Riverside Agency

Realizar una búsqueda avanzada +

Ingresar

¿Olvidó su contraseña? Haga click aquí

Richard Ford, a golpe de puño y de talento

Periodista:
Juana Libedinsky
Publicada en:
Fecha de la publicación:
País de la publicación:
  • Descripción de la imagen 1

Richard Ford le gusta nadar desnudo. Pero en el mar, entre las olas de la costa de Maine, y sin importarle el frío de Nueva Inglaterra. La confesión viene a raíz de que en el club universitario donde ocasionalmente lo he visto, la piscina cubierta es sólo para hombres y nadie usa short de baño.

 

 

"El tema es meterte sin ropa cuando revientan las olas, y el viento helado te golpea en el cuerpo, no en el agua tibia y calma de un interior. Yo al club voy a jugar al squash ", aclara. Debí imaginarlo. Todo en Ford es tremendamente rudo y masculino. A lo largo de la entrevista habla de las golpizas que ha dado y recibido, de autos que ha robado, chicas que lo han cacheteado por decir algo inapropiado. Éstos son algunos de los temas que toca en sus nuevos libros, la novela Canada , aún inédita en castellano (cuya primera línea es "First, I will tell you about the robbery our parents committed. Then about the murders, that came later" ["En primer lugar, te contaré sobre el robo que nuestros padres cometieron. Después sobre los asesinatos que ocurrieron luego"]), y el libro de ensayos Flores en las grietas , aparecido en la Argentina el año pasado, donde en uno de los trabajos más potentes, "En la cara", reflexiona sobre los puños que terminaron en su rostro, aunque va más allá de eso.


No es que Ford juegue de antiintelectual; después de todo aclara con orgullo que tuvo "padres de clase obrera que trabajaron como esclavos para que pudiera tener una vida mejor que la de ellos" y que su vida en el campo de las letras "es justamente un tributo a su éxito". Pero sí que no quiere ni puede olvidar de dónde viene. "Como tantos", agrega.

 

"Salvo tipos como John Updike y Martin Amis, que tuvieron una educación exquisita, todos los demás escritores básicamente nos tuvimos que inventar a nosotros mismos, hacernos solos -dice-. Y lo que escribimos sale de lo que conocimos."


Ford nació en Jackson, Misisipi, en 1944, hijo único de un vendedor que recorría el país. Cuando tenía ocho años, su padre sufrió un ataque al corazón y el niño empezó a dividir su tiempo entre su casa natal y la de su abuelo, un ex campeón de lucha libre y boxeo, en Arkansas. En 1960 su padre murió de un segundo ataque al corazón, al mismo tiempo que Ford entraba en la universidad. Nunca fue un alumno destacado y tuvo problemas de dislexia; sin embargo, de adulto empezó a interesarse por la literatura. Luego de graduarse en la Michigan State University, donde conoció a quien sería su mujer, Kristina ("Si uno no puede permanecer mucho tiempo casado con Kristina, es que no puede estar casado con nadie", dice cuando se le consulta sobre el secreto para uno de los matrimonios más duraderos del circuito intelectual estadounidense), intentó estudiar Derecho.

 

Como no funcionó, entró en un curso de escritura creativa en la Universidad de California, en Irvine, donde se recibió en 1970. "Al principio me mantenía mi mujer, que tiene un doctorado en Urbanismo y siempre trabajó en universidades, lo cual no era fácil para mí", reconoce. No pasó mucho tiempo y, junto con Raymond Carver, Tobias Wolff, Ann Beattie, Frederick Barthelme, Jayne Anne Phillips, entre otros, se convirtió en una de las voces más célebres de lo que pasaría a llamarse el realismo sucio norteamericano. Tuvo un célebre período de periodista deportivo (y hoy, cualquier cosa relacionada con cualquier deporte le despierta una evidente pasión) y de allí derivó su novela El periodista deportivo.


Ésta, a su vez, dio el puntapié inicial a una de las trilogías más laureadas de las letras estadounidenses, las protagonizadas por "el hombre común" de Nueva Jersey, Frank Bascombe. Por el segundo libro de la serie de Bascombe, El Día de la Independencia, Ford ganó el premio Pulitzer de 1995 (así como también el PEN/Faulkner Award; era la primera vez que una obra ganaba ambas distinciones simultáneamente). Al Pulitzer lo entrega la Universidad de Columbia y hoy, a los 68 años, Ford está allí de vuelta, como profesor de Humanidades y Escritura mientras Kristina enseña Urbanismo.

