Una novela oceánica
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- Patricio Zunini
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Marstal es una pequeña ciudad al sur de Dinamarca que —según datos de Wikipedia— en enero de 2011 tenía 2.347 habitantes. Una ciudad tan pequeña que, sin embargo, posee una rica historia marítima: durante siglos Marstal fue el puerto desde donde los barcos de vela partían a recorrer el mundo.
El danés Carsten Jensen nació en Marstal y, como si tuviera un mandato marcado en el adn, ha viajado por China, Camboya, España, América latina, las islas del Pacífico, Afganistán. No está claro en cuál de estos destinos comenzó a gestar su novela Nosotros, los ahogados (Ed. Salamandra), en la que, a partir de una saga de marinos de su ciudad natal, revisita la historia de Dinamarca y el mundo moderno.
Jensen se tomó cinco años para investigar en bibliotecas, cotejar datos, consultar bitácoras de navegación. Pero además de los datos históricos, se nutrió de chismes y leyendas que circulan por el inconsciente colectivo de Marstal: buena parte de las historias que recupera en el libro fueron dichas por los propios habitantes que, al enterarse del trabajo que estaba realizando, lo invitaban a sus casas para narrarle las tramas familiares. A lo largo de más de 700 páginas, Jensen parece apropiarse de la máxima de Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”.
Esta semana, el escritor danés visitó Buenos Aires y con él hablamos de la fascinante Nosotros, los ahogados, que se inscribe en la tradición de Hermann Melville y Joseph Conrad, pero también en la de Homero.
—¿Cuál es el origen de Nosotros, los ahogados?
—Mi padre fue marino, yo nací y crecí en Marstal. Me pareció que la historia de esta pequeña ciudad y de sus marinos era una historia importante para contar. En los últimos tiempos ha aumentado el sentimiento de nacionalismo en Dinamarca y se ha reescrito la historia de manera que olvidáramos el gran pasado de navegantes y consideremos que el país se formó sólo con campesinos. Los campesinos y los marinos son figuras muy distintas: los campesinos viven en su mundo cerrado en tanto que los marinos cruzan el mundo, se relacionan y colaboran con extranjeros y cuando regresan al país traen un importantísimo conocimiento como el que no hay una única manera de vivir, que hay más de una cultura en el mundo. En la era de la globalización necesitamos saber cómo vivir en contacto con extraños, con extranjeros. Y los daneses somos muy malos en eso.
—¿Por qué?
—Somos un país chico y, por razones históricas, étnicamente muy homogéneo. Hace 300 años, Dinamarca era un imperio nórdico: dominábamos una parte de Suecia, de Noruega y del norte de Alemania. Pero perdimos cada guerra que luchamos y con cada derrota entregamos parte de los territorios. Así fue como nos deshicimos de las personas que tenían un lenguaje, una cultura y una etnia diferente. Al final, luego de 300 años de perder guerras, sólo quedaron daneses. Nunca tuvimos los problemas de Inglaterra con Irlanda del Norte o de España con los vascos. Los daneses son llamativamente iguales: hablan el mismo idioma, son parecidos físicamente, asisten a la iglesia luterana y tienen una cierta igualdad socioeconómica. Por eso la democracia era tan fácil en el país: no había tensiones, no había conflictos. Pero de repente, en los últimos tiempos han llegado inmigrantes de Turquía, Pakistán, otros países. Ellos sí se ven distintos, tienen culturas y religiones diferentes. Su presencia es un testeo para la democracia: cómo vivir con alguien diferente. Entonces quise recordarle a los daneses nuestro pasado de navegantes, cuando sabíamos vivir con extraños. Recuperar un saber olvidado.
—¿La democracia danesa es de derecha?
