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El oficio de escritor / 6: Alan Pauls

Periodista:
John Howe
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-Aún hoy, con la dosis de consagración que implica tu nombre, ¿seguís escribiendo por el disfrute de ese trance? ¿El producto terminado sigue sin tener cierta entidad desde el inicio mismo del proceso?

 

 

-Escribir sigue siendo el mismo lodazal que era cuando empecé: un lugar de problemas, de preguntas, de incertidumbres, incluso hasta más que de placer. Si no fuera así, me parece que escribiría cosas más formateadas. Me dedicaría a escribir en algún tipo de industria. Sería guionista, por ejemplo. Me parece que entraría dentro de un esquema institucional que me limitaría más. Para mí, escribir sigue siendo el mismo trance que era a los doce, trece años, cuando empecé, y que a los diecinueve cuando escribí mi primera novela. Todo era desconocido. Después de treinta y pico de años de estar escribiendo, no acumulé ningún capital, ni siquiera en términos económicos. No tengo la sensación de “bueno, ya puedo descansar sobre algo que sé, sobre un cierto know how, sobre determinados trucos para seguir adelante”. Las herramientas se inventan en cada libro: en cada caso nacen ideas específicas con sus procedimientos específicos.

 

-¿Te parece que sentirte un profesional de la literatura estandarizaría tu obra?

 

 

-Me generaría más ansiedades, y eso ya es indeseable. Tendría demasiado presente la idea de que tengo que cumplir con algo, que satisfacer a alguien, que cumplir con deadlines para que me paguen para poder vivir, reproducir esa especie de “sistema” del escritor. Prefiero que la literatura siga siendo un lujo, un excedente. Me gusta esa idea, sobre todo porque es un lujo absolutamente necesario. No vivo de lo que escribo, pero me resultaría difícil vivir sin escribir.

 

-Mencionás a tu literatura como un excedente, y leyendo otras entrevistas que te hicieron noté que hablabas de la literatura en general como una excrecencia. ¿Considerás a la literatura como algo que sedimenta después de otra cosa?

 

 

-Es algo que no está integrado al resto de las cosas. Algo que se despliega en otro lugar.

 

-¿La literatura no ocupa un lugar central en tu vida?

 

 

-Sí, un lugar totalmente central, pero no en el sentido “profesional”. No ocupa el espacio central en mi economía, por ejemplo; no es necesaria para mi supervivencia. El dinero que me llega de los libros siempre me pareció medio mágico, como la figura misma de los “derechos de autor”. Es una cosa muy rara, una manera muy extraña de producir dinero: vos escribís algo y cada tanto, cada seis meses o una vez por año (si tenés suerte), “te llega” una plata. Y ese “te llega” me parece genial, es una sorpresa, como si un muerto te estuviera mandando una herencia desde el más allá. Me gusta la imagen del “te llega”, totalmente impersonal. Es evidente que hay una relación entre lo que vos hiciste en algún momento y esa plata que aparece, pero es una relación tan diferida y tan mediada que a veces hasta incluso llegás a olvidarte por qué está llegando. Cuando ya tenés diez o más libros publicados y te llega una liquidación, muchas veces ni siquiera sabés de dónde salió la plata, te tenés que poner a leer con detenimiento la liquidación para entender qué parte del dinero corresponde a cada libro. Son como muertos o fantasmas que van dando agradables señales de vida a lo largo del tiempo, pero con las que yo aprendí a no contar. Las veces que sí he contado con ese tipo de sorpresa económica la pasé mal, las veces que esperaba que me entrara un dinero por un libro me decepcioné porque no hay ninguna relación entre el libro y el dinero que pueda entrar. Quiero decir, es una relación completamente arbitraria, ¿por qué me pagan determinada plata por un libro y el doble –o la mitad– por otro? Yo no vendo Harry Potter, en ese sentido los libros que escribo no tienen precio.

 

-Además, supongo que ese fenómeno debe ser aún más extraño cuando tenés un libro en particular, como es tu caso, notoriamente más “exitoso” que el resto. Es decir, ¿por qué El pasado reditúa de la manera que imagino debe redituar y con el resto, que quizás implicaron el mismo o más esfuerzo, no sucede lo mismo?

 

 

-Exacto, es eso. Es muy misterioso.

 

-Pongámonos un poco más metafísicos, en tu caso, ¿cómo nace una narración? Supongo que de manera sistemática y arbitraria se te van ocurriendo gérmenes que podrían llegar a terminar convertidos en material literario, pero algunos sobreviven y otros quedan en el camino. ¿Cómo funciona ese filtro?

