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"No creo que la calidad sea un misterio, y puede ser discutida"

Periodista:
Matías Serra Bradford
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Profesor de Sociología en la New York University y en la London School of Economics. Fundador del New York Institute for the Humanities. Ensayista distinguido con los premios Amalfi, Ebert, Hegel, Berlín, Henkel, Tessenow, Mazzotti y Spinoza. Los títulos académicos y los galardones obtenidos no dicen demasiado acerca de las intenciones, el método y el estilo de Richard Sennett (Chicago, 1943). Tampoco han contribuido a hacerlo sentir más seguro como escritor; para él, a mayor reconocimiento, mayor debe ser la autocrítica y la autoexigencia. Los títulos de sus libros, y sobre todo los subtítulos, sí permiten definir el tenor de sus investigaciones: La corrosión del carácter, El declive del hombre público, El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, El artesano, La cultura del nuevo capitalismo, Vida urbana e identidad personal. Los usos del desorden, y el más reciente Together, cuyo subtítulo es The Rituals, Pleasures and Politics of Co-operation.

 

 

Es probable que su afición a un instrumento como el chelo -y la imposibilidad de dedicarse a él a tiempo completo y de por vida- diga algo distinto acerca de su persona y aun de su prosa, acerca de la precisión y la sutileza con que despliega sus exploraciones. Sus temas centrales podrían resumirse de este modo: cómo la criatura humana se comporta en la intimidad y en sociedad, cómo trabaja a solas y en compañía de otros, cómo se mueve en una ciudad y qué hace con la cultura que circula en ella. Richard Sennett, un hombre medido, elegante, puntilloso y afable, publica hace más de cuarenta años y sus conclusiones no han envejecido. Esto declaró en La corrosión del carácter: "Un régimen que no provee a los seres humanos razones profundas para preocuparse por el otro no puede preservar su legitimidad por mucho tiempo".

 

-En el libro que escribió en colaboración, con Jonathan Cobb, dice: "Comenzamos con la intuición incorrecta, como suelo hacerlo en mi trabajo". ¿Eso es parte de un método deliberado, el que elogia en El artesano, en donde afirma que los errores son fructíferos y necesarios?

 

 

-Para mí lo son. Hay escritores que delinean un libro entero y después llenan las partes. Yo no puedo hacer eso. Una vez que terminé con una pieza en prosa tengo que repensar las otras partes. Soy un escritor muy ineficiente. Hago dos borradores, a veces tres. Sólo descubro de que se trata después del primer borrador. Eso es lo terrible de cómo se entrena a los jóvenes académicos. El proceso de descubrimiento durante la escritura se aborta; se les pide constantemente que sean muy claros, que sean bien organizados. En otras palabras, que no se arriesguen a hacer un descubrimiento.

 

-Usted retoma las cuestiones de la obsesión en el trabajo y del perfeccionismo, e implora al lector que acepte la imperfección, que pierda el control sobre su trabajo con el fin de tropezarse con aquello que John Ruskin llamó una oportunidad para vacilar. ¿Cómo administra este ida y vuelta entre la voluntad de hacer las cosas bien -así define un oficio en El artesano- y la voluntad de permitir que las imperfecciones se cuelen mientras escribe?

 

 

-En eso consiste el trabajo de la revisión. Uno escribe dos o tres páginas, las deja a un lado y dice "esto es terrible". Y se embarca en el trabajo de rehacerlas. En las ciencias humanas creemos que el lenguaje es meramente una representación en lugar de una investigación. Lo que lleva a pensar menos. Si uno usa el lenguaje como un instrumento de representación se vuelve muy burocrático.

 

-¿Se ve representado en la definición que usted da del lenguaje de Montaigne, como algo dialógico, un mosaico de fragmentos que producen un todo coherente?

