La aventura del hombre
- Periodista:
- Ariel Magnus
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Con algunos añitos de retraso (veintitrés), al fin ha salido en castellano otro libro de Nigel Barley, el secreto mejor guardado de la antropología. Nadie que haya disfrutado de El antropólogo inocente y enseguida se haya abalanzado sobre su continuación Una plaga de orugas dejará de festejar que, tarde pero seguro, ahora también tengamos No es un deporte de riesgo, publicado originalmente en 1989. De hecho, reencontrarse tanto tiempo después con el Barley de aquellos libros maravillosos hasta tiene su encanto, pues se lo ve igual que cuando nos conquistó.
El viejo nuevo destino de nuestro antropólogo favorito es ahora Indonesia, más específicamente el pueblo de los toraja, en la isla de Sulavesi. Pero el viaje, como de costumbre, empieza mucho antes, ya con la comprobación de que para la compañía de seguros el ejercicio de la antropología “no es un deporte de riesgo”. Antes tiene lugar también la entrevista con un especialista en el país elegido, que se convierte en una nueva oportunidad para practicar uno de los deportes preferidos de Barley: pegarle a la academia. Un deporte de algún riesgo, aunque siempre enriquecedor.
Cada paso camino al aeropuerto, desde comprar un mapa de la región hasta la depresión previa al viaje, se asocia en Barley a una pequeña aventura, y es excusa para detenerse y reflexionar. Una vez arribados a Jakarta, sigue la galería de grandes personajes que parecen ponerse adrede en el camino de nuestro involuntario antihéroe, así como las notables situaciones en las que se ve envuelto cada vez que hace un trabajo de campo. Todo ello salpicado por su seductora ironía inglesa y por las reflexiones antropológicas de lacerante lucidez que lo distinguen de otros viajeros. Mediante autoalusiones y running gags, repentinas confesiones personales, datos curiosos sin pintoresquismo y oportunos denuestos contra los turistas y los mismos antropólogos (“El peor huésped imaginable. Llega cuando nadie lo llama, se instala sin que nadie lo invite y acribilla a sus anfitriones con absurdas preguntas”), Barley nos mete en su mochila y nos mantiene interesados por esta cultura exótica aun en los momentos en que no pasa nada.
Hay, además, una gran diferencia respecto de los libros africanos: en Indonesia, Barley la pasó bien. Aunque de nuevo fue víctima de los insectos y estuvo en situaciones de peligro, lo engañaron y sufrió mil y una incomodidades, lo cierto es que los asiáticos le cayeron bien desde el principio. Mientras que en años de visitar Africa no logró hacer ningún amigo, aquí se descubrió abrazado a gente que acababa de conocer. Su cariño por el país y sus habitantes le confiere una alegría al texto que estaba ausente en los anteriores.
Otra gran diferencia es el último capítulo. Finalizada la estadía con los toraja, Barley logra hacer que el museo en el que trabaja invite a algunos de ellos para construir en Londres uno de sus famosos graneros de arroz. Las anécdotas de los indonesios con los que se alojó Barley viviendo ahora en su casa de Londres bien valdrían un libro aparte. Por lo graciosas, pero también porque confirman, de manera definitiva, lo que ya veníamos sospechando desde los libros anteriores: mientras dice estudiar una etnia lejana, lo que en rigor está estudiando Barley es a sí mismo, a su país y a la cultura europea.
Cementerio en piedra de los toraja en Sulavesi: cada familia tiene nicho y estatuitas.
Todo comenzó (nunca es tarde para enterarse) a fines de los ’70, cuando el entonces treintañero Nigel Barley abandonó la comodidad académica de Inglaterra y se internó en Africa para hacer un trabajo de campo entre los dowayo, un grupo de indígenas del Congo prácticamente desconocidos en Occidente, a los que sus propios vecinos trataban de salvajes. De esa experiencia surgió El antropólogo inocente: Notas desde una choza de barro, que fue un éxito inmediato en su país, se tradujo a una veintena de idiomas y desde entonces se reimprime sin pausa. Mezcla de diario íntimo, crónica de viaje y estudio etnológico, el libro de Barley muestra con mucho humor y grandes personajes la cara oculta de la antropología práctica. Desde la farsa académica hasta la burocracia africana, nada escapa a la ironía nihilista de Barley, que tampoco duda en dejarse a él mismo en ridículo cada vez que la situación se lo pide.
