Con todas las bases llenas
- Periodista:
- Rodrigo Fresán
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“Ser norteamericano y no poder jugar al béisbol es comparable a ser polinesio y no saber nadar”, dictamina John Cheever en su relato “The National Pastime”. Y además –valdría agregar– no jugarlo te privará de la oportunidad de batear la tan mentada Gran Novela Americana. Porque béisbol y literatura –ambos son disciplinas de equipo pero, a la vez, muy solitarias– corren juntos por el diamante de ese césped. Y allí salieron atletas tan variados como Ring Lardner Jr. con You Know Me Al, Bernard Malamud con El mejor, Robert Coover con The Universal Baseball Association, Inc., J. Henry Waugh, Prop., W. P. Kinsella con Shoeless Joe, Philip Roth con la no en vano titulada The Great American Novel, David James Duncan con The Brothers K, y Michael Chabon con Summerland; sin olvidar que obras magnas como Oración por Owen de John Irving y Submundo de Don DeLillo están marcadas por la trayectoria de una bola de béisbol y que John Updike firmó una de sus mejores crónicas en The New Yorker con Hub Fans Bid Kid Adieu para despedir a Ted Williams, icono de los Red Sox.
Y al equipo de todos ellos se une ahora el novato Chad Harbach (Wisconsin, 1975) con la debutante El arte de la defensa. Uno de los libros más celebrados (Jonathan Franzen, Jay McInerney y los ya mencionados Irving y Duncan estuvieron entre sus valedores) y promocionados de 2011 (Vanity Fair le dedicó un extenso perfil que posteriormente mutó a ebook para explicar cómo se escribe a lo largo de nueve años y, luego de muchos rechazos, se edita y se crea expectativa con subasta millonaria y se asciende a la lista de best-sellers para que The New York Times bendiga como uno de los libros del año la obra de un desconocido al que hay que conocer ya mismo).
Y lo cierto es que Harbach sale al campo con –para utilizar terminología acorde– todas las bases llenas. Por lo que –nada más y nada menos– sólo le queda lanzar un home run por encima de las más altas tribunas del estadio. Ambición y capacidad no le faltan. Porque aquí Harbach –también uno de los fundadores de la tan prestigiosa como juvenil revista n+1– no sólo apuesta a la novela de béisbol (“algo auténtico y hasta crucial para la condición humana”) sino que le añade otros dos subgéneros capitales en las letras de su país: la novela de campus y la novela gay. Sumarle a esto continuas referencias a Moby Dick de Herman Melville –y a su capítulo 23– como insuperable texto simbólico/metafórico (el equipo multiétnico local se llama Los Arponeros y recuerda al exotismo de la tripulación del Pequod) y se comprenderá que Harbach no se anda con pequeñas y aspira a ganar la final.
Así, El arte de la defensa gratifica con motivos tradicionales: un talento que llega a una pequeña universidad para rescatar a su vapuleado equipo de la deshonra, un inesperado y traumático fallo en un momento clave de un partido, un capitán “lesionado” por sus incertidumbres, un académico alguna vez mujeriego y súbitamente homosexual en el crepúsculo de su carrera y con una hija muy atractiva para los muchachos del equipo, otro joven jugador con una inesperada propensión a lo filosófico-metafísico y, por encima de todo y de todos, un texto casi sacro: “El arte de la defensa”. Manual que, por el largo y sinuoso camino, funciona como una suerte de tao-bushido-i-ching hasta alcanzar el inevitable y esperable (pero no por eso menos agradecible) gran juego donde todo confluye para que todo se decida. Todo esto y mucho más. Y en ese “y mucho más” –que incluye invocaciones a Kierkegaard o a Schiller en los vestuarios, guiños a David Foster Wallace y Jonathan Franzen como coaches antagónicos pero complementarios del asunto, y dos o tres clímax que podrían haberse quedado en el banquillo, pero que se entienden cuando se piensa en un Harbach leyendo a medida que escribe y, como nosotros, con tantas ganas de que nunca caiga el sol– reside lo único que se le puede reprochar a una novela impecable. No su deseo de ser aún más grande sino su casi subliminal voluntad de que la Gran Novela Americana sea también algo que bien podría definirse como la Gran Novela HBO: esas ganas de ser traducida –de ahí ciertos momentos de casualidades de mecánica dickensiana más bien complacientes y aptas para todo espectador– a un par de temporadas no de béisbol sino de televisión. Y, de acuerdo, quedaría muy bien allí. Y no sería raro que ya se esté produciendo (escribo esto y busco en Internet y, sí, encuentro confirmación: El arte de la defensa próximamente en vuestras cada vez más grandes pequeñas pantallas). Pero sería tonto esperar al plasma y privarse de la lectura de la clásica y moderna El arte de la defensa y de sus descripciones casi líricas del deporte nacional (no hay que ser un especialista o fan para disfrutarlas) que, en realidad, apenas esconde una de esas historias, sí, grandes. Una de esas historias luego de las cuales –como después de una tarde inolvidable aullando nuestra felicidad en las gradas– nos cuesta tanto volver a esa casa llamada la realidad para la que no hay refugio y donde todos juegan tan sucio y tanto peor que en El arte de la defensa.