 

 

-Absolutamente. Por eso nunca quise tener una teoría, en el sentido académico. Creo que los procedimientos dialógicos no son como teorías, son como manojos de creencias. Una de las cosas que fue inspiradora para mí acerca de esta generación heroica de teóricos de los años 70 y 80 es que ninguno de ellos tenía realmente una teoría. A medida que avanzaban, gente como Foucault y Barthes iban deshaciendo lo que había hecho antes. Foucault era aseverativo pero también muy autocrítico. Iba en contra de las formas estáticas de escritura.

 

-Da la impresión de que en varios de sus libros una especie de colaboración oculta se produce con otro autor. Con Foucault en Carne y piedra, por ejemplo, o con Hannah Arendt en La conciencia del ojo, o Jean Starobinski en El respeto. Supongo que estas figuras han establecido estándares de perfección para su trabajo...

 

 

-No he intentado copiarlos. Cuando leo algo de lo que realmente aprendo, o que me emociona, supongo que absorbo eso. Es lo mismo en el arte. Cuando oímos a un gran intérprete, como Alfred Brendel, no queremos tocar como Alfred Brendel. Es un estímulo, no un modelo.

 

-¿Es posible evaluar el oficio de un escritor, de un músico? Respecto del gusto, no es un objeto cuya calidad uno puede evaluar objetivamente...

 

 

Es algo interesante. Cené con Brendel un par de días antes de venir para acá. Y le diría que todavía es muy autocrítico de su técnica. Cierto, está el gusto, pero también hay un fundamento físico. No creo que el gusto sea tan elusivo. No sé cómo funciona en poesía, por ejemplo, pero en la música existe un estándar objetivo para juzgar qué es lo que logra un buen tono, el modo en que uno presiona la cuerda en el chelo, eso es un procedimiento, es oficio. No creo que la calidad sea un misterio, y creo que puede ser discutida. Lo que no puede hacerse es establecer para ella rígidamente una serie de reglas. Los grandes artistas rompen reglas pero saben que las están rompiendo.

 

-Borges sería un caso claro de una creación deliberada, y lograda, de misterio ¿No le parece que el estilo es más misterioso que la calidad?

 

 

-Si no pudiéramos pensar sobre la calidad, y emitir juicios acerca de eso, no podríamos perfeccionarnos. Creo que mucho del gusto burgués todavía está estancado en cierto romanticismo cultural. Todo parece un secreto en las artes. Y si uno trabaja en eso, hace descubrimientos, toma caminos equivocados, tiene que pensar por qué algo es nuevo. Somos criaturas que constantemente intentan encontrar sentido en lo que están haciendo.

 

-En Together escribió: "Tener un interés en los demás, en su propio terreno, es acaso el aspecto más radical de la escritura de Montaigne". Lo que se podría conectar con un pasaje de El artesano: "El resultado de preocuparse por lo que uno ve es el deseo de hacer algo, lo que los griegos llaman poiesis". En su caso ese deseo se traduce en libros.

 

 

-Sí, pero no voluntariamente. Tengo esta lesión en mi mano, y una operación me alejó de lo que realmente quería en mi vida, que era hacer música, y supongo que hacer libros fue una especie de compensación. Disfruto al escribir, pero no soy un escritor natural, para nada. Reconozco lo que es natural. Barthes era un escritor natural. Es también por eso que me gusta cocinar. Me gusta hacer cosas concretas. Esta idea de poiesis es una noción bastante profunda filosóficamente, es decir que cuando estamos realmente metidos en algo no somos los receptores pasivos de eso. Di clases un tiempo en el MIT. Había ingenieros fantásticos, eran artistas sin saberlo. Y les sucede lo mismo: cuando comprenden algo, quieren hacer algo con eso. Es un impulso humano muy básico que se reprime a sí mismo.

 

-En El respeto dice: "La idea de transformarse uno mismo supone el poder de dejar atrás la vida que uno ha conocido, lo que significa dejar atrás a la gente que uno ha conocido.". En sus libros uno tiene la impresión de que una persona -como usted, como Foucault, o incluso la mayoría de la gente- logra hacer algo con su vida contra todos los pronósticos.

