del combate ideológico, el uso instrumental del pasado se exacerba y se transforma en arma justificatoria de situaciones, ambiciones o desilusiones presentes. Sobre este asunto, nuestra cultura histórica presenta recientes testimonios que revelan una persistente inmadurez.

Espectador del pasado, he procurado reconstruir una unidad histórica, bajo el concepto de lo que más adelante se denomina régimen político del ochenta, cuyos límites quedan trazados entre 1880 y 1916. Tal limitación encierra, sin lugar a dudas, una dosis de arbitrariedad no desdeñable. Una fecha, como la de 1880, puede hacer las veces de frontera que inicia una nueva era para el historiador atento en demasía a las discontinuidades o a los cambios bruscos. Otros, en cambio, observarán cómo la discontinuidad en las relaciones de poder puede desplegarse sobre una continuidad más profunda que expresa creencias e intereses sociales.

Esta amalgama en el tiempo, de la discontinuidad en algunos campos del acontecer humano con la continuidad en otros, alberga una clave interpretativa. La hipótesis que se defiende, en efecto, presenta la formación definitiva del Estado nacional y del régimen político que lo hizo manifiesto, como un fenómeno tardío que sucedió a la guerra civil de la década del cincuenta y a las presidencias fundadoras de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Fenómeno tardío que tuvo, entre otros, dos rasgos distintivos: en primer lugar, la constitución de un orden nacional al cual quedaron subordinados los arrestos de autonomía que, sobre todo, sobrevivían en la provincia de Buenos Aires y, en segundo término, la fórmula política que otorgó sentido a la relación de mando y obediencia privilegiando algunos valores en detrimento de otros. El diseño de esta fórmula política proviene de una meditación crítica acerca de una parte de la obra de Juan Bautista Alberdi, con lo cual se afirma, desde ya, su innegable y decisiva importancia (lamento contradecir, en esta circunstancia, el implacable juicio de Paul Groussac). Como luego se advertirá, la “fórmula alberdiana” tradujo en 1880 una concepción del orden político que latía en germen desde los albores de la organización nacional, a la cual no eran ajenos, junto con los valores liberales de progreso, la exitosa experiencia de la “república portaliana” en Chile y, en general, los argumentos que recomendaban un cuidadoso examen, para no incurrir en el desgobierno, de la resistencia que ante la innovación ofrecía el poder tradicional en las sociedades criollas.

No fue tan sólo una abstracta concepción del orden. El régimen del ochenta asumió esta dimensión que apuntaba hacia lo deseable, pero se encarnó por medio de hechos y práctica activa; una acción pública, en suma, que definió, mediante cambiantes estrategias, la relación de amigo y enemigo y arrinconó a los fundadores en el papel del crítico o del testigo dispuesto a remediar la corrupción incitando la evolución hacia formas de convivencia congruentes con la libertad política. Sobre este trasfondo, no parece del todo desacertado ajustar una perspectiva de interpretación, más acorde con el mundo que se gestaba, gracias a la visión del autor de las Bases acerca de la capacidad política del hombre común para ejercer el gobierno. Sin embargo, quien procura establecer un vínculo significativo entre una teoría del régimen deseable y la práctica política, ambas presentes en un período histórico, debe tomar distancia frente a ciertos riesgos, fuente de inconsistencias o de unilaterales interpretaciones. Por ejemplo, la ingenua actitud del historiador de las ideas, o del politólogo deslumbrado por el impacto de una teoría política, que simula la relación de causalidad entre ideas y acción, como si los protagonistas (no hablemos de los que no lo son) hubieran abrevado, cual dóciles discípulos, en la teoría que se pretende ponderar. La cuestión es más ardua. Exige, por lo menos para desbrozar camino, un modo de comprensión que incorpore al campo de la historia las experiencias vividas o las significaciones suscitadas por esas experiencias que trascienden las conciencias individuales. Esa experiencia incompleta y fragmentaria, sólo recuperable, en este caso, merced a la lectura de un período de nuestro pasado, me ha sugerido una asociación significativa de la fórmula que prescribió y describió Alberdi con la acción política que transcurre entre 1880 y 1910. Un modo de aproximación semejante parece adecuado al entendimiento político del régimen del ochenta y no pretende penetrar en otros territorios librados al análisis de la historia económica o social. La modestia implícita en este intento (para muchos pasado de moda) no enmascara la ambición, que otros a derecha e izquierda acarician morbosamente, de subsumir el estudio de la economía y la sociedad bajo la jerarquía de la política. Lejos de ello, esta selección de objetos y centros de interés no proyecta explicar la economía por la política, ni ésta por aquélla. Muchas veces se confunde la búsqueda de causas explicativas en la historia con la comprensión de los propósitos que guiaron a los actores, las consideraciones racionales o las pasiones que determinaron su acción. Queda librado al juicio del lector criticar las conexiones explicativas que aquí se esbozan, las cuales, para ser fecundas, exigirían de mi parte enhebrar el trazado de muchas historias que dispusieran en amplio cuadro la economía, la sociedad, la cultura y la política de una época. No ha llegado aún el momento de afrontar esta tarea, so pena de incurrir en groseras simplificaciones. Bastará, por ahora, el ensayo de comprensión de la manera como los actores implantaron un principio de legitimidad, pusieron en marcha un sistema de dominación, lo conservaron, lo defendieron y hasta lo reformaron. La aclaración viene a cuento para acentuar un fenómeno de sobra conocido.

Durante el período que ocupará nuestro análisis, un cambio de características espectaculares en la economía, la población y la cultura conmovió a la sociedad argentina. Los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el campo político, fueron liberales y progresistas ante la sociedad que se ponía en movimiento. Como señala Romero: […] el liberalismo fue para ellos un sistema de convivencia deseable, pero pareció compatible aquí con una actitud resueltamente conservadora […] Había que transformar el país pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el poder […] Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este último campo el espíritu renovador en tanto se contenía, en el primero, todo intento de evolución.

*Historiador.