Objetos de belleza narrativa
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- Gonzalo Leon
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Escribir una novela o un cuento cuyo tema sea un artista, el arte de una determinada época o cómo operan los modelos (la representación) es algo que se viene haciendo desde hace un tiempo. Ya Henry James en su cuento Lo real hizo el ejercicio de examinar el problema de la representación; más precisamente de contar lo que sucede cuando el modelo a representar llega al estudio del artista como él tenía planeado pintarlo. En el fondo James, en el siglo XIX, plantea lo que ocurriría si un escritor se encontrara en la calle con el personaje de una novela suya. Persona/personaje, modelo/representación, ficción/realidad. Es un relato que, pese a no tener nada de teoría, habla del problema del artista (escritor) frente al lienzo (página) en blanco. Pero ya se han escrito textos sobre el tema (La obra maestra desconocida, de Balzac), algunos con mayor éxito que otros. En los últimos años, sin embargo, se ha visto un aumento de la cantidad de novelas o cuentos que hablan de arte.
César Aira tiene una novela y al menos dos cuentos así. De éstos, El criminal y el dibujante, publicado por Spiral Jetty en 2011, es el que más se parece a lo planteado por Henry James. Aquí un criminal visita el estudio de un dibujante y le pregunta, con un cuchillo en la garganta, por qué lo ha delatado. Sin embargo, el dibujante dice que ni siquiera lo conoce. Aira, que también pinta y le gusta el arte, indaga en lo que ocurre cuando un artista dibuja sin saberlo a otra persona, o cuenta su historia o lo que cree es su historia. El narrador explica de este modo la ridícula situación: “En efecto, ¿cómo podría sostenerse que una historieta publicada cuarenta años atrás estaba basada en hechos ventilados en la prensa de estos últimos meses?”.
Steve Martin –actor cómico, coleccionista de arte y novelista– escribió Un objeto de belleza (Mondadori, 2012), una novela que narra las desventuras de Lacey Yager, una bella chica que se va abriendo paso en el difícil mundo del arte neoyorquino. Esta historia da pie para que Martin despliegue su conocimiento del arte y vaya contando otra historia: la del arte neoyorquino, desde los 90 hasta mediados de los 2000, pasando por la caída de las Torres Gemelas. Esta parte tiene todos los condimentos para que funcione de manera independiente: auge, clímax, desplome, recuperación, pasando además por los distintos tipos de arte que los coleccionistas compraban: primero moderno y luego contemporáneo. La tesis de Steve Martin es que en el arte hay que diferenciar los objetos de belleza y los objetos de valor; en otras palabras, nada tienen que ver la belleza con el precio de una determinada obra. La protagonista de la novela lo va aprendiendo a medida que va ingresando en este mundo para finalmente convertirse en galerista. Pero la historia de esta chica de provincia también tiene su auge y su desplome, y es ésta la principal gracia de la novela: dos historias se funden en una, dando como resultado un objeto de belleza. Pese a lo que pudiera creerse, no hay exceso de información, ya que se entrega en entretenidas y didácticas discusiones entre los mismos personajes. “Si el cubismo hablaba desde el intelecto”, escribe Martin, “y el expresionismo abstracto hablaba desde la psique, el pop hablaba desde la falta de cerebro”. Por otro lado, el deseo o la lujuria por el arte son el deseo o la lujuria hacia Lacey. Steve Martin consigue pintar el mundo del arte neoyorquino de las últimas décadas en sólo trescientas páginas.
Michel Houellebecq, en cambio, en El mapa y el territorio (Anagrama, 2011), hace todo lo contrario que Martin: no sólo le sobra información a la novela, sino que esta información es más bien de un agradecido a Wikipedia por “los favores concedidos”. El mapa y el territorio se refieren a un artista fracasado (Jed Martin), al menos así se presenta al comienzo, que intenta todo para evitar su destino trazado: fotografía objetos, fotografía mapas Michelin, hace pintura figurativa. En un momento Jed recurre al personaje Houellebecq para que éste le escriba un catálogo, y para eso viaja de París a un pueblo de Irlanda, donde reside el escritor. Un poco de autoficción, en este momento, no viene mal y así el autor de Las partículas elementales protagoniza uno de sus capítulos más patéticos, aconsejando al pobre Jed que alguna vez estuvo ranqueado en el lugar quinientos ochenta y tres de las más grandes fortunas artísticas del siguiente modo: “Muchos escritores, si se examina de cerca, han escrito sobre pintores, y desde hace siglos. Es curioso. Al mirar su obra hace un momento me preguntaba una cosa: ¿por qué abandonar la fotografía? ¿Por qué volver a la pintura?”. El autor no se compadece de su personaje, a quien no duda en dejar como un pelotudo.
Un caso raro es el de Octave Mirbeau, quien escribió En el cielo, una novela que permaneció inédita como unidad hasta 1989, que reeditó hace poco la editorial Barataria en 2006, y que trata de la historia de Lucien, un pintor a quien le atribuye las obras de Vincent van Gogh, pero que se ve condenado a la frustración, a la locura y a la muerte por querer siempre lo mejor. A decir verdad, En el cielo fue publicada por entregas a finales del siglo XIX y recibió la admiración de escritores como Marcel Schwob, pero el autor no creía mucho en ella: fue escrita a prisa y casi sin correcciones pues era un trabajo remunerado. Mirbeau además fue crítico de arte y conoció a Van Gogh, por lo que la novela sirve para entender a este artista: “Entiéndeme… Lo que yo querría es representar sólo por medio de la luz, sólo mediante formas aéreas, flotantes, donde se presentiría el infinito, el espacio sin límite, el abismo celeste”.
Alberto Laiseca es un escritor argentino de culto, de aquel contracanon surgido en los 80 con Copi, Aira, Fogwill. Este año publicó por la editorial Muerde Muertos Beber en rojo, una suerte de novela china, donde lo inverosímil es parte natural de la historia. Beber en rojo le rinde homenaje a Drácula, de Bram Stoker, y a ese tipo de literatura. Laiseca aprovecha el relato para reflexionar sobre la importancia del monstruo en el arte: “Cada una de las artes ha sido generadora de monstruos… Pintura, música, literatura: color, sonido, palabra e imagen poética, abarcando todo el espectro de lo sensible, hasta llegar al cine, que es para mí la más elevada expresión de lo fantástico. Digo esto último pues El Bosco, Brueghel, Goya, Modesto Mussorgsky, Poe, son una vieja propuesta estética destinada a encontrar su total expresión en el séptimo arte”.
Otros escritores argentinos que han tenido al arte como tema han sido Copi (El autorretrato de Goya), Mario Arteca (La impresión de un folleto) y Ruy Krygier (El amor es miedo).
© Gonzalo Leon, Perfil