 

 

-El único gran obstáculo con el que me topé en mi vida fue con el impedimento por el cual no pude seguir tocando música. Una de las cosas que tiene el hecho de ser un intelectual es que uno exagera las dificultades con las que se enfrenta. Uno puede sobrevivir perfectamente como un académico sin hacer nada. Uno no puede sobrevivir como mecánico pero sí como intelectual, de manera que no me parece que sea una cuestión de lucha contra los obstáculos, las condiciones materiales. Estamos malcriados. Por eso debemos ser más autocríticos. Me gusta que mis alumnos dejen la carrera académica, que salgan de este medio tan rígido intelectualmente. Si vemos un caso como el de Walter Benjamin, que tuvo dificultades materiales terribles, esas complicaciones en su vida conformaron su propia integridad. Él podría haber sido el chico bueno que Adorno quería que fuera, leal, pero Benjamin no era servil.

 

¿Alguna vez se ha sentido traicionado por su propio trabajo? Como las palabras no son objetos y a veces dicen más de lo que uno querría...

 

 

-O menos. Soy un mal lector de mi obra publicada. Creo que muchos de mis libros fallaron. He hecho una suerte de pacto conmigo mismo: cuando tuviera cierta sensación de decepción con algo que había hecho, no lo revisaría una vez que se publicara. Que se las arregle solo. Cuando vuelvo a leer algunas cosas mías, me doy cuenta de que debería haber dicho mucho más, que apenas estaba empezando a rasguñar la superficie de algo. Y hay algo acerca de lo que queda impreso que invita a cerrar el proceso de autocrítica, mientras que con lo digital es una narración sin fin. Me alegra tener lectores, desde luego, pero todo lo mío ha sido un largo diálogo conmigo mismo. Nunca me tocó cruzarme con algo mío y pensar: "Esto es exacto, esto es excelente, esto es perfecto, debería parar". Nunca.

 

-Uno de los temas subyacentes de sus libros es la atención: la concentración en el trabajo propio, la atención hacia lo que sucede alrededor, en la ciudad, y el respeto como un derivado de la atención.

 

 

-La cuestión con las ciudades son los detalles, las rupturas, pequeños rasguños en la textura, efímeros acontecimientos visuales, las conversaciones en un bar. La atención no se crea encontrando un forma totalizadora, sino atendiendo a la disonancia en los detalles, eso es algo que intento capturar en mi trabajo. Y esto tiene una consecuencia metodológica: cuando hacemos ciencias sociales, en lugar de tratar de categorizar a la gente en bloques: acá están los obreros, acá los burgueses; cuando prestamos verdadera atención, estamos prestando atención al modo en que cada uno viola sus propias categorías. Cuando uno nota que el obrero específico con el que está tomando un trago no es el trabajador. Eso es lo que las personas que hacemos todo tipo de investigación antropológica queremos descubrir. Lo mismo pasa en las artes: un poema predecible es un poema al que uno no le presta atención.

 

-Otro especialista de la atención era su amigo Roland Barthes, que decía que nunca se aburría cuando escuchaba a alguien hablar de su trabajo. Los cursos de Barthes La preparación de la novela y Cómo vivir juntos encuentran ecos en sus libros El artesano y Together.

 

 

-La obra de él que más me impresionó fue Mitologías, ahí encontré un modelo. Es extremadamente concreta, está llena de derivaciones. Tal vez no sea su mejor libro pero es una gran obra de escritura. Siempre sentí que en su descenso hacia la semiología, en particular en El sistema de la moda, no era realmente él. Desde luego que regresa en sus últimos libros, excelentes, como La cámara lúcida o El imperio de los signos, a algo con más grano. Son libros que registran la ausencia, abiertamente... Solía tocar música con él. Era un pianista horrible. Como pianista, era lo opuesto a lo que era como escritor. Tenía una técnica muy primitiva. Exageraba todos los pasajes emotivos. Pero escribió bellas páginas sobre la música.

 

-¿Cuál es la pregunta que más se hace como escritor?

 

-Eso lo puedo responder con simpleza: me pregunto por lo que no se dice, lo que permanence oculto.

 

© Matías Serra Bradford, ADN La Nación