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Los primeros pasos

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Noventa mil ejemplares vendidos en Inglaterra en seis meses, traducciones a varios idiomas y la venta inmediata de los derechos para una adaptación cinematográfica han hecho que El insólito peregrinaje de Harold Fry se convirtiera en un fenómeno. Sobre todo cuando en la solapa y en los comunicados de prensa se insiste en dos cosas: Rachel Joyce es una ex actriz de cincuenta años y este libro es su primera novela. Y es un éxito. Pero Joyce, además de vivir en la campiña inglesa entre patos y caballos y sus cuatro hijos (datos que también se repiten) es guionista radiofónica de la BBC hace dieciséis años y autora de varias obras de teatro. Tiene oficio. Y eso se nota en esta primera novela que retoma un tema bastante transitado (el peregrinaje como forma de expiación y autoconocimiento, la promesa como último recurso de fe), pero que maneja con maestría. Al igual que Herzog, que caminó desde Munich hasta París convencido de que así iba a salvar a su amiga Lotte H. Eisner, Harold Fry, un sexagenario con un matrimonio deshecho, un pasado terrible y una amabilidad que roza lo pusilánime, inicialmente sale de su casa sólo para mandarle una postal a una amiga moribunda que no ve hace veinte años. Pero no vuelve más. Más al estilo de Forrest Gump que de Herzog, Fry no sabe bien qué está haciendo ni por qué y quizás éste sea el punto más interesante. Lo de alargarle la vida a su amiga le surge en el camino; y ni siquiera fue su idea. El personaje va ganando espesura a medida que avanza y se empieza a poblar de recuerdos y pensamientos que tenía atragantados por el nudo de corbata de cuarenta y cinco años de oficina. La novela, que corre el riesgo de caerse en cada capítulo, se sostiene y va sorteando, junto a Harold, las dificultades de recorrer un lugar común. Muy bien escrita, con descripciones que parecen salidas de una novela de Jane Austen y los puntos de tensión en el momento justo, El insólito peregrinaje... brilla gracias a personajes entrañables y un suspenso que recién termina de aliviarse en las últimas páginas. Por momentos hay un exceso de mensaje –revelaciones acerca de la naturaleza humana, el desprendimiento como sabiduría–, pero justo cuando se está por cruzar la línea hacia la consolatoria autoayuda, Joyce realiza un giro inteligente o destruye una hipótesis que disuade al lector de ser tan malpensado. Al menos hasta la escena final, que no honra las otras trescientas páginas. Pero eso no le quita el disfrute a este viaje que va desde el Canal de la Mancha hasta la frontera con Escocia.