 

-¿Cómo es que el libro Flores en las grietas sólo fue publicado en castellano?


-Escribo mucho de lo que los estadounidenses llaman non-fiction, Estaba tardando demasiado con mi siguiente novela y, según mi editor en Anagrama, los lectores "ya necesitaban algo de Ford", así que me dijo que publicara un libro de ensayos. Era una idea que yo venía considerando para Alemania, con textos que actualizaría. Nunca tuve el tiempo de hacerlo y Jorge Herralde me dijo que él ya había encontrado los que pensaba que estaban listos sin más. Por supuesto que le dije: "Adelante", y estoy muy contento con cómo quedó. No sé, sin embargo, si me hubiese animado a publicar ese mismo libro en inglés. Tengo un estándar tremendamente alto respecto a lo que publico en Estados Unidos.

 

-¿Y estos ensayos eran suficientemente buenos para los iberoamericanos pero no para los estadounidenses?


''Siempre que me encontré con algo que me parecía terriblemente injusto e inmerecido, pensé en solucionarlo con una trompada en la cara del responsable'', confiesa Ford.


-A mi estándar para publicar en Estados Unidos te lo resumo en dos palabras: John Updike. Él es mi modelo y trato de no hacer cosas que él no hubiera hecho. Y creo que en castellano, y publicados en el extranjero, estos ensayos tienen un valor distinto que en inglés y en mi país. El valor al que hago referencia es cultural. Son ensayos que pueden ser leídos como una pincelada sobre Estados Unidos hoy. Para alguien que vive en Estados Unidos, ese interés se diluye. Por otra parte, son ensayos que ya fueron publicados como artículos, prefacios a libros y demás en Estados Unidos, así que aquí tampoco tienen el valor de la novedad.

 

-Todo el mundo comenta qué poderoso es el comienzo de Canada pero es mucho más impactante la confesión con la que arranca uno de los ensayos de Flores en las grietas respecto a las palizas que dio a lo largo de la vida.


-"En el curso de mi vida le he pegado a mucha gente en la cara. A demasiada gente, estoy seguro." Es absolutamente cierto. Me puse a reflexionar sobre el tema cuando una amiga armó un libro de fotos sobre boxeo y me preguntó si podía hacer un ensayo para acompañarlo. Le dije que yo había sido un mal boxeador amateur de joven y que mi carrera con los guantes no había sido muy interesante. En cambio, sí me había visto envuelto en muchas rencillas callejeras en las que me molieron a palos. Desde esa perspectiva y contando cómo mi abuelo, que era boxeador profesional, me introdujo en el deporte para que aprendiera a defenderme mejor, quise explorar qué hay detrás del impulso a los golpes.

 

-¿Y qué hay?


-No puedo hablar en nombre de la cultura en general, pero lo cierto es que siempre que me encontré con algo que me parecía terriblemente injusto e inmerecido, pensé en solucionarlo con una trompada en la cara del responsable. Todavía hoy, aunque ya no hago esas cosas, dar un golpe en la cara sigue siendo un acto cuya posibilidad conservo. Lo extraño es que la idea de pegar no se me presente tan fuerte cuando voy a ver boxeo. El boxeo parece implicar mucho más que dar golpes y posiblemente ésta sea la razón por la que Liebling (N. de la R.: El histórico cronista de boxeo del New Yorker) escribiera menos sobre boxeo que sobre boxeadores.

 

-¿Le pegaron mujeres, también?


-Sí, es bastante distinto, no duele tanto.

 

-Si va a la Argentina a presentar el libro, tiene que conocer a la Tigresa Acuña.


