Dos mentes brillantes
- Periodista:
- Cristian Savio
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El cuadro se llama La Balsa de la Medusa. Lo pintó el francés Théodore Géricault entre 1818 y 1819. Es un icono del Romanticismo francés, y refiere a una de las tragedias más dolorosas de la historia de ese país: el naufragio de la fragata Medusa frente a las costas occidentales de África en 1816 -por impericia de su capitán y en medio de la crisis de representatividad de la monarquía recientemente restaurada- y el suplicio de 147 personas que se subieron a una improvisada balsa –de las cuales sobrevivieron apenas 15 al cabo de 13 días a la deriva. El escritor inglés Julian Barnes describe cuadro y naufragio en su libro Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1997). Cuando lo leí, unos meses atrás, tuve la sensación de ya conocer esa historia. No recordaba haber visto la tela en el Louvre: eran los detalles desgarradores del salvajismo y el canibalismo a bordo de la balsa los que me sonaban. Entonces recordé la historia de venganza y el nombre de Savigny en la maravillosa Océano Mar (1993) de Alessandro Baricco. El italiano también había abrevado en aquella tragedia para su segunda novela.
El destino volvió a rimar los nombres de Baricco y Barnes semanas atrás. Las dos novedades más atractivas de noviembre en el mercado editorial local tienen que ver con las últimas novelas de ambos: El sentido de un final, que le valió a Barnes el Booker 2011 –uno de los galardones literarios más prestigiosos del mundo, que premia las ficciones en inglés, y se le había negado en un par de ocasiones- y Mr. Gwyn, la más reciente joya de Baricco, ambas editadas por Anagrama.
Considerados entre los novelistas más importantes de la actualidad en sus respectivos países, abordan ahora naufragios en aguas a veces más turbulentas que las del Atlántico.
Intelectual inquieto, literato polifacético (creador de un programa de TV que promueve la lectura, y de una escuela de escritura en su Turín natal), Baricco es infinitamente más que "el autor de Seda", como se lo conoce a partir del notable éxito que cosechara con su tercera novela (1996). Es un autor indispensable. Sus dos primeras novelas alcanzan para otorgarle un sitio de privilegio en el mundo literario. Tierras de cristal (1991) y Océano Mar muestran la magia de su narrativa y la complejidad de su mundo, con personajes tan deliciosos como enigmáticos, dueños de una locura que suele tener orígenes en la excesiva racionalidad, y manifestarse en genial creatividad, en historias decimonónicas desarrolladas en lugares imaginarios -o no tanto- como el pueblo de Quinnipak o la Posada Almayer.
Baricco se ha confesado "amante" de la obra de Osvaldo Soriano, a quien atribuye responsabilidad en la pasión que el italiano siente por estas tierras y por nuestro fútbol. Él mismo abordó el fútbol: Gould, el superdotado y desequilibrado adolescente protagonista de City (1999) le plantea a un profesor y ex árbitro que suele encontrar en la cancha de su barrio mientras observan los partidos, hipotéticas circunstancias reglamentarias que podrían ocurrir en un encuentro. También describe con pretensión de exactitud las características físicas y de espíritu de cada puesto. (Párrafo aparte merece de esta novela el western paralelo que construye Shatzy, la acompañante de Gould). Después, en Esta historia (2007), Baricco homenajea a Juan Manuel Fangio y a los héroes de los primeros tiempos del automovilismo deportivo. Allí, el protagonista, Ultimo Parri, tras luchar en Caporetto -la peor de las batallas italianas en la Primera Guerra Mundial-, se entrega a su destino de construir un circuito que describa su propia vida.
Ese, el del destino, es el peso que recae en todos los personajes de Baricco. Jasper Gwyn, en cambio, ha decidido forjar el suyo propio. El protagonista de la última novela de Baricco es un exitoso escritor inglés (no, no es Barnes) que vive en Londres y un día decide que ya no escribirá más libros. El argumento sembró en un principio cierta duda en torno al futuro del propio Baricco. ¿Pensaba él seguir el mismo camino que su personaje? No es tan inocente la pregunta: si en toda obra hay algo de su autor, en esta las señales se multiplican. Baricco vuelve aquí a su propio héroe literario, Bartleby, el escribiente, de Herman Melville. Si en Océano Mar le hacía un guiño (un personaje de nombre Bartleboom) aquí la referencia es directa. Cuando Jasper Gwyn decide que no quiere ser más escritor, se convierte en un copista –pero copista de personas, y así creará un nuevo género artístico: el del retrato escrito. Y más directo: en la portada del libro, la transcripción del inicio de Bartleby… adopta la forma de una huella digital (¿qué otro aspecto más claro de la identidad?). Pero a no preocuparse: Baricco no tiene pensado imitar a Gwyn.
En esta novela nos lleva primero de la mano del protagonista y en un momento –y sin anunciarlo- la voz narrativa pasa a Rebecca, la joven asistente del escritor, quien encarará una aventura detectivesca para descubrir qué ha sido de Gwyn. Exquisito.
El narrador de El sentido de un final, en cambio, es uno solo. Tony Webster es un sesentón inglés (como Barnes) que encara el traumático viaje de mirar su vida en retrospectiva, y los dramas que supone la construcción de la historia –la Historia con mayúscula, pero sobre todo la particular- en sus dos pilares: los difusos senderos de la memoria (que es azarosa, traicionera) y los subjetivos mecanismos del relato. La existencia del diario de un amigo que se suicidó 40 años atrás, informada por el testamento de la madre de una novia de la juventud, obligan a Tony a explorar los errores del pasado en un viaje moral que revela su sentido, claro, en el final.
Pero como escribió la librera Roxanne Coady en The Daily Beast, citando a Kierkegaard, "estamos condenados a comprender la vida solo hacia atrás, y a vivirla hacia delante".
© Cristian Savio, Newsweek