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“Me permito hablar desde la duda y la arbitrariedad”

Periodista:
Silvina Friera
Publicada en:
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El atardecer se pone de pie en el Jardín Botánico. El ojo se enfrenta a un escándalo de verdes –yuyos, plantas, árboles– en metamorfosis vacilantes. Alejandro Zambra alza las cejas, sorprendido por un manojo de recuerdos de su infancia –un tiempo “al servicio de los fantasmas”, como la definió el poeta Enrique Lihn–, antes de que los libros entraran a su casa. Antes de que le enseñaran a “leer a palos”, como confiesa en No leer, una antología de sus crónicas y ensayos literarios publicados en diferentes diarios, suplementos y revistas, y también el primer título editado por Excursiones, nuevo sello argentino independiente dedicado exclusivamente al ensayo latinoamericano contemporáneo (ver aparte). En la génesis de sus peripecias, hay un niño que se aproxima al lenguaje procurando resolver un misterio repleto de artimañas. El primer hallazgo se produce cuando lo llevan al estadio de Colo Colo. “Mi tío me puso su radio de mano y escuché el partido. Me di cuenta de que era mucho más interesante lo que sucedía en el relato que en la realidad. Entonces me apasioné por los relatos deportivos, los grababa y los repetía; una cosa muy absurda, vista desde ahora, grabar un relato deportivo en un cassette y volver a escucharlo.” La mirada adulta suele sancionar ciertos gustos infantiles. La misa, especialmente la homilía, ahora le parece “muy ridícula”. Aunque en ese pretérito imperfecto de los asombros iniciales hasta creía en Dios. “Esa parte de la misa en la que el cura dice ‘mi paz os dejo, mi paz os doy’, yo creía que decía ‘ni pasos dejo ni pasos doy’. Una imagen muy bonita, ¿no?” Sonríe el poeta y narrador chileno después de repasar esa traducción errática de lo que oía. “Mi mamá siempre se reía porque yo hablaba con palabras raras. Me gustaba poner en funcionamiento lo que aprendía en el colegio. Me acuerdo del impacto de ‘escaramuza’; estuve mucho tiempo intentando aplicarla”, revela Zambra en la entrevista con Página/12.

 

 

La negatividad del título es una vuelta de tuerca sarcástica contra la literalidad extrema y el tedioso imperativo “hay que leer”. En rigor, como postula Zambra en el prólogo, No leer es un tributo a la lectura sin frases para el bronce ni un tono plañidero. Varias obsesiones temáticas transitan por los textos: las imposturas del mundo literario, la tiranía de las novedades, las desconcertantes listas de lecturas obligatorias. También emerge el “milagro” de haber sobrevivido a “esos profesores que hicieron todo lo posible para demostrarnos que leer era la cosa más aburrida del mundo”; un elogio a las fotocopias, el único medio de acceso para la generación del autor, que nació durante la dictadura militar chilena; la arbitrariedad que anida en cada lector; y el rescate de ciertos autores “laterales” como Jorge Barón Biza, Natalia Ginzburg, Enrique Lihn, Nicanor Parra, Roberto Merino, Julio Ramón Ribeyro, Macedonio Fernández, y los que han abandonado recientemente los márgenes para ocupar posiciones más “centrales”, como Mario Levrero y Roberto Bolaño. “Una cosa que aprendimos muy rápido en los años ’90 en la universidad fue a no expresar opiniones muy personales, a cubrirse y armarse teóricamente, al límite de no decir nunca nada –advierte Zambra–. No leer reacciona contra el academicismo mal entendido y, en ese sentido, me permito ser caprichoso y hablar desde la duda y la arbitrariedad. Los lectores somos así y me parece absurdo ocultarlo.”

 

–Lo paradójico es que un libro como No leer propone un mapa de lecturas que, por más caprichosas que sean, pueden devenir canónicas.

 

 

–No. Creo que es un libro muy anticanónico, en el sentido de que no aspira a formar un canon ni instalar a los autores en ninguna parte. Es cierto que todo el mundo dice que está en contra del canon y termina haciendo un canon; es casi un lugar común. Pero en este caso, si quisiera evadir algo al hablar de un autor olvidado, es el tono canónico. Si vamos a hablar de un autor olvidado, digamos algo. Cuando dices que un autor es genial, no estás diciendo nada. Mejor poner una imagen, postular por qué esa obra puede tener algún valor.