-¿Es profesional? Me encantaría, aunque admito mi derrota antes de subirnos al ring. He boxeado con mujeres. Lo odio. Cuando con mi esposa nos fuimos a vivir a Nueva Orleans, muchos años atrás, me hice socio del club deportivo más viejo de la ciudad. Tenían un grupo de boxeo, y me inscribí. En seguida me empezaron a desafiar mujeres. Ellas usaban unos protectores en la cara, el pecho y la zona pélvica, y en cuanto te subías al ring venían corriendo hacia ti y te reventaban a golpes, uno tras otro, sin parar. Nada que hicieras podía lastimarlas. Se me ocurrían mil metáforas fascinantes sobre la situación, pero, la verdad, no era muy divertido. Ahora trato de evitarlo. Igual, la mayor parte de las mujeres que me ha pegado lo ha hecho con la palma abierta y uñas largas.

 

-¿Me puede contar por qué?


-No, pero puedo decirte que era porque algo que hice las enojó o lo encontraron ofensivo. No me molesta, reconozco que muchas veces lo merecí. Y prefiero esa actitud a que se mantengan molestas conmigo por mucho tiempo.

 

-También ha confesado que a menudo le gustaría golpear a quienes reseñan sus libros. Y que escribir una mala reseña equivale a atropellar con el auto a alguien que hace dedo. Cuánta violencia.


-Posiblemente todo mi interior sea pura violencia y necesite una terapia o tenga que volver a empezar mi vida con mejor rumbo. O quizá sólo sea que, como decía Auden, "ninguno de nosotros es gran cosa". Pero el pensamiento de pegar, aunque reconozco que es horrible y ya no lo hago, es un criterio importante para medir qué es serio para mí. Forma parte de mi dramaturgia interior, de mi drama íntimo del sentido de justicia. Y estoy convencido de que es mejor para mí ser consciente de todo esto, y tomar precauciones para contenerme y forzar mi empatía, que ignorarlo por completo.

 

-Pero ¿cómo es el tema con las reseñas?


-Muy simple. No las leo. Las buenas no me dejan lo suficientemente contento y las malas me dejan realmente mal. Y sí, se me pasa por la cabeza golpear al que las escribió. Pero Kristina disfruta leyéndolas y ocasionalmente me cuenta algún parrafito que piensa que me gustará. Nunca es suficiente. Ni las buenas me dejan medianamente feliz. Respecto a escribir reseñas yo, muchas veces me lo han pedido y siempre me he negado. No creo tener un sano juicio. Además, la mayor parte de los libros no son buenos para empezar, y encima uno puede estar de un humor de perros el día que lee un libro en particular, escribir para defenestrarlo, y tiempo después arrepentirse. Efectivamente pienso que un libro nuevo es como un joven haciendo dedo al costado de la ruta. Si no vas a poder ayudarlo subiéndolo a tu lado, no lo pises con una mala reseña; ignóralo y sigue tu camino.

 

-¿Nunca se sintió tan tocado por una obra que quiso hacer una excepción?


-No. He leído muchos libros que me gustaría comentar y lo he hecho, pero nunca en la ocasión de su primera edición.

 

-Usted creció en un ambiente duro en el cual estaba mal visto hablar sobre uno mismo. ¿Pero escribir ensayos personales no va en contra de su educación?


-No, porque siento que me uso de instrumento para un bien superior, que es la historia. En los ensayos, aunque sean en primera persona, siempre estoy subordinado a la experiencia que quiero crear o a los sentimientos que quiero provocar en el lector. Mientras no esté llamando la atención sobre mí mismo por mí mismo, no me siento incómodo. El ensayo "El hotel", por ejemplo, es sobre mi experiencia creciendo en un hotel que regenteaba mi abuelo. No es que lo pasara mal. Subía y bajaba los ascensores, daba de comer a los peces, caminaba con los hombros encogidos y veía cómo encendían las luces de la centralita. Era apreciado porque era alto y porque mi papá estaba enfermo y yo estaba ahí, valiente e indefinidamente. En inglés se llamaba "Accomodations", y en realidad, trata sobre cómo todos nos podemos acomodar a situaciones extrañas para sobrevivir.

