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Viaje alrededor de un continente alucinado

Periodista:
Laura Isola
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Aby Warburg se propuso (y lo logró) dar cuenta de la “vuelta a la vida de lo antiguo” y creó un monstruo. Esta suerte de doctor Frankenstein de la historia del arte pergeñó, entre la erudición y la locura, el Atlas Mnemosyne, un conjunto enorme de imágenes con el sentido de probar distintos tipos de relaciones entre ellas: reapariciones y permanencias de una forma desde la Antigüedad hasta el Renacimiento. Pero las tablas que forman este atlas (paneles negros e los que pegaba las imágenes) también llegan hasta el presente. El de Warburg, que coincide con los años 20 del siglo que había empezado con una guerra mundial. Entre 1924 y 1929, el hijo de un banquero judío alemán que había renunciado a seguir con la empresa familiar salió del tratamiento psiquiátrico y se volvió a encerrar. Esta vez, en su biblioteca de más de 60 mil ejemplares a imaginar una nueva manera de memoria. La “memoria inconsciente”, esa que asalta y se aparece como un fantasma del pasado en las imágenes del presente. Que conecta sin formar sistema y se despliega, hasta el infinito, como un collage que no atiende a los imperativos del tiempo y del espacio. Todo tendrá que ver con todo y eso lo dicta el montaje.

 

En esa cinta de Moebius del pensamiento, en ese fluir de las relaciones que arman un caos ordenado y constelaciones que proliferan, se puede incluir Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes (Anagrama, 2012) de Graciela Speranza. Y no solamente por la persistencia de la palabra “atlas”, ese dispositivo que aparece como un síntoma en un recorrido posible de la historia del arte que evita el de la historiografía clásica: Rimbaud, Benjamin, Warburg, Borges, Didi-Huberman, entre algunos. En el juego warburgiano siempre hay lugar para uno más, ya que la misma esencia de la espiral es no detenerse y prefigurar precursores. Sólo hacía falta encontrar una primera pieza que disparara la serie. O dos. Un mapa de México en una novela de Mario Bellatín que contradecía al de América latina y la muestra de Didi-Huberman en el Museo Reina Sofía. Allí, Speranza vio otro atlas (¿Cómo llevar el mundo a cuestas? era el nombre completo de la exhibición) en funcionamiento y reparó en la ausencia de artistas latinoamericanos. Ahí estaba el intersticio, pudo haber pensado la autora, por donde empezar a desplegar uno propio.

 

Sin embargo, se corre el riesgo de caer en lo identitario: “Mi propia experiencia está contada en el libro: mirando la muestra me fijé en si había artistas latinoamericanos. Pero no se trata de reprimir la pregunta, aunque sí de contestarla de otro modo. Sin que la carta de ciudadanía esté en primer plano”. Pero América latina aparece en el título y los saberes sobre esta construcción se alertan, se ponen en guardia. Porque la respuesta sobre la identidad que dio Borges en El escritor argentino y la tradición, tan liberadora ella misma, parece no haber tenido suficiente predicamento. O, por lo menos, no ha resuelto todos los casos: “Que el libro se ocupe del arte y de la literatura continental es una consecuencia de mi experiencia: durante este tiempo leí y vi mucho más literatura y arte latinoamericanos. La visibilidad del arte latinoamericano ha cambiado. Consecuencia natural de una experiencia ampliada. La pregunta por América latina está como una fatalidad del pensamiento de la región: esa neurosis identitaria. ¿Qué es ser latinoamericano? Hay identidades regionales que tienen cierto rédito político. Las cuestiones identitarias en primer plano no le hacen mucho favor a la cultura. Sigo pensando en América latina, como dice Iván de la Nuez, de modo que quiebre compuertas, maree y desorganice. El libro quiere que los escritores y artistas latinoamericanos no vayan por el mundo mostrando sus pasaportes latinoamericanos. Tratar de mezclar para ir desbaratando y quitando rótulos. Seguimos etiquetando, y no hay que culpar a las culturas centrales siempre, porque a veces somos nosotros los que ponemos los rótulos. Queriendo sacar algunos, la maravilla, el exotismo, etc., por ejemplo, nos ponemos otros: la abstracción geométrica como una esencia”. Hay un régimen del capricho en el armado del corpus, ¿por qué éste sí y por qué éste no? Mejor dicho, la concepción tradicional de corpus, de recorte, tiene otras características. Ya no se reconoce la falta porque no es un sistema cerrado. Las obras (de arte y de ficción) se van uniendo con una costura ligera, con un engarce que no se nota, pero está: “La primera idea clara era que el libro iba a ser un atlas de imágenes y que cada breve ensayo estaría guiado por imágenes. Unas pocas líneas de organización que vinculen las imágenes. Pero la idea del atlas, que está en Warburg, tiene la virtud de no sistematizar, no cerrar, de abrir. Es muy liberador, ya la experiencia personal del arte no está sistematizada. Todos los intentos de hacer un panorama del arte contemporáneo se obligan a armar sistema, a cerrar. En cambio, el armado del atlas podía ofrecerme esa apertura. Trabajar con la libertad y hasta con la posibilidad de que, en el intersticio, apareciera esa obra que no está pero podría haber estado. Esto quiere decir que el inventario que se va armando es incompleto, infinito”.

 

Si bien Speranza reconoce que el método de Warburg “le queda grande a este libro”, puede hacer con él una operación original sobre las constelaciones que se van armando. Leyendo con un método del siglo XX las obras del siglo XXI encuentra que “ahí hay una idea warburgiana, que también está en Walter Bejamin: la del arte anacrónico, y eso fue una revelación. Es capital el concepto de supervivencia. El surrealismo sería una de ellas. Hay una supervivencia de otro tiempo, de otra manera. Kafka y sus precursores es eso mismo. La historiografía del arte no funcionó de acuerdo con estos paradigmas. El atlas de Warburg fue considerado tardíamente. Burucúa fue un pionero en eso, en el mundo, en prestarle atención a Warburg. Mi libro mira el arte del arte del siglo XXI, lo que tiene a mano o en el horizonte erigiendo una herencia del siglo XX”. El surrealismo como una “superviviencia” en el arte y las ficciones latinoamericanas. Y no tanto del surrealismo de la vanguardia histórica sino en la importancia de la lectura de Julio Cortázar que hicieron los artistas que ella trabaja: “La productividad inmensa de la lectura de Cortázar en escritores de América latina. Pero que nosotros reprimimos. Porque en el Boca-River, Borges-Cortázar, ganó Borges. La marca de la literatura de Cortázar, de las invenciones cortazarianas y del surrealismo de Cortázar se recuerda a partir de Bolaño. Y me parece muy injusto. Que tenga que venir este escritor chileno a decirnos que la potencia revolucionaria de la literatura se hace con Borges y con Cortázar. No sólo con Borges. A mí me sorprendió mucho que esa mecha encendida esté en Alÿs, en Orozco. Yo vengo dando esta batalla desde hace tiempo. ¿No habremos matado la historia del surrealismo? Es que lo que Bolaño llama “el surrealismo clandestino” no es el surrealismo histórico sino el encuentro entre arte y vida. Esas potencias del surrealismo que aparecen en cada momento. El encuentro arte y vida y ese deseo. La herencia borgeana mató y sofocó ese deseo. Cuando ves la obra de Orozco, su lectura de Rayuela, o la de Alÿs no se puede pensar en la muerte del surrealismo. Mientras García Márquez se convirtió en Isabel Allende y sus mujeres epígonos, Cortázar fue leído por otros artistas”.

 

© Laura Isola, Perfil