 

 

-Me parece que las cosas se terminan imponiendo de algún modo, también de manera muy misteriosa. En general yo espero mucho, soy muy paciente con ese tipo de procesos, no fuerzo las cosas, es muy raro que cuando termino un libro sepa con exactitud qué es lo que quiero escribir a continuación. Por lo general tengo cosas dando vueltas, flotando, o incluso ya alojadas en mi diario de trabajo, donde suelo juntar ese tipo de ideas, esos retoños de relatos.

 

-Contame del diario de trabajo, me interesa.

 

 

-Es un diario en el que escribo con cierta regularidad. Depende de la época, en realidad: a veces diariamente, a veces pasan meses sin una entrada. Es un diario muy poco íntimo. Hay entradas que tienen que ver con hechos de mi vida, pero tienen un grado de elaboración literaria que hace que ya no sean una muestra de mi vida. Ya son como relatos artísticos.

 

-O sea que lo que va a ese diario de trabajo ya pasó el filtro del que hablábamos antes. Si está ahí, es porque lo considerás material literario.

 

 

-Sí. Todo lo que entra ahí entra no sólo porque me pegó, me impactó o me produjo algún tipo de efecto, o resultó una novedad o una sorpresa o una desgracia o lo que sea, sino que entra porque algo en mí ya lo insertó dentro de una trama que es completamente literaria. Entonces, si bien puedo reconocer momentos o sucesos de mi experiencia personal en el diario, siempre lo que se va a leer, yo creo, es material que ya está procesado, no es mi vida cruda, que por otra parte no me interesa para nada. No tengo ningún interés en contar lo que me pasa, ni siquiera en un diario íntimo.

 

-¿Y cómo es el proceso de recuperación de esas entradas? ¿Cómo volvés a ellas?

 

 

-En general es algo que es a su vez convocado por otra cosa que se me ocurre en el momento. Responde como a una lógica de colisión, de aleación. Una anotación del diario que quizás tiene seis meses, o dos años, y que dejó picando una posibilidad de narración, de repente se cruza con algo que leo, pienso o empiezo a rumiar ahora. Ahí se forma una especie de pareja medio aberrante, porque atraviesa tiempos y espacios completamente heterogéneos, y de esa aleación surge una “insistencia”, digamos. Algo ahí empieza a insistir y a atraerme y a atraer cosas que también estaban flotando alrededor, un poco huérfanas, sin mucho destino, sin mucho sentido, y de repente empiezan a magnetizarse, y todo eso junto forma una especie de pelota inmunda, como las cosas que se acumulan en el fondo de los bolsillos. Y lo más raro de todo es que eso empieza a solicitarme.

 

-O sea que un nuevo interés se une a un viejo interés y juntos se potencian.

 

 

-De todos modos, ese cruce de ideas que se forma también lo testeo con el tiempo, a ver si funciona. Me pasa una cosa muy rara, que es que cuando tenía veinticinco años y tenía con la literatura una relación si querés más “salvaje”, se me ocurrían muy pocas ideas. Ahora, en cambio, tengo ideas todo el tiempo.

 

-¿El diario de trabajo es analógico o digital?

 

 

-Es digital, un archivo de computadora. Lo escribo directamente en la computadora. Tengo también una libreta donde anoto cosas más portátiles, que muchas veces, a la larga, van a parar al diario. Pero muchas también mueren en la libreta.

 

-Noto un interés muy desarrollado en el diario como artefacto. Por un lado, tu conocida afición por los diarios íntimos de escritores (NdeR: Pauls compiló y anotó el volumen Cómo se escribe. El diario íntimo., un repaso por los diarios de diferentes escritores) y por otro una autorreferencialidad muy marcada en algunos de tus trabajos de ficción (pienso en Wasabi, o en La vida descalzo), que si bien están presentados desde la lógica de la ficción, generan la sensación de que el narrador-personaje va anotando los sucesos cotidianos cronológicamente ordenados.

