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El arte del intervalo

Periodista:
Daniel Gigena
Publicada en:
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País de la publicación:
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Tres hermanos quedan huérfanos luego de que un rayo cae en la casa donde viven con sus padres. Nico se muda al caserón del hacendado de Sierra Morena, Geraldo, y es criado por Tizica, una anciana; a Júlia y Antônio los internan en un colegio de monjas francesas dirigido por Cecille y Marie, cuyas filosóficas voces (que no se aplican a las rutinas de los personajes, dado que hablan sólo entre ellas) infiltran la melódica escritura de Andréa Del Fuego (San Pablo, 1975). Como un Pedro Páramo de los sertones, a la manera de Vidas secas de Graciliano Ramos (pero destilada de sociología y énfasis virtuoso, es decir, de naturalismo), la novela progresa por medio de un uso magistral del intervalo: es posible que el arco temporal de diez años en la vida de los personajes se sintetice en un capítulo breve, que las migraciones o los nacimientos aparezcan sólo consignados, que el folklore de un espacio definido figure en una receta que la esposa de Nico, Maria, utiliza en la casa rodeada de jabuticabeiras. Esas elipsis no sólo conciernen al tiempo de la novela, también los actos y los misterios de los personajes permanecen indefinidos, irresueltos en el vaivén epigramático de la frase: "La dispersión no tenía fin; cuanto más lejos estaba una parte de la otra, más distante se encontraba el pensamiento. Era una fórmula con su principio activo atenuado". Los muertos no mueren en Los Malaquias. La madre de Geraldo, el hacendado codicioso y paternalista, cambia de sustancia química apenas: se convierte en aire, en sombra de Antônio (el hermano enano de Nico y Júlia), en agua de lago, en energía eléctrica.

A falta de un padre, el terrateniente de la hacienda Rio Claro, ubicada en el valle de Sierra Morena (en cuya descripción se vislumbran los cafetales de la zona rural de Minas Gerais), adopta a Nico, a la vez que administra incluso lo que no es suyo: la casa familiar, los bienes que las monjas legan a Antônio, tierras y herencia genética. La moral de la narración, apegada al cauce de las costumbres y creencias de un contexto determinado, deja fluir los hechos, evita maniqueísmos y evaluaciones. ¿El progreso es malo? No tanto, aunque la construcción de una represa modifique el paisaje de la región y deje sin techo a los campesinos que se niegan a migrar a la ciudad. ¿La religión es un opio? Quizá, pero la intervención de las monjas francesas, además de aportar humor y un efecto de exotismo europeo en tierra americana, asombra por su originalidad y encanto (algo similar ocurre con la logia masónica y las misas en la ciudad de la que Júlia no puede salir). ¿El patrón es un déspota? Sí, pero al final las cosas vuelven, enriquecidas por la retórica de Del Fuego, a sus dueños.

De lo incidental a los grandes acontecimientos, pasando por momentos inexplicables o mágicos (como la desaparición de Nico dentro de un colador de café, según su hermano, o el merodeo temerario de dos viejas gemelas por el maizal de los Malaquias), narrados con impasibilidad artesanal, la autora transforma un episodio curioso de su árbol genealógico en un cuento de hadas adaptado al campesinado rural de los sertones. En el panorama de la literatura brasileña (en la Argentina se conocen obras de autores de la talla de João Gilberto Noll, Bernardo Carvalho o Sérgio Sant'Anna), Los Malaquias sobresale por su original efecto anacrónico y una escritura moldeada por voces populares y un acento mítico. Con ésta, su primera novela, Del Fuego obtuvo el premio José Saramago en 2011.