 

–En ese sentido, ¿se podría pensar a estos autores como los “escritores del mañana”?

 

 

–Espero que sí. Ahora (Mario) Levrero es un autor muy reconocido, aunque tardíamente. Julio Ramón Ribeyro, sobre todo en los últimos años, ha vuelto, a pesar de que todo niño peruano lo leyó en el colegio, pero eso no pasa en el resto de Latinoamérica. Ribeyro es un clásico nacional que se ha vuelto más conocido a nivel de la lengua. Hay otros autores que no están en el libro y me hubiera gustado que estuvieran, como Hebe Uhart y Felisberto Hernández. Por eso no es un canon, sé que faltan autores.

 

–¿Por qué los libros “siguen siendo escandalosamente caros” en Chile, como se lee en el artículo “Elogio de la fotocopia”?

 

 

–Creo que en Chile existe la idea de que los libros son para los ricos. Así, directamente; no hay lugar en el mundo donde los libros sean tan caros. Yo estudié con fotocopias, eso es tal como lo cuento. Además, ni siquiera llegaba a formular mi relación con la literatura a través de los libros en un comienzo. Los libros no eran objetos familiares, en mi casa no había libros. Después sí hubo una biblioteca. Acá los libros forman parte del paisaje; en Chile no. Puedes vivir en Santiago sin jamás encontrarte con una librería. Hay una librería muy buena de Sergio Parra, Metales Pesados; otras tres o cuatro buenas y pará de contar...

 

–En uno de los textos se plantea el interés por Correr el tupido velo, la novela de Pilar Donoso. ¿De dónde viene esa fascinación por “la literatura de los hijos”?

 

 

–Llevo mucho tiempo intentando escribir un ensayo que se llama “La literatura de los hijos”; lo tengo ahí, a medio andar. No recuerdo exactamente el origen. Me puse a leer un montón de libros de hijos sobre padres y madres: el de Richard Ford, el de Albert Cohen; El desierto y su semilla (Barón Biza), una de las novelas más hermosas y terribles que he leído. Me impresionó mucho ese hijo que está condenado a escribir la novela que escribe. O por ejemplo Romain Gary en La promesa del alba, que no aparece en No leer. La literatura de los hijos tiene que ver con el sentido de la herencia, con intentar construir una mirada sobre cómo nos relacionamos con las generaciones anteriores. No me interesa tanto “matar al padre”. Me interesa más el gesto de intentar convertirse en el padre. Y a la vez, claro, somos siempre hijos. La pregunta que sobrevuela la herencia es cómo hubiera sido yo si hubiera sido mi padre: qué decisiones habría tomado, qué tan distinto habría sido. No es una pregunta retórica, no sé la respuesta. Y puesta así, de manera fidedignamente autobiográfica, es la mejor manera de formularla como dispositivo de escritura. Creo que he intentado ponerme en esa imaginación respecto del padre.

 

–Otra pregunta importante, que sobrevuela algunos artículos de No leer, pero también novelas como Bonsái o La vida privada de los árboles es dónde poner la literatura, ¿no?

 

 

–Sí. Juego un poco con eso en las novelas, sobre todo en Bonsái. No hay una certidumbre sobre para qué sirven los libros, por qué son tan importantes en nuestras vidas. Tiendo a poner la literatura en funcionamiento: cómo se vinculan dos personas en relación a una novela; qué importancia tiene una novela como La vida privada de los árboles en la que el personaje escribe una novela y qué importancia tiene haber escrito esa novela, si su mujer no llega nunca o se demora y él no logra compartir esa experiencia. O cómo una novela o la escritura puede aproximar o distanciar a una familia. Pero siempre desde un sesgo paródico. Siento la necesidad de que la literatura se rebalse, hablar de otra cosa; es algo de lo que sólo puedes hablar cuando la literatura fracasa. Pero para hablar de eso necesitas la literatura. Me interesa el tipo de comunicación que se provoca a través de los libros. Algo pasa hablando de los libros que no pasa hablando de otras cosas. Eso que pasa está en la vida. En el fondo es el tema clásico, literatura y vida. Esa utopía de unir arte y vida de la vanguardia me sigue pareciendo muy deseable. Vivo muy cerca de los libros y creo que estamos instalados en el centro de la realidad, que a través de los libros se construyen las percepciones más lúcidas del presente.