“Algunos antropólogos se mostraron perturbados, lo que para mí fue una prueba de que había valido la pena escribirlo –le cuenta a Radar su autor, hoy de 65 años–. Hubo un intento por expulsarme de la Asociación de Antropólogos Sociales, que no prosperó. Mi impresión, de todos modos, es que cualquiera que haya hecho trabajo de campo acepta el libro como una pintura honesta de lo que hace un antropólogo, mientras que los etnógrafos románticos me acusan desde sus oficinas en la universidad de haberme burlado de los dowayo. Pero a lo que yo apunto en el libro es a los antropólogos y a su pretendida omnisciencia. Los dowayo quedan bastante mejor parados que ellos.”
El controvertido volumen surgió en realidad como reacción, casi como venganza, al estudio científico que Barley preparó para la academia. “Era un pequeño volumen titulado Estructura simbólica de los dowayo, que acaso revista interés para un centenar de personas en todo el mundo. Está lleno de modelos estructuralistas y diagramas abstractos y me llevó dos años escribirlo. Cada vez que lo releía, estaba menos seguro de lo que había puesto y lo iba acortando más y más. Cuando llegué a las cien páginas, decidí publicarlo antes de que se consumiera por completo. Mi impresión era que ese libro no tenía personas en su interior, ningún suspiro ni sonido ni emoción, y como me había sobrado un montón de papel, pensé en sentarme y escribir cómo había sido el trabajo de campo de verdad. Me llevó doce semanas y hacerlo me produjo una inmensa sensación de alivio, como después de confesarse.” Las confesiones de Barley tardaron casi cinco años en publicarse, y sólo llegaron a esa instancia por casualidad. “Empecé a trabajar en el Museo Británico, que tiene su propia editorial, y justo ese año andaban cortos de títulos. Así que, en rigor, mi libro no debería existir.” El libro, que no pocos viajeros usan casi como una guía turística, se da como bibliografía en los cursos de introducción a la antropología, de hecho suele ser el primero que leen los estudiantes que empiezan la carrera.
A la vigencia de sus notas Barley se la explica en parte por el hecho de que la imagen de Africa no cambió mucho en las últimas décadas. “Africa sigue siendo el lugar donde vive el desastre. No tenemos la sensación de que allá hay millones de personas que viven satisfactoriamente vidas cargadas de sentido.” Tampoco cambió mucho el trabajo de campo, más allá de que los avances tecnológicos hayan achicado el mundo. “Todavía me acuerdo de estallar en lágrimas cuando recibía una carta una vez cada varios meses. Hoy los estudiantes pueden llamar a sus casas desde sus celulares. Pero no estoy convencido, pese a que mi noción de verdad etnográfica en el libro es muy naïve, de que la elaboración filosófica que se viene haciendo desde entonces haya sido enriquecedora o provechosa. Los que hacen trabajo de campo hoy en día insisten en la naturaleza solidaria del mismo, pero eso no cambia el modo autocrático en que lo encaran y es difícil encontrar beneficios reales para los objetos de su atención. Creo que lo que cambió no es lo que los antropólogos hacen, sino cómo lo justifican.”
Nominado dos veces al premio Travelex y ganador en 2002 del Foreign Press Association Award por sus libros de viaje, últimamente Barley se fue inclinando cada vez más hacia la ficción. “Uno de mis últimos libros es una novela sobre un alemán (real) que vivió en Bali entre las dos guerras mundiales e inventó la idea de Bali como un Paraíso. Como es una novela, tengo permitido especular sobre lo que pasa por la cabeza de la gente, sin preocuparme mucho sobre cómo nosotros formamos nuestras ideas sobre eso. Descubrí que, a medida que envejezco, éste es el lenguaje en el que más disfruto escribir.”
© Ariel Magnus, Página 12