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Periodista:
Juan Pablo Bertazza
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Desde hace mucho tiempo, los hoteles constituyen un revulsivo hogar para la literatura, y sus blancas y curtidas sábanas el nido en que se gestan los sueños e insomnios de los escritores. Sin lugar a dudas, uno de los más paradigmáticos es el Chelsea Hotel –de ladrillos casi rosa y balcones de hierro forjado, una construcción europea que mira al Empire State– donde se desparramaron los beatniks y donde murió Dylan Thomas en 1953, luego del autoconsciente record de los 18 whiskies, y luego de escribir en la habitación 206 su último e inconcluso poema, “Elegía”. En el mismo hotel alucinado y repleto de graffitis pero en la celestial habitación 1008, de tanto mirar las estrellas con su telescopio, Arthur C. Clarke comenzó a escribir 2001 Odisea en el Espacio.

 

 

Los ejemplos abundan a lo largo y ancho del mundo, y en nuestro país el más literario de los hoteles es el extinto Plaza, ubicado en Florida 1005, por donde pasaron Ortega y Gasset, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Jorge Amado, Borges y Victoria Ocampo, entre otros. No obstante, la naturaleza literaria de los hoteles –verdaderos boxes humanos de muchos pasajeros permanentes– trasciende incluso el alojamiento de celebridades, ya que en esos extraordinarios lugares suele darse el milagro de los vínculos tan intensos como espontáneos entre desconocidos.

 

Pensado casi como el ala ficticia de La ceremonia del porno (libro coescrito con Andrés Barba que entendía la pornografía como una marca de nuestro tiempo y obtuvo el Premio Herralde de Ensayo), el madrileño Javier Montes se ocupa en La vida de hotel de sacar jugo de esa condición de los hoteles, centrándose en uno de esos interesantísimos oficios terrestres que suelen ser caldo de cultivo de la inspiración literaria: un obsesivo, huraño y enigmático crítico de hoteles acepta, por primera vez, hacer una reseña sobre el Imperial, albergue clásico y tradicional que es ligeramente reconstruido y que está localizado a pocas cuadras de su casa, a tal punto que desde la terraza puede espiar su propia vivienda. Lo siniestro dentro de lo más cotidiano es uno de los aspectos más movilizadores que le aporta esta excursión. No bien realiza el check in utilizando un seudónimo –el resguardo de su verdadera identidad es una de las condiciones indispensables de su labor, algo que le confiere entidad de doble agente doble, ya que “nadie es nunca quien dice ser en los hoteles”– y sube al pasillo, el crítico hotelero descubre –y espía– una curiosa escena de sexo en la habitación que estaba destinada a él, una escena de sexo con mucho de ritual, la presencia de cámaras de televisión y el liderazgo de una mujer poderosa y cautivadora que se dedica, según ella misma le aclarará después, a un trabajo muy similar al suyo: grabar escenas pornográficas para luego subirlas a una página de Internet que lleva, en su dominio, el mismo nombre que las columnas del crítico en el periódico: Vida de hotel.com

 

 

Conocer a esa mujer significará para el crítico una aceleración en el pulso, derrumbar sus estructuras obsesivas y poner al borde del abismo su minucioso trabajo. A manera de ventilación de cada capítulo del libro, donde el protagonista mantiene además curiosos encuentros con un odioso colega gastronómico del mismo diario, se incluyen los intentos, los ensayos, las versiones de esa reseña del Hotel Imperial que será, sin lugar a dudas, la más decisiva de su carrera.

 

Más allá de padecer cierta irregularidad y algunos problemas de verosimilitud en la trama, uno de los aspectos más interesantes de La vida de hotel es la profunda y deliberada relación mimética que el libro entabla con su objeto literario, es decir, los hoteles. La anomia de sus personajes, la contundencia y la brevedad de las frases, la claustrofobia de las descripciones y, sobre todo, la atmósfera sumamente extrañada y casi aséptica que hilvana Javier Montes nos hacen sentir dentro de una habitación circunstancialmente rentada y, por lo tanto, viajar al pasado, ya que, tal como dice al principio de la novela, “dormir en un hotel es volver a la infancia, cuando las sábanas se cambiaban solas”.

 

 

Como no podía ser de otra forma, el libro se presentó en un emblemático hotel madrileño, el Villa Magna, donde Javier Montes –con Los penúltimos, su primera novela, ganó el Premio José María de Pereda y en 2010 la revista Granta lo incluyó en su selección Los mejores escritores jóvenes en lengua española– confesó que ésta es una novela anticinematográfica. En tiempos en que, según muchos, la literatura parece haber perdido su autonomía y mezclarse en el mismo barro de tantísimas otras disciplinas, la virtud más destacada de esta novela es la manera en que defiende y guerrea la especificidad inalienable del discurso literario.

© Juan Pablo Bertazza, Página 12