El acento en la belleza
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- Augusto Munaro
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Pérfidas uñas de mujer (Edhasa), de Hugo Beccacece, es una obra admirable. Desde su icónica imagen de tapa; correspondiente a la seductora y bella Marlene Dietrich en el filme “El expreso de Shangai”, hasta el clima etéreo y de ensueño del material reunido en libro, ahora, por vez primera. Nada figura de más en sus páginas.
Se trata de una colección de veinte artículos publicados en La Nación, y otros medios periodísticos, a lo largo de los últimos años. Dos de ellos, inéditos: “Los pasos tan temidos”, sobre la vida y la obra del director italiano Luchino Visconti, y “Pérfidas uñas de mujer”, de carácter autobiográfico. Son, como el subtítulo lo indica, “ensayos sobre cine, literatura, arte y estilos”; un acervo cultural marcado por el tiempo y por las vicisitudes sociales. Pero claro, también está de por medio el espíritu de su autor, aquel que le otorga vida a los personajes; veracidad a las escenas; anécdotas en donde el chisme y la verdad histórica marcan terreno.
Felizmente son temáticas que Beccacece conoce a fondo y que logra articular, a través de una prosa elegante y discreta, allí donde la información y la reflexión -atenta a ideas iluminadoras-, se amalgaman en perfecta armonía expositiva. Pues el saber crítico de Beccacece cifra un modo de percibir la realidad, y ello, naturalmente, se revela en su estilo refinado. Hay un ritmo en su escritura, un fraseo justo y equilibrado que busca acentuar -muy sutilmente, claro- la belleza, piedra angular del libro.
Los textos de “Pérfidas uñas de mujer” componen un fresco, una guía que recorre momentos claves del arte del siglo XX. Instantes que creíamos irrecuperables pero que ahora volvemos a apreciar, encarnados en los mundos insondables de Luchino Visconti, Truman Capote, Marcel Proust, como también en ciertas damas del surrealismo y en la gran Marlene, desde luego; entre tantas otras.
- “Pérfidas...”, por el exquisito nivel de su prosa, depurada en extremo, a menudo me lleva a pensar en su libro anterior, “La pereza del príncipe”. En ambos casos los une una plasticidad que sólo podría acuñar un hombre enamorado de la belleza. Me gustaría, si es posible, que haga referencia al modo en que han ido forjándose sus intereses.
-Mi formación se hizo casi sin darme cuenta. Mi familia no tenía una tradición de cultura literaria. De chico, iba mucho al cine. También escuchaba muchos radioteatros o radionovelas que, con frecuencia, eran adaptaciones de obras clásicas de la literatura. Así fue como muy temprano sabía de la existencia de obras como “Guerra y paz” o “Ana Karenina”, de Tolstoi. Y cuando algunos parientes me regalaban unos pocos pesos, me compraba libros de la editorial Tor. Los devoraba sin hacer caso al canon literario del que ignoraba todo. Dumas, “Los hermanos Karamazov” y “Crimen y castigo”, de Dostoievski, ¡a los 10 u 11 años! Por supuesto, eran las adaptaciones de Tor, pero eso me llevó pronto a las buenas ediciones.
-¿Dónde cursó el secundario?
-En el Nacional Buenos Aires. Recuerdo que un día, un reconocido profesor de literatura, Guillermo Ara nos pidió, medio indignado por nuestra ignorancia, que nombráramos grandes autores de la literatura universal. Alguien dijo “Lope de Vega”.
Y él respondió con desprecio: “Si usted quiere...”. Nadie se atrevió a decir nada más, salvo un compañero que, con timidez (provenía de una familia muy culta) musitó: “Marcel Proust”. Ara dijo: “Ése sí es un gran escritor”. Anoté el nombre y, quiso la casualidad que unas semanas después, en una librería de viejo de la avenida de Mayo diera con “Los placeres y los días”, el primer libro publicado por Proust; que estaba muy lejos de la grandeza de “En busca del tiempo perdido”. En 1960 hicimos con mis padres un viaje a Italia, Francia y Suiza. Pasamos por París. Y allí me compré “À la recherche du temps perdu”, en la edición de La Pléiade. Ese fue un hito en mi vida.
-¿Y luego?
-Después ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras y tuve como profesora de literatura a la maravillosa Ana Barrenechea, que nos introdujo en el mundo de Virginia Woolf, de Cortázar, de Borges, de Joyce, en el nouveau roman. No estudié letras, sino filosofía. Me gradué como profesor en ese campo. Pero casi no ejercí. Pronto empecé a trabajar en periodismo.
-¿Dónde?