 

 

-En mi diario no hay ninguna preocupación por consignar cotidianamente nada. Por eso es un diario de trabajo. No tengo interés personal en el diario íntimo como práctica. Sí me interesan y mucho los diarios de escritores, por diversas razones. Básicamente me parece que en los diarios los escritores no cuentan quiénes son, no despliegan una identidad, sino que más bien tratan de seguir como pueden un cierto proceso de formación. Lo que cuenta en ese sentido un diario íntimo es en qué se está convirtiendo el escritor, no quién es. El diario es un registro que tiene que ver mucho con la contabilidad, con el parte médico, es una actividad contable, en el sentido económico y narrativo de la palabra. Y me parece que en los diarios íntimos, los escritores son al mismo tiempo médicos y pacientes. Me interesa mucho esa relación de autoobservación que tiene cualquier persona que escribe un diario íntimo, quizás más marcada en los escritores. Por otro lado, me gusta mucho en el género diario la abolición total de las jerarquías. Es quizás el género en el que las jerarquías tienen menos importancia, están abolidas por completo. No hay ningún tipo de escala moral, ética o estética, todo se encuentra al mismo nivel y eso es extraordinario, es algo muy excepcional dentro de lo que podríamos llamar los “géneros literarios”, que en general son formas muy jerarquizadas, hay elementos centrales y elementos secundarios que reciben diferentes valoraciones. En el diario todo eso se pone en suspenso.

 

-¿Te parece que esa abolición de jerarquías es producto de una ausencia de preocupación por la publicación?

 

 

-Eso no lo sabemos, quizás sí esté la preocupación por la publicación. Hay muchos diarios de escritores en los que es evidente que han sido escritos no sé si pensando en la publicación pero sí con el mismo escrúpulo, el mismo cuidado y la misma preocupación con los que han sido escritos los libros que esos autores sí decidieron publicar. En general no hay diarios de escritores mal escritos, desprolijos, etc. Uno lee El oficio de vivir de Pavese y es tan genial –o más– que el resto de su obra. De los diarios de Kafka podría decir lo mismo, del de Gombrowicz también, o del de Katherine Mansfield. Quizás el de Virginia Wolf esté escrito más al “correr de la pluma”, pero en general los escritores han producido diarios increíbles. A mi entender, el diario de Kafka es tan importante como El proceso o La metamorfosis o El castillo. Aunque esas son obras en las que también se abolieron las jerarquías.

 

-Cambiemos un poco de tema. ¿Cómo trabajás la corrección? ¿Es parte de la instancia de escritura o es algo que se hace a posteriori?

 

 

-Yo corrijo antes de escribir. Supongo que el trabajo que muchos escritores hacen después, cuando ya tienen un borrador, yo lo hago antes. Por eso soy muy lento para escribir. Pero lo que escribo es más o menos lo que queda cuando el libro está terminado y se publica. A lo sumo, para mí, el trabajo de corrección implica más bien como grandes operaciones quirúrgicas: suprimo partes, quizás algún reacomodamiento en el orden, esas cosas. Pero no hay corrección de estilo, por ejemplo. No escribo primero una especie de flujo desprolijo y espontáneo ateniéndome a “lo que quiero decir” y después le doy la forma adecuada, no funciono así. Escribo todo junto, lo que escribo de entrada es prácticamente lo que se imprime. Pero insisto, por eso tardo tanto.

 

-En tu caso el trabajo es previo.

 

 

-Sí, previo y mental. En la misma frase está todo, el presente de la frase para mí es un momento de hacer círculos más que de avanzar. En la misma frase voy corrigiendo, agregando, insertando. Es un trabajo simultáneo, no tengo la idea de “bueno, ahora escribo la historia, después corrijo”. Para mí todo viene junto, tiene que venir junto. Lo mismo me pasa con la investigación, por ejemplo, no va por un lado distinto a la escritura, no acepto esa especie de división en provincias.

 

-¿Y esa lentitud que mencionás, no te produce ansiedad?

 

 

-No, no suelo ponerme ansioso cuando escribo, porque en general la paso bien escribiendo. Me gusta la situación de “estar escribiendo”. No me pasa muy a menudo querer sacarme un libro de encima porque ya me pesa mucho, no tengo esa experiencia. En general confío en el tiempo espontáneo que tienen los procesos. Entonces, si las cosas se me alargan mucho siempre pienso “por algo será”. No trato de acelerar nada, a mí no me da resultado ese tipo de forzamiento. Incluso, pierdo mucho el tiempo, en el sentido de que no tengo, por ejemplo, reglas de productividad, no tengo un standard al que tengo que llegar. Trabajo todos los días –o trato de trabajar todos los días– pero sin objetivos claros.

 

-¿Trabajás todos los días una cantidad de tiempo similar o varía según la inspiración?

