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El absurdo, instrucciones de uso

Periodista:
Juan Pablo Bertazza
Publicada en:
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El primero sucede cuando, luego de la muerte del Papa (que, se sabe, ocurre cada muerte de obispo) los candidatos a sucederlo susurran, mientras escriben sus respectivos votos, “que no sea yo, Señor, te lo ruego”. El segundo acontece cuando, dentro de ese ámbito alienado y estanco de tanto oro, cantos gregorianos y oración, los pontífices escuchan y bailan Todo cambia (“cambia el clima con los años, cambia el pastor su rebaño, y así como todo cambia que yo cambie no es extraño”) en la voz de la Negra Sosa. Esos dos momentos cúlmines de la película Habemus papam, podrían tranquilamente sumarse a los episodios de inadvertida felicidad propuestos en este refrescante libro del italiano Francesco Piccolo, uno de los guionistas (junto a Federica Pontremoli) de la última película de Nanni Moretti.

 

 

Poco conocido aun en nuestro país y en el resto del mundo de habla hispana, Francesco Piccolo es un guionista experto que, poco a poco, comienza a labrarse un camino como escritor. Hasta ahora sólo uno de sus libros había sido publicado en español: Escribir es un tic, compilación de manías, caprichos y técnicas en las que incurrieron los más grandes escritores. Además de tener también una estructura de compendio, Momentos de inadvertida felicidad, su última obra, es un libro notable de un guionista eximio (quien, además de haber participado en otras recordadas películas del cine italiano, se desempeña como docente de guión en la Universidad de Roma) y el prometedor libro de un incipiente escritor.

 

¿Por qué cada vez que nos llaman por teléfono a la mañana mientras dormimos o acabamos de levantarnos, y alguien nos pregunta, aseguramos hasta las últimas consecuencias que estamos bien despiertos? ¿Por qué los pijamas llevan, indefectiblemente, ese ridículo y absurdo bolsillo a la altura del pecho? ¿Alguien los usa? ¿Por qué en los transportes públicos el bendito martillo de goma destinado a romper las ventanas está atrapado, precisamente, en una vitrina de cristal? ¿Por qué, en efecto, no usaríamos para romper las ventanas, en un momento de emergencia, el objeto con el que, de todas maneras, tenemos que romper esa vitrina de cristal donde está el martillo de goma? ¿Cuántos mensajes de texto menos se mandarían en todo el mundo si se prohibieran los mensajes que dicen, a secas, “ok”?

 

 

Haciendo gala de un anecdotario notable (aunque, por supuesto, algunas cuestiones resultan más interesantes que otras) sobre el pequeño mundo cotidiano, Piccolo merodea y se planta entre las leyes de Murphy, el humor de Boris Vian (uno de sus libros preferidos, confiesa, es La espuma de los días) y quizás el Tabucchi de Pequeños equívocos sin importancia para echar luz en las grandes incongruencias de los detalles de todos los días, los absurdos y ridiculeces de la cotidianidad con un humor negro que puede llegar, por momentos –y con lo que le cuesta a la literatura–, a generar carcajadas entre los lectores.

 

Una novela sin argumento, un testimonio sin personaje, una elocuente confesión anónima, una voz mayoritariamente en segunda persona que pesca muchísima identificación. Un libro difícil de encasillar y fácil de leer, a tono, sin lugar a dudas, con la dispersión de esta época en la que casi todos se concentran conectados a Facebook y Twitter, mientras tienen la tele de fondo, enviando y recibiendo varios mensajes de texto a la vez y atendiendo el teléfono; y, sin embargo, uno de esos libros en los que encontramos cierto grado de verdad, por más nimia que sea.

 

 

Se le podría achacar a Momentos de inadvertida felicidad, en efecto, quedarse en la superficie, como si nunca terminara de empezar. Sin embargo, esa naturaleza casi de borrador, de libreta dispersa, contrasta con la agudeza de su propuesta. Resulta muy atractivo, de hecho, atravesar esas pequeñas tragedias cotidianas como la indistinción de los baños de damas y caballeros con esos dibujitos dificilísimos de interpretar, a tal punto que el mismo Piccolo cuenta que, en una ocasión, inexplicablemente, estaba de un lado la foto de Stan Laurel y del otro la de Oliver Hardy, y lo más curioso de todo es que acertó a qué baño tenía que ingresar. O aquellos inexplicables gestos cotidianos (como “soplar un pedazo de comida que se cayó al suelo y comerlo enseguida como si hubiera quedado limpio”), las vanas pero inconfesables perversiones (del tipo encerrarse en los baños de las casas donde nunca antes se estuvo para curiosear todos los productos que ahí utilizan), las bendiciones del cielo (“cuando una persona te muestra sus fotos y, de repente, se da cuenta y te dice ‘las que quedan son todas iguales’ y entonces dejan de hacerlo”), las quejas entrañables como el reclamo de que exista una convención universal para decidir y organizar quién debe llamar (¿el que llamó o el que atendió?) cuando se corta una comunicación telefónica y evitar así la incomunicación recurrente de que los dos interlocutores lo intenten a la vez; y verdades indudables como aquella de que “las mujeres muy hermosas cruzan la calle sin mirar porque saben que todos los coches pararán”.

 

Con un éxito extraordinario en Italia desde su publicación original en 2010, Momentos de inadvertida felicidad no sólo nos obliga a prestar atención a todo aquello que se nos escapa mientras nos preocupamos por vivir. También nos tira por la cabeza un molesto interrogante que, cada uno, deberá resolver como le plazca y como pueda: ¿por qué será que cada vez que nos topamos con esas grietas de la vida surge, más allá de cierta melancolía, una rarísima satisfacción que, acaso, se parece un poco a la felicidad?

 

© Juan Pablo Bertazza, Página 12