-Al principio, en la revista femenina “Claudia”, donde tenía como compañera de redacción (era mayor que yo) a la gran poeta argentina Olga Orozco. Vuelvo unos años atrás en el recuerdo. Desde el punto de vista musical, estudié piano desde los 10 a los 19 años. Con muy buenos maestros. Había llegado a tocar bastante bien. Estaba en el límite entre el aficionado y el profesional, pero a los 19 años debía decidirme. Me incliné por la filosofía. Lo que no abandoné fue las visitas de las salas de concierto. Otro de los privilegios de haber nacido después de la Segunda Guerra fue haber visto el mejor cine europeo a medida de que los filmes se daban.
Recuerdo el estreno de “La dolce vita”, de Fellini. La cola para la primera función era interminable porque, como la censura era muy fuerte, se temía que la prohibieran en la segunda función. Por suerte no ocurrió. Otro de los títulos inolvidables de ese período fue “Hiroshima mon amour”, de Alain Resnais. En verdad nos gustaba (hablo por los que fuimos jóvenes en esos años) la nouvelle vague (Truffaut, Godard, Chabrol, Louis Malle); y los italianos, Visconti (al que le dedico un largo ensayo en mi libro), Fellini, Antonioni, Pasolini, Bolognini. Y, por cierto, el sueco Ingmar Bergman.
-¿Por qué cree que la belleza ha subyugado a tantos artistas, de diversas latitudes y épocas?
-Cuando se habla de belleza es difícil ponerse de acuerdo con lo que uno entiende por tal; en arte, y aún en la vida. La belleza clásica es un tipo de belleza. Todos creemos saber cómo es una mujer o un hombre hermosos. Y, sin embargo, puede atraernos alguien que no responde a los cánones de rasgos regulares, proporciones griegas, etc. Greta Garbo y Rita Hayworth era hermosas de modo distinto; Bette Davis no era hermosa, sin embargo era irresistible. La tradición acerca de estos temas en arte habla de la confluencia de la belleza, de la verdad y el bien. James Joyce se refería a esa tradición tomista. Hay algo en esa concepción con la que coincido, en parte.
Es difícil no pensar que la verdad y la belleza se identifican, pero entonces “belleza” es algo especial. Por ejemplo: cuando uno ve una pintura de un expresionista alemán, lo más probable es que la imagen sea “fea”, hasta desagradable; sin embargo nos parece “hermosa”; por la “verdad” a la que llega a fuerza de intensidad. La intensidad es algo que conmueve profundamente. Creo que lo bello está muy ligado en arte al deseo y, concretamente, al deseo sexual.
-Lo bello, lo armonioso; un concepto que tiende a mutar con el correr de los siglos, ¿verdad?
-Creo que la belleza no es hoy un ideal al que uno se quiera acercar como si se acercara a un modelo preestablecido, a la manera platónica; sino más bien algo que se crea, se inventa y, por lo tanto, esa “belleza” está unida al descubrimiento, a la revelación de un aspecto nuevo de la realidad; entendida en su sentido más amplio, que incluye lo imaginario, el ámbito infinito de la fantasía. Uno dice sin dudar que es bella una escultura de Miguel Ángel. Ahora bien, ¿uno dice que es “bella” una escultura de Louise Bourgeois? Uno dice que es bella una escultura de Antonio Canova, la Paulina Bonaparte, por ejemplo; y también dice que es bella una escultura de Giacometti. Pero no se les puede aplicar el mismo criterio de belleza. Se me ocurre que hoy la palabra “bello”, en arte, confunde más que aclara.
-Uno de los ensayos inéditos que integran el libro, “Luchino Visconti, los pasos tan temidos”, es un completísimo fresco sobre el director italiano. Usted cubre no sólo su vida apasionada, sino también su filmografía. He leído biografías del realizador, como las de Schifano y Servadio, pero en ninguna me crucé con frases cuyo lirismo genere un clima teatral de ensueño y desvarío poético. ¿Le preocupa el estilo a la hora de compenetrarse en su modo de escribir?
-El estilo es algo que uno tiene sin que se dé cuenta. Nunca me preocupé por tener un estilo particular. Sí, en cambio, por ser claro. Soy periodista desde muy joven. Para un periodista, la claridad es fundamental. Y también busqué que mi prosa tuviera cierto ritmo, cierta musicalidad. Ahora bien, cuando uno escribe textos literarios, a veces, para ser claro tiene que ser oscuro; y perdón por la paradoja. Lo que quiero decir es que, para lograr ciertos efectos expresivos, uno no debe mostrar las cartas desde el principio.
-¿Cree que la figura de Visconti esté un tanto relegada en comparación a Fellini o Rossellini?
-Fellini tiene hoy mayor reconocimiento que Visconti. Y eso ya ocurría en vida de los dos. Y no me parece que eso sea injusto. La película que más me ha conmovido en la historia del cine (no digo que sea la mejor, sino la que más me emocionó) es “La strada”, de Fellini. En cuanto a Rossellini, me parece que está tan relegado como Visconti. Dicho esto, nunca hago comparaciones acerca de quién es el número 1 o el número 2. Tampoco me inclino por las listas al estilo top ten. Cada artista, a su modo, nos muestra un aspecto del mundo; de ellos y de cada uno de nosotros. Y todos esos aspectos son importantes.
