La edad como campo de batalla
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- Gustavo Valle
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La juventud pasa y la vejez permanece, se dilata, evoca episodios que ocurrieron cuarenta años atrás, cuando no se sospechaba su importancia ni la forma en que marcarían el futuro. Como si el destino tatuara los caminos que luego la memoria recorrerá sin descanso. ¿Caminos? Huellas, rastros que se van ocultando bajo la hierba que crece. Y esa hierba es la forma en que opera la memoria, parece decirnos Julian Barnes: camuflando episodios, modificando recuerdos, convirtiendo nuestro pasado en un astuto relato ordenado muchas veces a nuestra conveniencia. Por eso “nuestra vida no es nuestra sino la historia que hemos contado de ella”.
Y aquellas huellas que el tiempo oculta pueden conducirnos finalmente a una emboscada.
¿Emboscada?
No exactamente. Más bien un terrible malentendido que surge al momento de rescatar nuestra experiencia. Por eso El sentido de un final se parte en dos bloques: por un lado los hechos y por otro la rememoración de esos hechos. Por un lado la juventud de Tony Webster y su primera experiencia sexual y efímera junto a Verónica, y por el otro la vida de un Tony Webster ya jubilado, con más de sesenta años, solo, divorciado, monologante, un hombre con un presente demasiado ordenado y aséptico que se ve envuelto en el proceso de recuperación, pero sobre todo de valoración y examen de aquella primera historia de amor, y también de su amistad con Adrian, un brillante estudiante de la Universidad de Cambridge que interrumpe su vida en la plenitud de su inteligencia.
La descomposición
Si la llamada novela de formación es la que explora los caminos de construcción emocional e intelectual de un personaje, en esta novela Julian Barnes hace todo lo contrario: deconstruye esos caminos, arma el relato de la descomposición de las bases de lo formativo. La historia (¿ficción?) que Tony construyó de su primer amor es puesta, por la aparición de una sorpresiva carta y del diario de Adrian, en tela de juicio. Esta revisión despiadada corroe su carácter y surge el remordimiento, esa pesadumbre que no le alcanzará para arrepentirse, pues ya han pasado cuarenta años y no hay nada que se pueda hacer ni corregir. Pero entonces, ¿dónde está la culpa? ¿Cuáles fueron los errores cometidos? ¿No había sido él, acaso, el damnificado? El remordimiento como una condición de la lucidez; esa inquietud en la que no cabe ninguna forma de autoindulgencia.
Como en el resto de su obra, el autor de El loro de Flaubert aborda el pensamiento reflexivo como parte sustancial del relato hasta convertirlo en un personaje o en parte de la acción. Una tradición muy inglesa que podemos rastrear desde Jonathan Swift hasta Hanif Kureishi, pasando por los “ensayos relatados” de Stevenson. En esta novela, con la que ha obtenido –tras ser finalista en tres ocasiones– el premio Man Booker, Barnes encandila con su ensayística forma de contar siempre colmada de intuición y de agudeza y vertida con una prosa serena, conversada y melancólica. El resultado es un libro –mi ejemplar al menos– profusamente subrayado pues casi en cada página encontramos una muestra de ese pensamiento lúcido, de esa amarga sensatez, jamás ofrecido bajo la indumentaria del sabelotodo, sino ligado de manera íntima al drama de los personajes y sus motivaciones. Un artista, pues, del cruce de los diversos registros que integran una narración; un autor que se maneja con pasmosa facilidad entre las fronteras genéricas, integrándolas, disolviéndolas.
El que sea una novela reflexiva no impide que El sentido de un final no esté sutilmente atada al suspenso, a una intriga subyacente, con un enigma que recorre sus páginas de forma imperceptible. Nos dirigimos hacia el desenlace como si se tratara de un inconcebible policial de la intimidad y de las emociones. Su título ya nos anuncia la importancia del cierre en un tipo de novela en la que los finales no suelen aportar aspectos determinantes. Pues bien, el final de este libro es tan importante como las ideas que va desgranando sin prisa, página tras página, y llegamos a él deslizándonos, casi sin darnos cuenta de su fuerza y significación. Sólo justo antes de concluir la lectura podemos acaso comprender lo que durante toda la novela fue sólo incertidumbre, fluctuación, perplejidad. Y a pesar de eso, la verdad, de existir, si es que existe, nunca asoma. Toda certeza sigue siendo frágil.
En su último libro de relatos, La mesa limón, Julian Barnes también abordaba el mundo de los viejos, del proceso de envejecimiento. Un mundo que en esta novela está en constante fricción con el de la juventud. Cómo el joven mira el futuro, cómo el viejo se asoma al pasado, y cómo en ambas direcciones el trayecto se hace a lo largo de un puente colgante al que le faltan muchas tablas que luego serán sustituidas por otras fabricadas con nuestra imaginación. El joven inventa al viejo y el viejo inventa al joven, y entre uno y otro se amplifica el campo de batalla porque “el tiempo no actúa como un fijador sino como un disolvente”; eso que otros denominan olvido, y que funciona como una página en blanco.
© Gustavo Valle, Ñ