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La mujer fría

Periodista:
Alicia Plante
Publicada en:
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País de la publicación:
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Desde que sus novelas empezaron a publicarse en castellano, la trágica historia de la escritora Irène Némirovsky, nacida en Kiev, Rusia, en 1903 y asesinada en 1942 en el campo de exterminio de Auschwitz, es penosamente conocida. En 1919, frente a la expansión incontrolable de la revolución bolchevique y el consiguiente derrumbe de la Rusia zarista, el padre de la futura escritora, un acaudalado aristócrata, abandonó la patria y emprendió un largo y accidentado viaje con su esposa y su única hija adolescente, con las que se instaló en París. Habiendo puesto a salvo el pellejo familiar, posteriormente logró entrar en Rusia varias veces a fin de rescatar también gran parte de su fortuna.

Esa riqueza permitió que Irène se criara con cuchara de plata, aunque sin una madre que se la acercara a la boca. Una mujer frívola y egoísta que no se resignó jamás al destierro y la pérdida de los privilegios aristocráticos, Mme. Némirosvky se desinteresó totalmente de las necesidades emocionales y afectivas de su hija, que fue criada por mujeres contratadas que dejaban a la madre en libertad para entregarse a los encantos de la vida social europea de entreguerras. Irène, solitaria en un medio extraño pero no hostil, se educó en los mejores colegios y completó con honores sus estudios de Letras en la Sorbona. Su excepcional carrera literaria, inaugurada con el lanzamiento por parte de la editorial Grasset de su primera novela, David Golder, la colocó desde el primer momento en un lugar prominente del mundo occidental. Se casó con Michel Epstein –también asesinado por los nazis– con quien tuvieron dos hijas, custodias durante décadas del manuscrito de Suite Francesa, quizá su novela más importante. En 1942, sabiendo, como todo el mundo, que las tropas nazis avanzaban sobre París, eligió permanecer en la ciudad, donde fue hecha prisionera y enviada a una muerte prácticamente inmediata en Auschwitz.

Esa inmolación suya sólo puede entenderse desde la tristeza, una constante en su vida y en su narrativa, desde el abandono moral del que fue víctima por parte de su madre, desde la soledad en la que creció y a pesar de todo desarrolló su talento y elaboró una obra trascendente, traducida a más de treinta idiomas. Esa madre, que significativamente no sufrió persecución alguna a manos de los nazis, cuando su hija fue arrestada y sus nietas pequeñas acudieron a ella en busca de amparo, se rehusó a abrirles la puerta de su casa.

La presente novela, Jezabel, tiene un personaje central, Gladys Eysenach, que es evidentemente un retrato despiadado y sin embargo más dolorido que rencoroso de la madre de la autora. A Gladys no le interesa el amor, sentirlo, enamorarse. Es una emoción que nunca llega a conocer. Desde que toma conciencia de su belleza perfecta, de la admiración y la ambición de poseerla que despierta en los hombres, así como de la envidia y los celos que sienten por ella las demás mujeres, su único propósito en la vida, al cual consagra todo su tiempo y todos sus esfuerzos, es nunca dejar de provocar la pasión descubierta la primera vez, cuando, a los quince años, su enorme poder de seducción se le vuelve evidente sin todavía haber hecho nada por conseguirlo. La consiguiente necesidad de saberse objeto del deseo del otro finalmente la esclaviza y la somete hasta un punto en el que el terror a la vejez y a la pérdida de su poder la llevan a la angustia, la impiedad y la degradación. Su cuerpo es un altar nunca lo bastante venerado por sus devotos, hombres y mujeres, y a medida que el relato avanza y el tiempo también, Gladys verifica que la Fuente de Juvencia está seca, que en realidad su cuerpo privilegiado nunca se deslizó por las aguas sagradas porque la juventud era pasajera, apenas un préstamo, un hecho cruelmente provisorio.

En una ecuación del deseo del otro con la propia existencia, el hombre, finalmente cualquiera, debe confirmarla bella y deseable y sobre todo joven para que la vida tenga algo semejante a una razón de ser. Gladys Eysenach, alter ego de Mme. Némirovsky, no sabe en la novela qué hacer con el tierno amor de su hija, una niña delicada y frágil que sin embargo ostenta una personalidad más atada a la realidad que la de su madre. Mme. Némirovsky seguramente tampoco supo qué hacer en la vida real con el de la pequeña Iréne, y su indiferencia la condenó a no escapar de una muerte atroz que tal vez antes no se había animado a buscar.

El comienzo del relato coloca a Gladys ante un juez y un jurado, ante un público como todos, ávido de escándalo. La Eysenach, la notable, la famosa, la bella, ah, el placer de verla quebrada por la culpa: ¡la malvada mató de un balazo a un muchacho de apenas veinte años! La intriga acerca del papel que ocupó ese hombre sin gracia ni encanto en la vida de la hermosa Gladys acompaña al lector a lo largo de toda la novela. Y es naturalmente el dramático remate que los personajes merecen el que nos hace cerrar el libro con el sabor de la pena en la boca y el placer del contacto con un destello de la verdad y un reflejo de la belleza en el espíritu.