 

 

-Siempre estoy todo el día orbitando alrededor de lo que estoy haciendo, pero sentado, escribiendo, concretamente, no más de cuatro horas. A las cuatro horas estoy físicamente agotado. De todos modos, cuatro horas de escritura continua es un día muy logrado. Pero el tiempo que no estoy escribiendo estoy dando vueltas alrededor del asunto, soy como un asesino que ronda el lugar del hecho. Leo, vuelvo, corrijo algo, releo, tomo alguna nota. También, como te decía, pierdo el tiempo, y mucho. El tema es que para mí perder el tiempo es vital para escribir. Absolutamente vital. Finjo distraerme, hago otras cosas.

 

-Sospecho que el proceso sigue avanzando cuando pareciera que estás “perdiendo el tiempo”.

 

 

-Sí, para mí sí. El aire es importante para escribir. Dejar que corra un poco de aire entre lo que uno está haciendo y adentro de uno mismo; tiene que haber un espacio, tiene que haber un pequeño juego. Esa idea romántica del autor inmerso, hundido hasta la nariz en lo que está escribiendo para mí es completamente falsa, falaz. Yo necesito distancia con lo que estoy escribiendo, incluso en los momentos más arrebatados, siempre tiene que haber aire, una diferencia entre lo que estoy escribiendo y mi cabeza. Incluso, dentro mismo de lo que estoy escribiendo tiene que haber cosas que no encajen del todo, que no estén definitivamente cerradas. Esas cosas no las reprimo, más bien todo lo contrario.

 

-Cuando te sentás a escribir algo más largo, ¿sabés a dónde querés llegar o vas descubriendo cosas que ni vos sabías que estaban ahí a medida que avanzás?

 

 

-Mirá, la única novela voluminosa que escribí es El pasado. Fue escrita con una hoja de ruta muy esquemática, en la que yo tenía más o menos definidos ciertos hitos dramáticos, ciertos sucesos fuertes que a mí me interesaba contar. Básicamente tenían que ver con los retornos de Sofía a la vida de Rímini, el personaje principal. La novela tiene una estructura muy simple, cada capítulo es el retorno fantasmal de ese personaje obsesivo. Pero a medida que iba escribiendo el libro me dí cuenta de que muchas veces lo que más me interesaba era lo que había entre esos hitos, y que una vez escrito, eso que a simple vista parecía sólo una transición se iba convirtiendo en el corazón mismo del capítulo, me iba dando cuenta de que los grandes hitos que en un principio me habían parecido tan atractivos ahora me dejaban casi indiferente. Me da la impresión de que para mí siempre lo más interesante es lo que aparece en el medio, no tanto las cosas “en sí”.

 

-Que es justamente lo que no puede esquematizarse.

 

 

-Exacto. No está esquematizado, no está preparado, es lo que a priori uno tiende a menospreciar como meras transiciones: “bueno, ahora entre que el personaje se va de viaje y se muere su padre, pasa determinada cosa”, son siempre circunstancias menores, ajustes, ese tipo de cosas. Pero me doy cuenta de que cada vez que me pongo a escribir esas circunstancias menores, terminan siendo esas menudencias las que me atrapan y me empiezan a resultar novelescas. Siempre al final me resulta más novelesco lo ínfimo que existe entre dos cosas grandes que las dos cosas grandes.

 

-¿Qué rol juega el lector en tu escritura?

 

 

-Cuando escribo no pienso para nada en un lector. No tengo ninguna idea de público ni se me aparece nada por el estilo.

 

-¿No tenés algo así como un “lector ideal”, un amigo, tu pareja?

 

 

-No. Yo no le escribo a nadie. Siempre escribo para mí o para la “posteridad”, o la “tradición literaria”, o el “bronce” o cualquiera de esas idioteces vanidosas por las cuales uno escribe. Suena totalmente pomposo, pero creo que escribo para la literatura, pienso cómo llevar agua al molino de la literatura. Supongo que cuando digo “la literatura” estoy diciendo “los escritores que me interesan”, los que me gusta leer. Escribo para mi biblioteca, que no tiene nombre propio, no tiene cara, no hay destinatario en mi trabajo. Escribo para perderme en un mundo donde, si tengo suerte, coexistiré con mis escritores favoritos.

 

-¿Y quién creés que te lee?

 

 

-No tengo idea. No sé, creo que es un lector con el que me gustaría conversar si me lo encontrara. Cuando me cruzo con alguien que leyó algún libro mío me parece que es gente que en general no es fiaca, que tiene cierta exigencia, que toma a la literatura como una relación de fuerza entre ese objeto particular que es un libro y una persona que lee. Y esa relación es intensa, lúcida, problemática. Digamos que me imagino a mi lector como una persona que acepta entrar en ese juego.

