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Contar la propia vida

Periodista:
Willy G. Bouillon
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Pese a los importantes galardones obtenidos por sus dos primeras novelas, el escritor noruego Karl Owe Knausgard (Oslo, 1968) no era muy conocido fuera de su país. Hasta que concretó el mayúsculo proyecto de escribir una obra compuesta por seis tomos, titulada Mi lucha. Traducida a una veintena de idiomas, alcanzó gran difusión y hoy es objeto de estudios en Europa y Estados Unidos.

 

 

También hubo controversias y algunas demandas, al haber utilizado el título del conocido escrito de Hitler y por incluir, sin autorización, hechos y aspectos de la vida de personas reales. No es fácil definir el género al que pertenece la obra, a la que se ha encuadrado en el estilo de las memorias, autobiografía novelada o el resultado de una tentativa del autor acerca de su identidad y ciertas aristas conflictivas. Algún crítico ha comparado Mi lucha con la formidable saga de Proust, apreciación sin duda desmesurada. En cambio, queda claro que el tema del libro es la propia vida del autor, algo tan explícito como la misma ilustración de tapa de La muerte del padre: una foto en la que se lo ve, de niño, junto a su hermano mayor, Yngve, y su padre, cuya muerte es el eje de este volumen, el primero de la serie.


El relato se divide en dos etapas: la primera va desde la infancia de Knausgard hasta los años iniciales de su juventud. Comienza con una notable exposición sobre la muerte, alternando la cruda descripción física con meditados interrogantes referidos al extremo final de toda existencia.

 

La calidad de ese tramo también se advierte en dos desarrollos siguientes, uno, referido al efecto que le produce un autorretrato de Rembrandt, y luego, la agudeza de sus observaciones respecto de la literatura, que cuestionan ideas convencionales, punto en el que no duda en elogiar la célebre deserción de Rimbaud. Tales aciertos estimulan el interés en continuar leyendo este extenso volumen.


Pero Knausgard no sigue esa línea reflexiva: opta por contar las vivencias experimentadas desde los 8 hasta los 16 años, y se explaya en asuntos de dudoso atractivo, como su apasionamiento por el rock, las fiestas, el descubrimiento del sexo o su tendencia casi ritual a embriagarse.

 

Si se logra sortear todo eso, habrá una compensación: la de toda la segunda parte, que transcurre 20 años después y está enfocada en el núcleo del relato, la muerte del padre. No es una muerte común, sino la de un hombre que tampoco ha sido común, ni antes, cuando era profesor de secundaria y pertinaz cuidador de su jardín, ni en su vejez, en la que recrudecen sus extravagancias, cuando cambia su nombre y se separa repentinamente de su mujer a una edad en que eso es una rareza. No desentona, pues, la forma terrible de morir que ha elegido: se emborracha compulsivamente día tras día, hasta sufrir un paro cardíaco, sólo acompañado de su anciana madre, que lo único que hace es pasarse horas sentada frente a un televisor.


El impacto de esta muerte, sobre todo en Karl -que llora con una extraña frecuencia porque, como él mismo confiesa, siempre ha temido y odiado a su padre-, se potencia aún más por el estado en que Karl e Yngve encuentran la casa en que ha pasado sus últimos días, con rastros escatológicos abrumadores. La narración adquiere un poderoso magnetismo con su conmovedora mirada sobre la condición humana. Pero éste no es más que uno de los seis tomos de la biografía de Knausgard, de modo que, en cuanto a evaluarlo cabalmente, apenas nos hemos asomado a una reducida muestra de su literatura.

 

© Willy G. Bouillon, ADN La Nación