-¿Prefiere alguna película en particular de Visconti?
-No podría inclinarme por una sola de las películas de Visconti. Quizá mencionaría dos: “La tierra tiembla” y “Rocco y sus hermanos”, sobre todo esta última. Me parece que son las más redondas.
-¿Por qué?
-Visconti filma mejor, a mi parecer, cuando sus obras no tienen que ver con el ambiente aristocrático y de privilegio en el que nació; es decir en las obras de escuela o tradición neorrealista. Eso ya lo señaló Michelangelo Antonioni. Sin embargo muchas de las escenas que más me interesan en la filmografía de Visconti no están en esos títulos. El cine de Visconti está hecho de acentos, como la música de Beethoven y de Verdi. A veces hacía toda una película, para rodar cierta escena fundamental, como la del incesto en “La caída de los dioses”.
-Algunos de estos valiosos ensayos, lo tuvieron a usted en el lugar de los hechos, incluso hablando con los mismos protagonistas. Pienso en el caso del vestuarista y escenógrafo Piero Tosi. ¿Alguna vez pensó en escribir un libro de memorias?
-El título de mi libro “Pérfidas uñas de mujer” es, a la vez, el del último ensayo del volumen. En realidad, se trata de un recuerdo de mi niñez y, en ese sentido, podría tomarse como una parte de mis memorias no escritas..., todavía.
-Estoy seguro que anécdotas no le faltarán...
-Por mi trabajo, conocí a muchas personalidades muy interesantes, de la Argentina y del extranjero. Cuando empecé a circular en el medio literario y artístico los escritores tenían ellos mismos calidad de personajes novelescos, más allá del valor de sus obras. Piense en Borges, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Láinez, José Bianco, Luisa Mercedes Levinson, Beatriz Guido, Silvina Bullrich, Marta Lynch e infinidad de tantos otros.
El primer personaje importante que conocí fue Victoria Ocampo, en Mar del Plata, en 1962 o ‘63. Yo tenía 21 años. Acercarse a ella era lo más fácil del mundo. Bastaba hablarle y no ser aburrido. Escribir memorias tiene una dificultad: hasta dónde se puede contar sin herir a otros y, detalle no menor, sin tener problemas legales.
-Además de crítico, periodista y escritor, usted es traductor de importantes escritores italianos. ¿De qué modo siente que esa tarea ha enriquecido su pasión por la escritura?
-Traducir enseña a leer y mejora la escritura en el propio idioma porque se está al servicio de otro: las licencias, el narcisismo, todo eso, hay que dejarlo a un lado.
-¿Cómo sabe cuando un material puede generar un futuro escrito suyo?
-Cuando veo o leo algo que me entusiasma de verdad o me revela un aspecto desconocido de las cosas o de mí mismo, de inmediato tengo ganas de contárselo a alguien o de escribirlo. Hay una especie de cadena de afinidades que a uno lo llevan de autor en autor, de artista en artista, y también de peripecia social a peripecia social, de anécdota en anécdota. Algo así como una pendiente del espíritu.
-No son pocas las veces que usted menciona a Marcel Proust en estos ensayos. ¿Hasta qué instancia cree que el autor de “En busca del tiempo perdido” haya influenciado las artes más allá de la literatura?
-Proust influyó mucho en la literatura y en el pensamiento del siglo XX. Por ejemplo, el filósofo Gilles Deleuze, que tanto ha marcado a las jóvenes generaciones, fue un agente transmisor del virus proustiano no sólo en filosofía, sino en el cine y en la literatura. Para el director Luchino Visconti, Proust era la referencia más destacada de su mundo espiritual. El músico Luciano Berio compuso obras sobre textos de Proust. El coreógrafo Roland Petit consagró un ballet monumental a “En busca del tiempo perdido”. Así como se utiliza el adjetivo kafkiano para designar cierto tipo de situaciones en la realidad, también se utiliza ‘proustiano’ para referirse a algunas atmósferas, a ciertos climas.
-Por cierto, ya que acabamos de mencionar a un escritor de proyección universal. ¿Podría nombrar dos autores que lo han acompañado siempre?
-No podría limitarme a dos nombres. Según aquello en lo que esté trabajando, o según mi estado de ánimo, le citaría casi al azar, a Joseph Conrad, Joseph Roth, Henry James, Evelyn Waugh, Somerset Maugham, Balzac, Stendhal, Barbey d’Aurevilly. Y me interrumpo, porque cada uno de esos nombres podría ser reemplazado por otro que me entusiasma del mismo modo. Sólo hay hasta ahora un nombre al que le doy preferencia por sobre todos: Proust.