 

En Canada , la primera novela de Ford después de concluir sus libros sobre Bascombe, el autor lleva hasta el extremo el tema de acomodarse a situaciones extrañas. Su nuevo narrador, Dell Parsons, reflexiona sobre su vida como un chico de 14 años cuando sus padres alteran su rutina de pequeño pueblo de provincia al decidir robar un banco. Los libros sobre Bascombe en general narran episodios de unos pocos días de duración. En Canada , en cambio, el libro se extiende por décadas y tiene mucha más acción que la que es habitual en Ford. Lo que se mantiene constante respecto al resto de su obra es siempre la fragilidad de la felicidad humana como tema central, sólo que esta vez el lugar geográfico parecería actuar de un poco de panacea.


-¿Por qué Canadá como la tierra prometida? ¿No se supone que Canadá es como Estados Unidos, sólo que más aburrido?

 

-Eso dice la sabiduría popular, o debería decir, la popular falta de sabiduría. Canadá no es aburrida, es tolerante. A mí me resulta un país reparador. Cuando voy me siento bien; no lo puedo decir de muchos otros lados. Acabo de estar en el Reino Unido. No siento nada en el Reino Unido. Estuve en Dinamarca. Muy lindo pero no siento nada tampoco allí. Para mi protagonista, Canadá representa el lugar donde puede dejar atrás las calamidades de su niñez, es un lugar físico y espiritual donde cosas buenas pueden pasar. Es igual que Estados Unidos, si quieres, pero la exigencia feroz que te aplasta al otro lado de la frontera se diluye. Hablamos de golpes; bueno, te puedo decir que es Estados Unidos el que te pega fuerte todo el tiempo. Todo el tiempo te están martillando con el sentido de patriotismo, que muchas veces es el de los demás. Al cruzar a Canadá te sacas de encima ese clamor, lo cual es frecuentemente un alivio.


-En todas las elecciones siempre hay intelectuales de izquierda que dicen que si ganan los republicanos, o ciertos republicanos, se mudan a Canadá. ¿Qué opina?

 

-Que soy uno de ellos. Ojo. Yo voto. Fui voluntario en la Marina. Lo haría como un acto de protesta civil, no de falta de lealtad a mi país.


-En Canada escribió sobre un gran robo. ¿Tiene alguna experiencia personal en robo calificado, como tuvo en golpizas antes de escribir sobre el boxeo?

 

-Sí, cuando era joven robé autos, casas.


-¿En serio? En general cuando los intelectuales hacen esas declaraciones, luego aclaran que fue que se quedaron con monedas del vuelto de una abuela cuando eran niños...

 

-No, yo robé de otros ciudadanos. Me llevé sus autos, entré en sus casas y salí de ellas con sus posesiones materiales. Cuando fui adolescente en Misisipi. era obligatorio hacerlo. No lo necesitábamos. Simplemente lo hacíamos. Pero este libro no es sobre nada que yo haya hecho jamás. Nunca robé un banco ni maté a nadie, aunque siempre sentí que hay algo inherentemente dramático sobre la gente que tira su vida por la borda. Robar un banco para mí es algo interesante per se, haya tenido yo experiencia personal en el tema o no. Cuando narraba los hechos me inundaba una sensación muy placentera, como si estuviera allí viendo en directo lo que pasaba. Me divertí mucho escribiéndolo, me sentí muy libre.


-En Canada, y en su obra en general, explora no tanto los grandes hechos de la vida sino sus consecuencias. ¿Por qué?

 

-Porque es entonces cuando se vuelven más visibles los temas morales. En la forma en la que nos acomodamos a los grandes sucesos se vuelve más visible lo bueno y lo malo de las personas. El 11 de septiembre es un ejemplo. Me di cuenta de que era una tragedia tal que nunca íbamos a vivir lo suficiente como para entenderla, pero sí que se podía escribir ficción sobre sus consecuencias. Son las consecuencias que el periodismo no puede enumerar, que quedan ocultas y que, a veces, hace que alguien con una imaginación muy activa pueda hacerlas visibles a los lectores. Cuando Emerson escribió a mediados del siglo XIX que "a la naturaleza no le gusta ser observada", sólo estaba reconociendo que la imaginación puede aportar información sobre nuestra naturaleza que los otros órganos de conocimiento no pueden ni se proponen ofrecer, y que lo que cuenta la literatura es vital para nuestra supervivencia. Seguramente nadie puede sostener en esta atmósfera saturada de noticias y de perfidias de la política que no existe la necesidad de una gran ficción.


