Pliegues de la ficción y muerte del artista
- Periodista:
- Jesús Ferrero
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Periódicamente la novela se ve obligada a recuperar el efecto realidad sin el cual es casi un género muerto. Evocando al primer Vargas Llosa, se podría pensar que toda novela que no consigue suplantar la realidad ha perdido su apuesta. Lo que acabamos de decir nada tiene que ver con el realismo, y solo se refiere a la capacidad de absorción y posesión de un texto. Puede tratarse de una novela fantástica, no importa: en el momento en que la estamos leyendo ha de tener el poder de transportarnos a su universo y de convertirse en una realidad plena y absorbente.
La historia de la literatura nos advierte de que las formas de narrar se desgastan a la misma velocidad que la sorpresa del lector, y ahora nos hallamos en un momento en el que los lectores están más cansados que nunca de la ficción, en parte por erosión histórica y en parte por saturación. Vivimos envueltos en toda clase de ficciones: los videojuegos, las series televisivas, las películas, las miríadas de fábulas de Internet. Pensar que una novela es otra ficción más puede echar para atrás, y a muchos lectores de ahora les empieza a pasar. Dicho de otro modo: todos los medios y géneros que acabo de indicar le están usurpando a la literatura su tradicional vehículo de la ficción, y la literatura se ve obligada a intentar la no ficción, o al menos a aparentarlo. ¡Vaya paradoja tragicómica!
Obviamente, la intención de no “ficcionar” no es nueva y en buena medida es una utopía, pues no parece tan fácil trasladar la realidad al lenguaje sin caer, por el hecho mismo de hacerlo, en la ficción, en la abstracción y en la selección de contenidos. En el siglo pasado Truman Capote se atribuyó a sí mismo, con la humildad que lo caracterizaba, el invento de un nuevo género: la novela-realidad, que hallaba su materialización en A sangre fría (más tarde lo intentaría de nuevo en Plegarias atendidas); pero es obvio que la novela-realidad ya existía: Jornada de Omagua y Dorado, del siglo XVI, ¿no es ya una novela-realidad en toda regla? También lo eran narraciones del siglo XX como Edad de hombre, de Leiris, y El dolor de Duras, entre muchas otras.
En las dos últimas décadas, los autores que posiblemente más han transformado el género no-ficción podrían ser Joe Brainard con su ya mítico I remember, Alain de Botton con Beso a ciegas, Sibylle Lacan con Un padre, Édouard Levé con Autorretrato, y Delphine de Vigan con Nada se opone a la noche. Hablamos de relatos muy diferentes pero que intentan excluir la ficción en la medida de sus posibilidades, sin excluir la literatura.
En Francia parece claro el auge del género, y el éxito que ha tenido Nada se opone a la noche es buena prueba de ello. La novela se lo merece sin la menor duda. Siguiendo una ley muy estricta del género (la escritura desnuda y penetrante), Delphine de Vigan traza la historia de tres generaciones de franceses, centrándose en la vida y obra de su madre artista, suicida y loca. Capítulo a capítulo, vamos asistiendo al desmoronamiento de una inteligencia y a su degradación, pasando por momentos de desvelamientos inesperados, como la siniestra aparición de Lacan.
Nada se opone a la noche rezuma autenticidad y sólo se observan ciertos ribetes de ficción novelesca cuando la narradora reconstruye la infancia de su madre. La novela tiene además un doble flujo testimonial, pues a la vez que nos adentramos en la vida de los personajes la autora nos va informando de las vicisitudes de su escritura, de los momentos en los que el verbo se detiene porque ha tocado materia dura, y de sus relaciones ambivalentes con los protagonistas del relato, buscando un doble efecto de transparencia que atañe a la estética misma del libro pero también a su moralidad.
La narración comienza con la presentación del cadáver de la madre; a partir de ese momento se inicia la autopsia física y espiritual de la difunta: la descripción de su heroica lucha contra la noche, dejando a veces flotar la sospecha antirromántica de que la locura es un obstáculo para la creación y no un estímulo radiante, justamente porque la noche negra del alma no admite oponentes que no muestren una oscuridad aún más abismal y aplastante: por ejemplo la muerte.
La novela contiene aún otro elemento que redondea su campo semántico: no nos habla de cualquier muerte, nos habla de la muerte de una artista y de la descomposición de sus ficciones, nos habla de un alma exquisita que acaba siendo una adicta a las series televisivas como Dallas, y que con su suicidio parece querer decir lo mismo que Augusto al morir: “Se acabó la ficción, aplaudid”.
© Jesús Ferrero, El País, Cultura