Guadalupe Nettel: "Mi generación ha tenido la necesidad de revisar la infancia y las emociones"
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- Javier Mattio
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Nada más eficaz que una mancha de nacimiento en el ojo derecho (un “lunar blanco”) para invocar la mirada, la propia y la de los demás sobre uno, y por extensión las consecuencias del que carga con un estigma, a la vez físico y existencial, indeterminado. A esa experiencia del percibirse raro, marginal, que nace como metáfora y no tanto a partir de su mancha ocular, refiere Guadalupe Nettel (México, 1973) en El cuerpo en que nací, autobiografía y monólogo de diván honesto, entrañable y de divertido dramatismo en el que la autora registra las peripecias de su infancia y adolescencia: su vida en México y después en Francia en los tumultuosos ‘70, la relación con sus familiares, las amistades, las iniciaciones, las pesadillas.
Concebido inicialmente a modo de relato para la revista literaria Letras libres, Nettel cuenta que continuar con la narración se le hizo imperante, a tal punto que debió abandonar la novela en la que trabajaba para dedicarse en exclusiva a El cuerpo en que nací. Inspirada de manera confesa por obras clásicas del género como La promesa del alba de Romain Gary, El cuerpo… también conecta con una avalancha de libros autobiográficos de autores próximos a la generación de la escritora, como Patricio Pron, Alejandro Zambra o Marcos Giralt Torrente.
“Si hasta hace poco me preguntabas cuál era el denominador común de mi generación en la literatura latinoamericana, yo te hubiera dicho ‘ni idea’, pero creo que, últimamente, y no sólo en la literatura sino también en el cine, por ejemplo, mi generación ha tenido la necesidad de revisar la infancia y las emociones, sentimientos y verdades ocultas que la determinaron”, explica Nettel. Y continúa: “No hablo sólo de la cuestión política, sino también del divorcio, la familia desestructurada, rota, tanto en México como en otros lugares. La última novela de Frédéric Beigbeder, Una novela francesa, habla exactamente de los mismos temas que nosotros: qué significaba ser hijo de padres divorciados, cómo te avisaban que tu padre ya no iba a vivir en tu casa. Es una voluntad de ir en busca de esa verdad que te dijeron a medias”.
-¿Por qué enfatizás el hecho de sentirte distinta, un “trilobite”, como te gusta definirte?
-Todos los seres humanos somos diferentes. Somos un conjunto, una mezcla, un cóctel de cosas irrepetibles, la mezcla es irrepetible. Tanto la genética como la cultural y racial y la de los acontecimientos que nos tocó vivir. Por otra parte, el escritor se utiliza a sí mismo como materia prima y autofagocitante, se sirve también de la vida de quienes tiene al lado, entonces reflexiona mucho más intensamente sobre quién es y de dónde viene. Saber cuáles son las cuatro o cinco cosas que te caracterizan es importantísimo para escribir una obra genuina.
-El título de la novela proviene de un poema de Allen Ginsberg, “Song”, que hace de epígrafe, ¿por qué ese acento puesto en el “cuerpo”?
-El poema dice “Lo que siempre desée, lo que siempre quise, es regresar al cuerpo en que nací”. A mí me pasó eso, uno nace y trata de salirse de la familia, del cuerpo, de su historia, ser distinto; añoras las familias de los demás, los destinos de los demás. Durante muchos años traté de salir y de huir y de ser diferente o de fingir que era otra persona, pero a partir de los 25, por ahí, se impuso la necesidad de rencontrarme con lo que sí era, de integrarme. Ese poema me llegó a la médula. Cuando uno no asume su cuerpo, que era lo que me sucedía a mí, más que nada por el tema del ojo, tienes una existencia etérea, vas flotando, pero al mismo tiempo tu cuerpo acusa esa incomodidad. Se tornó un camino decisivo volver al cuerpo para ver quién era, cuáles eran mis raíces, mis particularidades. Para eso me sirvió escribir el libro.
Analízame
-De a ratos se devela que la protagonista le habla a una tal doctora Sazlavski, ¿ésta supone un homenaje al psicoanálisis, una relación verídica, una humorada?
-El psicoanálisis tuvo una presencia importante en mi infancia. Mi padre estudió y ejerció esa profesión un tiempo, y a mí y a mi hermano nos llevaron a terapia cuando teníamos siete años. Luego estaba el guiño a Philip Roth y su Dr. Spielvogel, al que siempre hace referencia aunque éste nunca habla. Y luego también es un guiño al lector, porque el lector siempre está psicoanalizando, y más si se trata de un relato autobiográfico. Era como decirle “bueno, ya que me vas a psicoanalizar, te voy a llamar por tu nombre”; y ese nombre es el de la Dra. Sazlavski.
-En un pasaje insinuás una visión pesimista del México actual, ¿corroborás esa apreciación?
-Es que me desespera muchísimo ese país. Hay una especie de letargo, de cinismo, de desencanto, de idea de que no se puede cambiar nada que es súper imperante. Y cuando tú has estado en otros países y visto otras sociedades, te sale decir “¡despierten!, ¡muévanse!”. Esa sensación está mucho más presente en El huésped, mi anterior novela, que escribí para México en un momento en que decidí irme de allí para siempre, ya no lo soportaba. Pero volví.
-Viviste un buen tiempo en Francia, ¿qué experiencia te dejó la emigración?
-Alcancé a absorber bastante la cultura francesa, dentro de ese entorno extraño, migrante y multicultural en el que habitaba. Leí bastante, en las escuelas públicas te dan mucha lectura y eso lo disfruté; pero también pude ver el tipo de sociedad represiva que es Francia. Muchas veces piensas en Mayo del ’68 y dices “qué liberales”, pero hay todo un cliché en torno a esa libertad. En el fondo es falsa. La región donde me tocó vivir estaba llena de inmigrantes magrebíes que traían una violencia que todavía llevan encima y que se justifica, por la falta de oportunidades, la marginación y el rechazo a su cultura y religión. Creo que eso también determinó que yo me haya decantado o inclinado por los marginales. Había una voluntad de uniformizar muy poderosa contra la que yo me rebelaba, y lo sigo haciendo de alguna manera mientras escribo.
© Javier Mattio, La Voz del Interior