Oh, melancolía
- Periodista:
- Pablo Chacón
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Por teléfono es más gracioso que por correo electrónico. Pero a Jordi Gracia, nacido en 1965, le causa mucha gracia su propia inutilidad (tanto como su perseverancia) frente a las nuevas tecnologías de comunicación, sobre todo cuando mira a sus hijos moverse en ese mundo como pez en el agua. Más gracia le causan las diatribas, la venganza y el resentimiento de que hacen gala intelectuales, profesores, académicos, escritores de cierto prestigio cuando escriben –en papel, por supuesto– contra la supuesta barbarie que esas transformaciones tecnológicas, cognitivas, ¡ontológicas! están difundiendo. Este hombre detesta los discursos catastrofistas detrás de los cuales se escondería una verdad que los espectros del presente se obstinan en deformar, para de-sesperación y melancolía de los que creyeron saber que la erudición de las bibliotecas dictaba el camino a seguir.
Ese futuro de hibridez, enfermedades nuevas, tortugas mutantes, pantallas omnipresentes y hackers violadores de los derechos de autor es de lo que se ríe a carcajadas quien hace veinticinco años enseña literatura española en la universidad de Barcelona y, contra el duelo y la melancolía de la que habló Freud, joder, que no tiene nada, declara. Sólo escribió El intelectual melancólico, un panfleto acerca de intelectuales que se encuentran en la encrucijada de un mundo que cambió y cambia aceleradamente y los encuentra aferrados a viejos modelos culturales.
¿Qué clase de melancolía afecta al intelectual melancólico?
–La mala, porque es esterilizante e infecunda. Nace del sentimiento de anomia o ausencia de normas y reglamentos en el sistema cultural cuando quizá es más justo hablar de la transformación agitada de los protocolos de funcionamiento cultural e intelectual. Una crisis de cambio galopante puede generar el sentimiento de fin de la cultura, cuando quizá lo que termina es una forma de cultura.
¿Qué entendés por catastrofismo? ¿Una impostura académica, cierta pereza para pensar los cambios, cierta impotencia para soportar la avanzada cientificotecnológica?
–Es la consecuencia de un desdén inconfesado por las nuevas realidades, por las nuevas formas mediáticas y culturales: consiste en derogar la producción intelectual en conjunto cuando seguramente se tiene en la cabeza sólo una parte de esa producción que, a su vez, es la más escandalosa, visible y popular, pero no necesariamente la más significativa o relevante. La parte por el todo ha sido siempre mal instrumento para diagnosticar nada, pero ahora lo es mucho menos dada la ingobernabilidad de la actividad intelectual y cultural: ni los millones de blogs activos van a condenar a la literatura a la inanidad ni la transformación del sistema editorial comporta la extinción de la cultura exigente. Ni la vulgarización del saber que facilita Internet hacen de todo el saber un saber vulgar.
El intelectual melancólico, ¿es un poco conservador, muy conservador o simplemente alguien que no aguanta las competencias de la juvenilia ilustrada?
–Viene de un desánimo que no es sólo la decepción por un mundo insatisfactorio sino por una sorpresa, tecnológica y en el fondo social, que nos dejó a todos estupefactos ante su poder de cambio. La actitud de rechazo o, peor incluso, la ridiculización y desprecio de sus resultados ha producido respuestas muy alarmadas ante el presente por parte de intelectuales de primer nivel como Mario Vargas Llosa o Javier Marías. Han perdido parte de la disciplina crítica que mantuvieron años atrás frente a la complejísima realidad contemporánea y han tendido a simplificarla, trivializarla y, por tanto, desvirtuarla. En esa medida, se comportan a veces como conservadores inadaptados a la nueva sociedad y nostálgicos de las formas de jerarquía, orden y crítica que tuvo un tiempo distinto.
¿Creés que Internet es para la cultura actual tan importante como fue la imprenta en la época de Gutenberg?
–Sospecho que se parece mucho. Se trata de dos instrumentos que multiplican de forma frenética la exposición pública de la actividad privada, en cualquier ámbito y fuera del control clásico: a la imprenta le debemos la popularización de la lectura y quizá a Internet le deberemos la popularización de la creación. Y en ambos casos, el invento tecnológico como tal no comporta un juicio de valor en torno de lo que se hace con él. De los infinitos millones de productos que circulan por la red, no conocemos más que un porcentaje infinitesimal, exactamente igual, en proporción, a los millones de libros impresos que no ha abierto jamás nadie y seguirán sin abrirse.
Ese destino de profesor que tan bien describís, ¿es un sino o es una forma de resignación al descubrir que la inundación de ideas, novedades, circulación de bienes simbólicos es no sólo más rápida sino también mejor capturada por una generación que ha crecido pegada a la computadora y sus derivados?
–Lo describo con el fin de conjurarlo, conjurar la tentación de creer que un cambio del que disfruta tantísima gente y que hace felices a tantas personas dispuestas a ocupar su tiempo en colgar un video, una película, un libro, unos poemas, unos aforismos, unos chistes gráficos no puede situarse entre aquello que sólo degrada el presente o, cuando menos, no lo degrada más de lo que lo degradaron los medios clásicos.
Los intelectuales no melancólicos, ¿cuáles serían y qué papel juegan en este nuevo escenario global?
–Son aquellos que sofrenan la tentación de despreciar los cambios actuales como formas de banalidad y aprecian las posibilidades reales y fecundas que en términos intelectuales y culturales ofrece el nuevo orden. En el librito utilizo varias veces la ponderación ecuánime de Claudio Magris, porque me parece modélica, pero los nombres pueden ser muchos más. Así que seguramente somos mayoría quienes creemos que los combos de cultura y medios contienen posibilidades formidables y también grandes posibilidades de seguir haciendo el tonto todo el día, como sucedía exactamente igual antes de Internet. El problema desasosegante para mí es el prestigio adicional y hasta el morbo que despiertan en los medios, que son medios clásicos, los agoreros del fin de la cultura.
© Pablo Chacón, Página 12