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El pasado es mentira

Periodista:
Mercedes Estramil
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Sobre el francés Patrick Modiano pesan dos acusaciones tan veladas como fácilmente rebatibles: que siempre escribe lo mismo, y que suele hacerlo sobre una época que no vivió. Entra, por tanto, en la categoría nada singular de un número importante de escritores, con la salvedad de que lo hace bien. Modiano nació en 1945 en Boulogne-Billancourt, hijo de un empresario ítalo-judío y de una actriz belga que se conocieron bajo el Régimen de Vichy y fueron, de un modo u otro, "colaboracionistas" con la ocupación de la Wehrmacht en Francia. Ese pasado, heredado y hecho culpa, será el territorio en que Modiano se instale como escritor cuando en 1968 (otra fecha clave) publique con el aval de Raymond Queneau su primera novela, El lugar de la estrella . Fue una sorpresa para la crítica, obtuvo el premio Roger Nimier y posicionó a su autor de veintitrés años como una promesa. No se hizo esperar. Al año siguiente publicó La ronda nocturnay en 1972 Los bulevares periféricos . Las tres están reunidas en esta Trilogía de la Ocupación , título con gancho que según el prologuista José Carlos Llop proviene de la crítica francesa Carine Duvillé.

 

 

En las tres abundan las sutilezas, entrecomillados y circunloquios para referirse a los cuatro años de la ocupación alemana (1940-1944). En las tres, el narrador -que cambia el nombre pero es básicamente el mismo "modianesco" personaje- observa esa época desde la doble moral del indiferente, dejándose arrastrar con opurtunismo por el signo de los tiempos.


Así, Raphaël Schlemilovitch, el protagonista de El lugar de la estrella , ha "decidido ser un judío colaboracionista", tan consciente de su papel abyecto que lo juega hasta los límites de la parodia. Su discurso espasmódico, alucinado y alucinante sigue un trazado céliniano homenajeando al Bardamu de Viaje al fin de la noche , ofreciendo una semblanza del ser judío desde el lugar de la leyenda negra, la autoflagelación y la apoteosis del sufrimiento. En rigor, Schlemilovitch no es más que un bon vivant dedicado al proxenetismo y que se va autoconstruyendo mediante el robo de personalidades ajenas. Declara ser tuberculoso como Kafka. Se compone un Gatsby, a lo Fitzgerald. Se cree parecido a Gregory Peck, a Modigliani, a Groucho Marx. Colaboracionista como la famosa tríada de escritores "malditos" de la Francia ocupada: Robert Brasillach, que terminó sus días ejecutado por orden directa de Charles de Gaulle; Drieu La Rochelle, que se anticipó suicidándose; y el gran Céline, exiliado, preso, y en el fin de su vida médico de pobres y cuidador de gatos, y cuyo lema "sálvese quien pueda" planea sobre esta trilogía. El gran drama de Schlemilovitch -y en definitiva de la narrativa de Modiano- es la ausencia de una identidad. Schlemilovitch es nadie y resulta casi lógico que su itinerario mental finalice imaginándose a Freud a la cabecera de su cama, analizándolo.

 

Un año después, Modiano publica La ronda nocturna , otro giro de manivela para seguir hablando de "estos tiempos de restricciones", donde la desgracia de unos es la ganancia de otros. Aquí el narrador se divierte jugando al Mahong y relacionándose con estrafalarios personajes de la sobrevivencia delincuencial parisina. Trabaja para una especie de policía privada y de recuperadores de objetos valiosos (eufemismos para torturadores, delatores y ladrones), y luego como agente doble vinculado a un grupo de la Resistencia. Esa conexión a dos bandas con el "Bien" y con el "Mal" no es vivida como un caso de conciencia y ni siquiera como un rizo más del aprovechamiento de las circunstancias sino más bien como un nuevo escalón en la sumisión voluntaria a la indiferencia moral. Se compara con Judas y con Landru. Recorre un París fiestero, ebrio y erotizado, alimentado por las riquezas abandonadas de los que deben huir, y subyugado por la apolínea presencia de los uniformados SS.


Los paseos de circunvalación redondean el tríptico. La misma vaguedad en cuanto a los personajes, una retahíla de nombres que van y vienen para albergar a seres vacíos de los que en definitiva sabremos poco y nada. Aquí el narrador se presenta como novelista, dice llamarse Serge Alexandre y traza el retrato de su padre, gordo, anodino, delincuente situado entre la poca monta y el guante blanco, ocupador de mansiones deshabitadas, y capaz de sacrificar judaicamente a su propio hijo tirándolo a las vías del tren, episodio que el buen Serge cristianamente le perdona. En un punto de estas historias de Modiano, uno sabe que nada tiene pretensión de realismo. Que en todo caso su realismo no tiene que ver con una descripción de ambientes, personajes y hechos. Que es más bien un pesadillesco retrato del alma, con mucha metaliteratura, y un sentido de lo histórico que supera la sujeción de las cronologías y los oficialismos.

 

En libros posteriores, Modiano continuaría creando sobre la misma línea, a veces dando obras correctas pero menores, como Villa triste, donde un joven urde una biografía falsa para escapar del reclutamiento en la guerra franco-argelina; y otras veces logrando libros de fuste como Calle de las tiendas oscuras (1978), Premio Goncourt. Aquí el protagonista es el empleado amnésico de una agencia de detectives que acaba de cerrar, y su última misión, por así decirlo, es averiguar quién es él mismo. Comienza tras la pista intrascendente de alguien que cree recordarlo, y va topando con distintas personas y fotografías que podrían "ubicarlo", todas con caudalosos márgenes de imprecisión que su propia necesidad de ser alguien va llenando. Al final, cuando cree haber podido ser varias personas, reconoce con amargura y también con cierto alivio humilde que en cualquier caso todos esos probables pasados, reales o no, se han esfumado.


Las implicancias de este procedimiento "modianesco", presente en cada uno de sus libros, no son pocas. Sus personajes necesitan saber quiénes son, aunque la respuesta sea mentira (incluso, uno sospecha, deseando que sea mentira para no acabar de buscar) puesto que íntimamente reconocen o perciben, como ya supieron Cervantes, Shakespeare y Borges que todo el universo es ilusión.

 

© Mercedes Estramil, ADN La Nación