—Durante el siglo XX fue social demócrata. No estaba muy corrida a la izquierda, sino que era de un pragmatismo de centro izquierda. Se podría decir que el movimiento obrero creó la democracia. Pero aquel tiempo terminó y desde hace diez años tenemos un gobierno que, para conseguir el poder, comenzó a aliarse con partidos de extrema derecha. Y la extrema derecha existe con el único propósito de echar a los inmigrantes del país. En los últimos años ha habido un número creciente de estos movimiento políticos en Europa, como si el sentimiento anti inmigratorio promoviera un renacimiento del nacionalismo. Es que la globalización llena de ansiedad a la gente sobre su futuro, sobre su trabajo y el inmigrante es fácil de señalar como el responsable. Se convierte en el chivo expiatorio.
—Con respecto este punto, pero volviendo a la novela, en el libro no hay tensión entre tradición y modernidad, entre lo local y lo extranjero.
—Sí, es cierto. No hay nostalgia en el libro. Incluso, la historia singular de Marstal se debe a que ellos rápidamente consiguieron convivir con la modernidad. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX instalaron un telégrafo, lo que les permitió comunicarse con el mundo entero, y se dieron cuenta de que a partir de entonces podían navegar hacia donde quisieran: ya no estaban limitados a Dinamarca y los países vecinos. Pero la novela es la historia del auge y el ocaso de este pequeño puerto marítimo y eso está fuertemente vinculado a la época de los barcos de vela. De alguna manera, ellos abrazaron la modernidad, pero no supieron cómo mantenerla. Sin embargo, lo que me fascina de Marstal es cómo una pequeña comunidad de cuatro o cinco mil habitantes era a la vez una ciudad tan cosmopolita. De alguna manera vivían en dos mundos al mismo tiempo. Marstal representaba hace 150 años el futuro de cómo se vive hoy en el mundo: local e internacional a la vez.
—La novela está narrada por un “nosotros”, lo que produce un efecto de narración muy interesante. Pero, ¿quién es el narrador?
—La idea de un narrador en primera persona del plural se me ocurrió ya con el libro bastante avanzado. Buscaba una voz, pero no la encontraba. Entonces comprendí que, por un fuerte sentido de comunidad, la ciudad tiene una memoria propia casi como si fuera una persona y me decidí por el “nosotros”. Luego me pregunté con más precisión quién era ese “nosotros”: ¿todas las personas o sólo algunas? La vida de hombres y mujeres era dramáticamente diferente y dos estilos tan diferentes no podían estar incluidos: “nosotros” son los hombres de la ciudad. Es un narrador masculino plural. La pregunta, entonces, es cómo puede ese “nosotros” saber tantas cosas, cómo puede saber acerca de la intimidad de las personas, lo que la mujer le dice al marido en el dormitorio: bueno, si viviste en una ciudad pequeña sabrás que todo se sabe y lo que no se sabe, se inventa. Así que podría decirse que esta es novela chismosa.
—Parecería que la novela avanza a través de la lucha contra la violencia y la irracionalidad del poder.
—La violencia está presente durante todo el libro; a veces toma la forma de una violencia individual, un hombre contra otro. La violencia era una parte esencial de la historia de Marstal. En el libro hay una lucha constante entre barbarie y civilización. Nunca se gana definitivamente. La barbarie reaparece, siempre debe ser combatida. En la guerra está la sensación que, aún peleando en el bando de los Buenos, se usan con medios bárbaros. El bien nunca triunfa: sólo tiene victorias temporales. Y entonces la batalla reinicia.
—Buenos Aires aparece continuamente en el libro; incluso en la primera página se menciona a La Boca: ¿de qué manera hay que considerar a la ciudad como destino de los marineros daneses?
—El personaje del comienzo es Laurids y él hace una referencia a todos los lugares en los que estuvo. ¡Pero nadie se da cuenta de que es una lista de burdeles! Claro, los menciona de una manera tan inocente que la gente —y especialmente su mujer— no lo descubren, sólo los consideran lugares exóticos. Hay muchos marinos que llegaban a Buenos Aires para comerciar cueros de vaca en Europa. Muchos se llevaban, además, los cuernos de las vacas, porque las vacas argentinas tenían cuernos grandes, mientras que los de las danesas eran muy pequeños. Pero yo creo que para ellos Buenos Aires era un lugar especial y muchos comparten especialmente el recuerdan de los burdeles porteños: los adoraban.