-¿Por ejemplo?

 

-Un relato brillante escrito por Barry Hannah, Julie Orringer o Matt Klam en los últimos años resiste perfectamente la comparación con uno escrito por John Cheever o Eudora Welty hace cincuenta años.


El encuentro con Ford es en su despacho, un segundo piso con vistas a las grandes escaleras externas que aparecen en todos los films ambientados en la Universidad de Columbia. Con la personalidad de Ford era de esperar una decoración espartana pero, salvo por una foto donde están él y Katrina bajando esos escalones hace más de quince años atrás, abrazados y sonrientes cuando le acababan de dar el Pulitzer, literalmente no hay nada.

 

"Es que trato de pasar el menor tiempo que pueda aquí dentro, así que no quiero ponérmelo confortable. Ni siquiera sé cómo se maneja esta computadora que me pusieron", dice señalando a lo único que hay sobre su escritorio.


-¿Por qué?

 

-Porque quiero estar todo el tiempo charlando con mis alumnos y con colegas. Para eso estoy acá. No para escribir. La última parte de la vida de todo novelista es muy desagradable. Consiste en editar y hacer todo lo más perfecto posible. Cuando termino un libro, quiero dejar pasar un par de años antes de volver a escribir ficción para olvidarme de ese espanto.


-¿Le resulta espantoso corregir detalladamente porque era disléxico?

 

En su lugar de descanso, Ford escribió la última novela protagonizada por Frank Bascombe. Foto: AP
-No, porque para entonces estoy harto del libro, pero soy consciente de que hay imperfecciones y de que no puedo publicarlo hasta que no las haya solucionado. Soy bastante lento para darme cuenta de las cosas y tardo unos seis u ocho meses en pulirlo. Soy muy infeliz esos seis u ocho meses. Necesito dos años para olvidarme de ese final y volver a escribir ficción. No es que me vuelva loco por retomar la escritura. De hecho, nunca me he considerado un hombre destinado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, en general cuando no tengo algo mejor que hacer, por ejemplo cuando termina la liga de béisbol en la tele. O no tengo más clases para dar. Creo que para cualquier escritor es importante dejar pasar un tiempo entre trabajos de gran aliento, pero yo soy más religioso que la mayoría al respecto, porque para mí es, además, un postulado estético y casi moral. Una razón es que se pone en primer lugar la vida. V. S. Pritchett decía que un escritor es una persona que observa la vida desde el otro lado de la frontera. Y la escritura tiene que correr detrás de la vida. Y la vida puede ser bastante vigorizante y útil para llenar el "pozo de actividad cerebral inconsciente" que, según Henry James, contribuye a la capacidad de los escritores para conectar felicidad y desgracia.


-¿Qué les recomendaría a escritores jóvenes que no pueden venir a escucharlo a la Universidad de Columbia?

 

-Que hagan cualquier otra cosa o que, si escriben, no lo hagan pensando en lo desagradable del final de toda novela.


-¿Pero si insisten?

 

-Que traten de convencerse a sí mismos de hacer cualquier otra cosa, en serio, porque una vida como la mía le debe muchísimo a la suerte. Seguro, trabajé duro y creo que soy bueno en lo que hago, pero eso no es suficiente, y las presiones y la posibilidad de fracaso para un escritor son terribles Por cada escritor que gana un Pulitzer hay cuatro o cinco igualmente buenos que no lo reciben. Además, para ser escritor hay que pasar mucho tiempo en soledad, algo que no sé si es bueno para nadie. Nunca quisiera ser responsable de incentivar a jóvenes a una carrera que piensan que puede ser reconfortante cuando lo más probable es que no lo sea.


-¿Y si siguen insistiendo?

 

-Entonces no dejen que nada se les ponga en el camino. No tengan hijos. No tengan un problema con el alcohol. Cásense con alguien que crea que lo que hacen es una buena idea. Mantengan una vida lo más pacífica y normal posible para que el trabajo siempre pueda estar primero. No se preocupen por el público. Preocúpense por escribir sobre lo que conocen.


-¿Y "múdense a Canadá"?

 

-Muy bonito pero no estrictamente necesario si los padres no han cometido un robo calificado...

 

© Juana Libedinsky, ADN La Nación