 

-¿Te parece que tu literatura le genera alguna dificultad al lector, que tiene que poner mucho de su parte para poder entrar al mundo que le proponés?

 

 

-No, no creo que le genere dificultad. Creo que toda literatura de algún modo plantea ciertas condiciones para ser descifrada, recibida. En el caso de lo que yo escribo, me interesa que esas condiciones sean compartidas con el otro, sea quien sea. Creo que esas condiciones incluyen, sí, una cierta exigencia, un cierto trabajo, un cierto compromiso, pero no creo que eso sea una dificultad. A mí en general son cosas que me interesan de la relación que implica cualquier práctica artística. No me interesa, por ejemplo, como espectador de arte o como lector de literatura, terminar o cerrar algo, sentir “listo, estoy colmado”. Ese tipo de relación no me atrae en lo más mínimo, no me provoca nada. En cambio, las otras relaciones, esas que implican desconcierto, que requieren aunque sea un mínimo esfuerzo para entrar en un mundo de ficción, me despiertan, me dan ganas. Un mínimo sincro con esas cuestiones tiene que haber. En algún momento más, en otro menos, es algo muy lábil.

 

-¿Qué lecturas le recomendás a alguien que quiere ser escritor?

 

 

-Tendría que saber qué clase de escritor quiere ser o cree que es, qué cosas escribe. Tendría que saber qué tipo de relación tiene con la literatura. Me parece que no tengo textos canónicos, un decálogo de textos para el aspirante a escritor. Los escritores se forman de maneras increíblemente diferentes; lo que puede ser genial para uno puede ser completamente contraproducente e ineficaz para otro, lo que puede ser muy inspirador para uno puede ser hasta ridículo para otro. Depende de lo que cada aprendiz pretenda encontrar en la literatura, o lo que busque al escribir. Hace poco, un amigo suizo que es director de teatro y estaba viviendo en Buenos Aires me dijo que uno de sus hijos, que tiene trece años, había escrito una novela y nunca había hablado con un escritor. Quería ver si yo podía charlar un rato con él. Nos encontramos y nos pusimos a hablar, y el pibe era realmente un prodigio: no sólo había escrito una novela de doscientas páginas sino que además iba por la cuarta versión. Que hubiera escrito una novela a esa edad ya me parecía raro, pero que hubiera escrito cuatro versiones me parecía propio de un freak. Se tomaba la cosa con muchísima seriedad, a lo largo de mucho tiempo había vuelto una y otra vez a ese manuscrito y le había cambiado la forma, algunos personajes, etc. Era una novela estilo El señor de los anillos, un género que nunca me interesó, así que me pareció que lo mejor no era hablar de libros sino de cómo se escribe, cómo es el proceso, con qué problemas uno se encuentra, cómo empezar, qué quiere decir pasar de una cosa a la otra, desde ese tipo de cosas complejas y conceptuales hasta cosas más banales como la elección de los nombres de los personajes. Uno siempre se da cuenta cuando alguien quiere escribir en serio, y también es fácil detectar esos impulsos que no van a pasar a mayores. Creo que, en general, la gente a la que le gusta escribir sabe siempre lo que quiere. Después, bueno, tendrá sus afinidades particulares, y quizás ahí sí se le pueda recomendar alguna lectura, pero no creo en decálogos universales, aplicables a todos los casos. Sí, claro, para mí hubo libros importantes, pero no sé si eso es transmisible.

 

-¿Qué libro tuyo reescribirías?

 

 

-Ninguno. No me interesa la reescritura. Me interesa reeditar libros, pero no reescribirlos. Me parece que los libros tienen que quedar como fueron escritos, los pienso como documentos. Los libros no cambian, El pudor del pornógrafo no cambió entre el momento en el que lo escribí y ahora. Lo que haría, sí, en caso de reeditarlo, sería cambiarle el nombre de autor.

 

-Porque el que cambió sos vos.

 

 

-Exacto. Me parece mucho más pertinente cambiar el nombre del autor que cambiar el texto. Y me parece que, en realidad, la posibilidad de la reescritura siempre es el libro siguiente. El libro que no me gusta, o con el que ya no tengo relación, no lo reedito y listo. Más que actualizar un libro reescribiéndolo, lo interesante es que el libro vuelva del pasado, irrumpa como un meteorito y choque con lectores contemporáneos. Eso es lo atractivo.

