La madre y la oscuridad
- Periodista:
- Tony Glenville
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Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), reúne todos los elementos para que nos paremos entre asombrados y dudosos delante del escaparate: ha obtenido, amén de buenas críticas, el Premio de novela FNAC, el Premio de novela de las Televisiones Francesas, el Premio Renaudot de los institutos de Francia, el Gran Premio de la Heroína Madame Figaro y el Gran Premio de las Lectoras de Elle. Además, ha estado durante meses en las listas de los más vendidos, donde abundan los Paulo Coelho. Aunque Francia aventaje a España en número y calidad de lectores, tampoco se salva de que sus listas estén encabezadas por best sellers de factura media o mala. Por suerte, Nada se opone a la noche poco tiene que ver con un producto hecho a la medida del mercado, aunque desde luego los asuntos que toca venden bien. Lo que atrapa de este séptimo libro de Delphine de Vigan (autora célebre en Francia desde que en 2007 publicara No et moi) es algo sobre lo que preferiríamos no saber y sin embargo sabemos: la figura materna. No podemos mantenernos al margen de ella, es nuestra raíz, amada y odiada, y cuando un libro pulsa con tino la tecla, es raro desoír la llamada. El dolor nos inhabilita para mirar hacia otra parte. Ahora bien, si el territorio de las raíces y los afectos nos conmina a escucharlo de nuevo, no es para que nos recreemos en el drama, sino por la eterna ilusión de que podemos mitigar sus consecuencias devastadoras mediante el conocimiento. Tal es el objetivo de Nada se opone a la noche.
Voy a detenerme en el argumento porque el tema y los motivos que lo encarnan sí importan, sobre todo en libros como este, que no enmascaran los hechos inquiridos: Lucile Poirier, madre de Delphine de Vigan, nace en el seno de una familia de clase media tirando a baja. La desventaja económica no les impide tener una decena de hijos, a los que se suma la adopción de un niño maltratado. Lucile es la tercera de la prole. De niña trabaja como modelo y desde muy temprana edad muestra, o eso dicen, un carácter reservado y enigmático. Al parecer, cuando es adolescente su padre abusa de ella, episodio cuya aclaración llevaría a la disolución de la, como no podía ser de otro modo, autosatisfecha mitología familiar (de hecho, los Poirier al completo participan en una suerte de reality de la época para alardear de su ejemplaridad). Toda la familia decide que es mejor perpetuar la mentira (rompiendo el pacto de silencio, De Vigan recoge en Nada se opone a la noche testimonios de que el patriarca se dedicaba a abusar sexualmente de adolescentes). Lucile se enamora de un joven burgués, se casa embarazada y tiene a Delphine; el matrimonio fracasa, y Lucile coquetea con el hippismo y el arte antes de su primer brote psicótico, a resultas del cual se le diagnostica un trastorno bipolar. Durante los diez años siguientes vive idiotizada por la medicación. A recuperaciones siempre fugaces les sigue un periodo de estabilidad y autosuperación más o menos largo. De estos ascensos y, sobre todo, descensos brutales son testigos las hijas de Lucile. En 2007, Delphine encuentra a su madre muerta en su apartamento. Acabó con su vida por su propia mano.
En una biografía en la que el narrador es no pocas veces testigo, el lector presupone que se le está contando la “verdad”, y quizá esta presuposición excesiva explica las reservas de Delphine de Vigan tanto a hacer ficción con la historia de su madre como a dar solo su versión, reservas que no tienen únicamente como destinatario al lector, sino, y sobre todo, a la familia Poirier, que sabe que uno de sus miembros está escribiendo sobre el clan (valga decir: está amenazando al clan). Ello explica que la narradora se disculpe con regularidad por llevar a cabo su empresa, disculpas que, además de esclarecer una poética, sirven para que el lector y la familia Poirier la perdonen por cubrir de mierda una fachada hasta entonces impoluta.
Nada se opone a la noche arranca con una tentativa fallida de ficción. La propia autora la califica así, y al lector no se le escapa que es la parte más endeble del libro. Sin embargo, no es innecesaria, pues además de contar la relación de la autora con su madre, la novela se plantea desde el principio como un ejercicio imposible de objetividad. Para ello, había que descartar el artificio narrativo que mejor enmascara la subjetividad: el narrador en tercera persona, supuestamente objetivo (en Nada de opone a la noche los problemas de la narración se convierten en materia narrativa). Superado el primer escollo, la novela transita por el testimonio de Delphine de Vigan, el de su hermana, el de las tías (las hermanas de Lucile), el de la propia Lucile (que dejó abundante material escrito sobre sí misma, un material que evidencia unas intenciones vagas de ser escritora) y el del abuelo abusador, que había grabado parte de su vida en cintas de casete. Estamos pues ante un relato que escribe sobre otros relatos, a los que interroga y manipula conscientemente para sus propios fines, uno de los cuales, el de conocer la razón última de la locura de Lucile, no se consigue, o eso afirma la autora, si bien es difícil no relacionar el desequilibrio materno con la monstruosidad de su progenitor.
En el material sobre el que se trabaja ya abundan los dobles sentidos, así que el lenguaje lírico, con su capacidad connotativa, es descartado por inútil. Con sobriedad y precisión, sin sentimentalismo (pero no sin sentimiento), Delphine de Vigan firma una inteligente, magnífica e implacable novela sobre su madre sin esconder los costurones de la objetividad.
© Elvira Navarro, Letras Libres