 

Lucidez y locura muchas veces se acoplan en una torsión que rezuma clarividencia. El énfasis en una palabra trae a colación un desvío saludablemente delirante: el modo en que lee un amigo del escritor chileno. “No es psiquiatra –aclara Zambra– pero es un experto en remedios, básicamente porque los ha tomado todos. Compartimos lecturas y él suele clasificar a los personajes de acuerdo con el remedio que debían haber consumido.”

 

 

–¿Cómo es eso?

 

–La tesis es que mucha literatura ya no podría existir debido a que existe el remedio que acabaría con esa patología. Es muy gracioso leer la literatura así, es como leer Madame Bovary pensando en la dosis de Rivotril que debía haber consumido Emma (risas). Me pasó un poco eso cuando volví a leer a Pavese: estaba todo el tiempo pensando en cómo lo ayudamos a este hombre que está tan mal. En cambio, a los 20 años, lo había leído muy en serio. Pero tampoco me quiero reír de Pavese porque gracias a él descubrí a Natalia Ginzburg. Y me enamoré. No sabría decir por qué me gustó tanto Ginzburg porque su poética es muy simple, es super autobiográfica; hay una especie de bonhomía, concisión y sentido del humor que no sabría bien cómo describir, pero que me cautivó totalmente. Una manera de hablar, un tono, que no había escuchado nunca. Entonces me volví un poco loco por ella. No leer también consigna este tipo de fascinación.

 

 

–A diferencia de Pavese, cuya relectura genera cierto desconcierto respecto del influjo que ejerció en el pasado, ¿por qué Cortázar parece resistir mejor la prueba del paso del tiempo, a pesar de lo mucho que se lo ha criticado?

 

–Cuando estudié en la universidad, Cortázar era absolutamente el héroe. Me imagino que ahora es Bolaño, pero en ese tiempo Cortázar era todo. Salvo libros malos como Un tal Lucas o Historias de cronopios y de famas –que me parecen muy baladíes y nunca me gustaron–, creo que Cortázar tiene cuentos maravillosos como “El perseguidor”, “Casa tomada”; esos cuentos que son muy kafkianos no se quedan en eso, van más allá. “Queremos tanto a Glenda” me parece un gran cuento. La primera vez que lo leí lo “miré a huevo” (mirar en menos), pero con el tiempo me gustó cada vez más.

 

 

–¿Por qué ahora el héroe es Bolaño?

 

–Bolaño fue bien cortazariano en su juventud; tenía una revista Berthe-Trépat por un personaje muy gracioso de Rayuela. Las obras de Cortázar y Bolaño comparten cierto vitalismo, no renuncian al heroísmo y eso es necesario para movilizarse como mito. Y me parecen mitos favorables. No estoy en contra de los mitos; es como si un futbolista no quisiera ser Messi (risas). Claro que hay un horizonte de imitación y el trabajo de todo escritor pasa por reconocer su lugar y atreverse en búsquedas que no son las de sus predecesores. Pero también habrá que permitirse tener ídolos, héroes. Bolaño es un escritor inimitable; sus libros no son sencillos.

 

 

–¿Bolaño sería un autor “casi” ilegible que se vuelve legible para el mercado?

 

–Sí, juego con esa idea de lo legible que él mismo propuso de manera más subterránea. Me interesan más sus novelas, aunque el artículo es sobre su poesía. Finalmente, hay una idea de obra que trasciende los géneros literarios. Suena un poco ingenuo decirlo así... más que trascenderlos, los polemiza. Es cierto que es una obra canonizada, pero moviliza muchas lecturas y no hay consenso. Wikipedia todavía no sabe qué poner; es un escritor difícil de neutralizar. Todo este rollo del bolañismo y por qué les va bien a sus novelas en el mundo es una tontería. ¡Qué bueno que por una vez a un escritor muy bueno le vaya bien! Debiéramos alegrarnos, ¿no?

 

© Silvina Friera, Página 12