 

-¿Qué consejo del oficio podés darle a alguien que recién está empezando en esto?

 

 

-No quedarse con la primera idea. Nunca. (Piensa). No tratar de “resolver” nada. No pensar el proceso de escritura en términos de resolución de problemas sino más bien, al contrario, como su profundización. Escribir es desplegar, no solucionar. Me parece que los problemas con los que uno se topa cuando está escribiendo son el verdadero corazón de lo que está escribiendo. Son el organismo de lo que uno escribe, no un accidente del cual hay que desembarazarse. (Claro que para eso hay que encontrar placer, un cierto goce en el problema.) Pero me da la impresión de que los consejos que pueda dar son instrucciones veladas para que la gente escriba cosas parecidas a las que escribo yo, de modo que no son muy adecuados. Por otro lado, estoy convencido de que los problemas siempre son específicos, por lo que los consejos deberían ser específicos también.

 

-Vos hablás de “a problemas específicos, consejos específicos”. Basándonos en esa premisa, ¿creés que se puede enseñar a escribir?

 

 

-Es un asunto muy personal. Yo nunca di ni fui a talleres, pero tengo amigos que los han dado y conozco escritores que han ido, y hay ejemplos de toda clase: talleristas que no han aprendido nada y otros que se convirtieron en escritores súper interesantes. Y viceversa: escritores que dieron talleres sin tener mucho para enseñar al respecto y otros que lograron orientar o despertar cierto deseo y cierta relación con la literatura que a sus alumnos les resultó. Es obvio que es difícil “enseñar” a escribir. Lo que se puede hacer, sí, es entrar en cierta relación de sincronismo con el mundo imaginario que otra persona está desarrollando. Pero no sé si esa relación es de enseñanza; es más como ser una especie de analista. Un (buen) analista no te aconseja nada; te lleva a vos a que descubras solo lo que estás buscando, te devuelve algo que vos decís para que lo escuches desde otra posición, o subraya algo en lo que decís que quizás vos mismo no te habías dado cuenta que habías dicho. Quizás ésa sea la única enseñanza verdadera, eficaz, que puede haber en el campo de la literatura, y en el arte en general. Los buenos maestros no necesitan tener técnicas pedagógicas, ni ser sistemáticos, ni trabajar con baterías de consejos o soluciones. Simplemente son gente que escucha bien, que tiene una mezcla de sensibilidad e inteligencia muy aguda, capaz de entrar en acción y “fecundar” ese mundo que empieza a desplegarse en la gente que está empezando a escribir. Ésa es la verdadera pedagogía: un encuentro. Eso fue Ricardo Piglia para mí a los dieciocho años. Esa figura, exactamente. El escritor al que le llevé mis textos durante cuatro años. Jamás me dio un consejo. Lo único que hacía era devolverme los manuscritos con unas notas al pie, notitas mínimas, como dedos marcando algo de mis textos. Era alguien que me obligaba a releer con atención lo que yo le había dado. Y por otro lado hablábamos de literatura, de literatura en general, no de lo que yo escribía. Él me decía “leé tal cosa”, y quizás de las diez novelas que me daba para leer cinco me gustaban o me servían y cinco no. Pero operaba básicamente sobre mi deseo de escribir. Jamás entraba en “esto está bien” o “esto está mal”, y eso que seguramente lo que le daba a leer eran tremendo. Quiero decir que los consejos no son importantes. Lo importante es: ¿qué quiere escribir esta persona? Y eso siempre es algo extremadamente personal.

 

-¿Cuáles son tus obsesiones literarias? En tu obra yo rastreo el paso del tiempo y la enfermedad, o la patología.

 

 

-Sí, el paso del tiempo, seguro. La acción del tiempo, en realidad. (El “paso del tiempo” me parece demasiado pasivo.) Me interesa la acción que el tiempo ejerce sobre las cosas, los cuerpos, las personas, las ideas, las emociones. La enfermedad también. Y la relación amorosa como una especie de dialecto de la enfermedad. La desfiguración en general. Me interesa mucho el modo en que la percepción desfigura lo que se percibe, la deformación que implica recordar, el modo en que se procesan los hechos mucho más que los hechos mismos. En general me interesan mucho más los efectos de las cosas que las causas. Lo interesante es cómo quedan las cosas, no de dónde vinieron.

©  Nacho Damiano, Tomas Hotel