Confieso que he leído
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- Rodrigo Fresán
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Ya en la primera página de Flores en las grietas –subtitulado Autobiografía y literatura– Richard Ford advierte que “la escritura y su pariente más venerable, la literatura, son permanentes. Una vez que nos internamos en ellas, lo que hemos hecho queda para siempre”. Y este libro no es otra cosa que la historia de esa permanencia en un territorio y de los modales maestros con los que Ford (Jackson, 1944) se ha venido moviendo allí.
Organizado y pensado para nuestro idioma (atención: no existe versión Made in USA de Flores en las grietas), el tema de los ensayos aquí incluidos se ordenan en un revelador contrapunto de libros ajenos con memoirs personales (recordar aquel inolvidable Mi madre, también en Anagrama) que no demoran en alcanzar resonancia universal.
Así, la revisión de favoritos privados como una selección de relatos de Chejov, Años luz de James Salter y Revolutionary Road de Richard Yates (dos novelas sobre un tema que le es cercano: el apocalipsis matrimonial) se funden con textos dedicados al amigo Raymond Carver, al nirvana del golf, a las bicicletas y los hoteles y las peleas a golpes de la juventud, y –sobrevolando todo– el acto de leer primero para después escribir o el “Holgazanear mientras la musa recarga las pilas”. Allí, Ford aprecia los encantos del no escribir: “En estos treinta años me he puesto como objetivo estricto dejarme largos períodos sin escribir, tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de escritura, lo que apruebo calurosamente (...) En todo caso, si hubiera escrito más y hubiera hecho menos pausas, no sólo me habría vuelto completamente loco, sino que casi con seguridad habría demostrado ser peor narrador de lo que soy. La mayor parte de los escritores escribe demasiado”.
Y, podría agregarse, leen mucho menos de lo deberían.
Leído Flores en las grietas en tándem junto a la recién aparecida en inglés Canadá (donde Ford deja de lado las digresiones sinuosas de su laureada trilogía de Frank Bascombe, que lo acercaron al Conejo de Updike o al Herzog de Bellow), los pétalos de estas flores en el asfalto o en las paredes resultan especialmente perfumados y valiosos en tiempos donde la letra impresa parece correr peligro y se lee, en pantallas progresivamente minúsculas, cada vez más, pero con decrecientes caracteres y carácter.
En “La lectura”, Ford recuerda sus años de profesor de literatura: “Lo que sí parecía que valía la pena enseñar era qué me hacía sentir a mí la literatura cuando leía (...) Después de todo, por eso deseaba yo escribir. La literatura era hermosa y buena. Pero no tenía idea de qué decir sobre ella. Todavía hoy siento el terrorífico frío de pura insustancialidad en la nuca cuando la literatura se levantaba contra mí como un alto muro detrás del cual había una inmensa selva. Tenía que conducir a la gente a través de ella no sólo de manera segura, sino también provechosa, pero la tarea estaba aún por empezar”.
Tiempo después, queda claro que Ford tiene mucha idea de qué decir sobre la literatura. Y nos conduce hasta el otro lado de la jungla con la experiencia del más experto pero también –y ésta es una cualidad que distingue a Flores en las grietas de tanto otro volumen de escritor a la caza de su oficio– más amable y sensible de los guías que, no por ello, deja de dar en el centro del blanco sin que eso lo prive de un “todavía siento, de vez en cuando, temor y admiración ante la literatura (...) Simplemente, tengo una experiencia del caos –del caos literario, la aparente cercanía del relato a sus propios comienzos desordenados– más agradable que la que tenía en otro tiempo”.
Así, por suerte para él y para nosotros, el cazador aún puede ser el cazado.
Por ponerle un pero a un libro impagable –propongo futuras ediciones aumentadas– uno sólo podría criticarle que no sea más largo, que incluya toda la no-ficción de Ford o, al menos, otras piezas que este reseñista considera indispensables: sus prólogos a las antologías The Granta Book of the American Long Story y Blue Collar, White Collar, No Collar: Stories of Work, los recuerdos de su descubrimiento de Faulkner & Fitzgerald & Hemingway para el número conmemorativo del 50º aniversario de Esquire, y el iluminador perfil de su propio personaje para la inclusión de The Bascombe Novels en la Everyman’s Library.
Pero, está claro, es un reclamo que surge no de la insatisfacción sino de las ganas de prolongar el disfrute. El placer de leer a Ford leyendo y escribiendo y experimentando “una deseada intimidad con las frases, contribuir a nuestra confianza y alentar nuestra capacidad de pensar haciendo abstracción de las partes del relato que todavía no podemos comprender, yendo luego, a su debido tiempo, a otras y terminar viendo y tratando de conectar todo lo escrito (...) Son reacciones a las que no deberíamos renunciar, sino esforzarnos en conservarlas como placer”.
Sea.
© Rodrigo Fresán, Página 12